Corazón de Jesús: apuesta por la vida y la dignidad humana
¿Qué actualidad tiene esta devoción en un mundo donde crece la indolencia, la irreverencia por la vida, la intolerancia, la injusticia y el irrespeto por el otro? ¿Cómo hablar y dar testimonio de un Corazón que se indigna ante las injusticias y, a la vez, llama a la reconciliación universal en un mundo fragmentado por las guerras? ¿Qué significa consagrarnos a este Corazón que atrae y convoca a ser hermanos y hermanas de la humanidad y la creación para, así, introducirnos en la experiencia mística de ser hijos e hijas de Dios?
El Corazón de Jesús no es la devoción particular a una parte del cuerpo de Nuestro Señor; es la relación íntima y profunda con Él, el símbolo de la plenitud de su vida, entera humanidad universal que nos acoge y hermana, haciéndonos sus huéspedes, elevando nuestra existencia a la condición de hijos e hijas de Dios.
El Corazón de Cristo es el horizonte fraternal, el Alfa y el Omega, principio y fin, donde todo se consumará y llegará a la plenitud: «En realidad no está lejos de cada uno de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos, como dijeron algunos poetas de ustedes: somos también del linaje de Dios». (Hch 17,28)
¿Cómo hacer de esta mística una expresión histórica de nuestra fe?
La devoción al Sagrado Corazón no se puede desligar de su fundamento: el camino de Jesús que tiene como plenitud la pasión, muerte y resurrección y que en los Hechos de los Apóstoles se hace memoria como aquel que «fue consagrado por Dios, que le dio Espíritu Santo y poder. Y como Dios estaba con él, pasó haciendo el bien y sanando a los oprimidos por el diablo». (Hch 10,38)
Esta experiencia de fe nos vincula con la sacralidad de la vida. En este sentido, el cuidado de la casa común y la apuesta por modelos alternativos que hagan sostenible la existencia en el planeta es un acto de piedad, que expresa y traduce en la vida y en la historia la mística del Corazón de Jesús. Esta opción, contenida en la encíclica del Papa Laudato si, trastoca los intereses de las grandes corporaciones mineras y, también, los de las mafias organizadas que depredan y destruyen compulsivamente el medio ambiente; por tanto, no está exenta de persecución y cruz.
«El más reciente informe de Global Witness destaca que 212 personas defensoras de la tierra y el medio ambiente fueron asesinadas durante el 2019; la mitad de los homicidios ocurrieron en Colombia y Filipinas. Entre los países que registraron el mayor número de asesinatos también se encuentran Brasil, México, Honduras, Guatemala, Venezuela y Nicaragua». [1]
Así pues, recuperar el sentido de la sacralidad de la vida y caminar hacia una cultura del cuidado, entraña conflictos con nuestros hábitos de convivencia y modos de relación y, más aún, con los poderes de este mundo que han hecho de la casa común su negocio.
Desde esta perspectiva, la fe en Jesucristo -que tiene como centralidad simbólica su corazón- implica salir de nosotros al encuentro con el otro, como lo hizo el buen samaritano, porque lo propio del cristiano no es limitarse a ser prójimo, sino «hacerse prójimo», lo que implica una continua conversión hasta llegar a ser «alter Christus», «otros Cristos».
La mística del Corazón de Jesús entraña la cruz, pues se trata del costado traspasado que vence la muerte y del que brota agua y sangre, significando el Espíritu derramado en nuestros corazones para, como decía San Ignacio: «Amarte a ti, Señor, en todas las cosas y a todas en ti, en todo amar y servir». Este amor y servicio molesta, interpela y, por tanto, en un mundo donde se ha institucionalizado el pecado, haciéndolo estructural, la apuesta por la vida entraña la cruz.
Pero el Corazón de Jesús, quién venció la muerte, nos levanta e impide que nos resignemos al mal, nos consuela y nos abre a la esperanza, al recordarnos «He venido para que tengan vida y vida en abundancia». (Jn 10,10). En esa agua y sangre de su costado abunda la vida y la paz, cáliz de la esperanza.-
3 al 9 de junio de 2022/ N° 147