Iglesia Venezolana

Cardenal Porras: Oración Fúnebre en las exequias de Monseñor Del Prette en Valencia

ORACIÓN FÚNEBRE EN LAS EXEQUIAS DE S.E.R. MONS. REINALDO DEL PRETTE LISSOT, ARZOBISPO DE VALENCIA , POR EL CARDENAL BALTAZAR PORRAS CARDOZO. Catedral de Valencia, viernes 25 de noviembre de 2022.

 

 

Queridos hermanos:

 

Sentimientos encontrados, de dolor y pena por la muerte de un ser querido y admirado, por una parte y, de agradecimiento profundo por haberse compenetrado con su pueblo, se unen en estos momentos en los que damos la despedida a sus restos mortales. Nos consuela la fe que nos abre la puerta de la vida eterna y la convicción de la promesa hecha esperanza que como bautizados nos hace exclamar como Job: “ojalá que mis palabras se grabaran en láminas de bronce, porque yo sé bien que mi defensor está vivo, me revestiré de mi piel y con mi carne veré a mi Dios. Esta es la firme esperanza que tengo”.

 

¿Qué nos une en estos momentos a estar presentes ante los despojos mortales de Mons. Reinaldo? Bien caben las preguntas de Jesús a los que acudían a ver y oír a Juan el Bautista: ¿Acaso una voz que clama en el desierto, una caña sacudida por el viento, un hombre vestido con ropas finas? No, un profeta y más que un profeta, es un enviado como mensajero delante de ti que prepara el camino del Señor (cfr. Mt. 11, 7). Sí, es lo que venimos a celebrar en esta eucaristía exequial. El vivo testimonio de alguien que, desde su fe, dio su vida por su pueblo.

 

Valenciano de pura cepa, aquí vio la luz de día, recibió el suave aroma y dio los primeros pasos en un ámbito familiar que le inculcó valores humanos y fe profunda. Todos los sacramentos, desde el bautismo hasta el orden episcopal le fueron conferidos en esta ciudad. Y desde aquí, derramó la abundancia de los dones recibidos con largueza y generosidad. Se convirtió en pastor, y la bondad y misericordia del Señor lo acompañaron todos los días de su vida por años sin término (Salmo 22).

 

Ustedes , fueron y son, en la cercanía física, testigos de su bonhomía y entrega gozosa. Su lema episcopal “servite Domino in laetitia”, “servir al Señor con alegría”, fue el mejor gancho para estar al lado de todos sin distingos.

 

Atendió y recibía por igual a ricos y pobres, letrados e ignorantes, jóvenes o ancianos, gente de la ciudad, de las urbanizaciones, los suburbios o los pueblos del interior. En cualquier ambiente se sentía a gusto, compartía sin ponerle límites al tiempo, derrochando su saber de lo humano y lo divino que hacía atractivo su hablar. En sus alforjas había acumulado la experiencia humana, la paciencia y la constancia que llevan a la virtud y al bien.

 

En quienes nos sentimos sus hermanos, en la cercanía espiritual más que en la física, se forjó una amistad que nos enriquecía en la multiplicidad de encuentros y consultas. Su saber y pericia en el manejo del derecho canónico, del que tenía dominio y perspicacia, se conjubaba con los ratos de ocio en el que disfrutábamos de su memoria en varias disciplinas deportivas que deleitaba con fácil humor a quienes no tenían conocimiento de la materia.

 

Pero su mejor testimonio fue, el de su vivencia espiritual. Hizo suya la máxima de Pablo a los Romanos: “si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos para el Señor morimos… porque Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos”. En esta última etapa de su vida terrenal, cadenciada por los padecimientos del Covid y luego del cáncer, y pese a las limitaciones propias de la enfermedad, derrochaba serenidad de espíritu, con conciencia clara de lo que le impedía trabajar como siempre, pero sin dejar de atender, estar pendiente de su rol de pastor, ofreciendo al Señor, a la Virgen del Socorro, al Dr. José Gregorio Hernández y a Mons. Salvador Montes de Oca, sus males. No faltaron nunca su sonrisa y hospitalidad.

 

Como pastor subrayó el amor a su tierra carabobeña y a la realidad del país con sensibilidad, lucidez y compromiso ante el drama físico, social y espiritual en el que estamos sumidos, como personas, familias y pueblo. Vivió la virtud de la comunión y de la sinodalidad, abriendo cauce a la promoción humana y cristiana. Su preocupación por los pobres, la necesidad de la formación integral lo llevó a promover la red de comunicación de la arquidiócesis para ampliarla al servicio de la catequesis, de la familia y las otras pastorales. A través de los diferentes Institutos de Evangelización, Catequesis, Teología y Misión, la formación permanente del laicado ha ido formando generaciones de cristianos comprometidos. Iglesia en salida, sinodalidad misionera, conversión permanente, exigencias del Papa Francisco fueron inquietudes permanentes de su ministerio episcopal.

 

Con los cercanos y los lejanos de la Iglesia mantuvo abiertas las puertas de la amistad y del diálogo. Y una virtud resaltante, su trato constante con el clero y las generaciones que se forman en los seminarios y en los distintos movimientos de apostolado.

 

Todo ello a la luz del Evangelio, como dijo en la homilía de su toma de posesión como arzobispo: “Sí Señor, recibo una Iglesia en crecimiento, donde muchas de las familias carabobeñas han sabido trasmitir a lo largo de los siglos la fe cristiana inspirada en los valores y principios del Evangelio”.

 

Su amor a la Iglesia y fidelidad al Papa fueron norte de su vida. Tuvo conciencia de la herencia que recibió de sus inmediatos predecesores, Mons. Luis Eduardo Henríquez, su maestro y mentor, y el Cardenal Jorge Urosa con quien compartió responsabilidades ministeriales. Las mejores intuiciones y realizaciones de ellos, encontraron en él un seguidor para multiplicar los frutos acumulados.

 

La sombra protectora de María Santísima, bajo la advocación de Nuestra Señora del Socorro, fue para él motor de muchas iniciativas. Predicaba en sus fiestas con pasión y ternura. Fue su ilusión presidir la reciente fiesta de la Patrona en la que quería ofrecer también el fruto del año centenario de la creación de la diócesis valentina. Me lo manifestó desde tiempo atrás y en la cercanía de la fiesta, me pidió que lo acompañara por si no podía presidirla. Así fue. Varios de los obispos presentes nos dirigimos luego de la hermosa celebración en el Forum a visitarlo en la clínica. Con aplomo y plena conciencia me manifestó la intensidad de los dolores y el no ver el futuro con la esperanza que tenía antes. Todo ello con sencillez y un estar en las manos de Dios. Sus palabras finales para conmigo las recibí como una despedida, con lágrimas contenidas.

 

No me queda, en lo personal, sino agradecer su testimonio y ejemplo de fe confiada. La Virgen Santísima lo premió llevándolo a la casa del Padre en su fiesta de la Presentación para presentarlo como ofrenda agradable a la Santísima Trinidad.

 

La lectura de las bienaventuranzas del evangelio de San Mateo son el mejor colofón de esta celebración exequial en la que unimos al pan y el vino, sus despojos mortales y la seguridad de la oración de todos los aquí presentes. Que la estela de su vida permanezca entre nosotros como ejemplo a seguir. Al final de las bienaventuranzas que hizo suyas, hacemos nuestra la alegría y el contento porque el premio será grande en los cielos para la eternidad como confesamos en el Credo. Amén.

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