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Benedicto en la defensa del ser humano

Jesús Rondón Nucete:

Acostumbrados a ver en los alemanes gentes de espíritu acerado, casi insensibles durante los grandes conflictos del siglo pasado, y preocupadas primordialmente por la eficiencia de su acción, pudiera parecernos extraño que uno de los más firmes defensores de la persona humana – no sólo como concepto, sino en la realidad de cada una – haya sido el primer papa alemán desde 1057, un hombre formado en momento y lugar negados al humanismo. Benedicto XVI lo ha sido plenamente. Se consideraba hermano de sus semejantes, como hijos de Dios.  Sabio al tiempo que humilde y sencillo trataba con ternura a todas las personas. 

 

Joseph Aloisius Ratzinger, nació en Marktl am Inn (Baviera) el 16 de abril de 1926. “Muy pronto empezamos a amar a nuestro pueblo y a valorar sus bellezas”, escribió en “Mi vida. Recuerdos (1926-1977)”. El caluroso ambiente y la profunda religiosidad de la familia alejaron al niño de los odios que pronto se expandieron alentados por los nazis que llegaron al poder en 1933. Entonces “nos cayó encima la gran historia”. Cuando estalló la guerra tenía 13 años. En 1943, ya en el seminario, fue reclutado por la Wehrmacht para servir en la defensa antiaérea: “tuve que aceptar (ese) tipo muy particular de «internado».  Enrolado de nuevo en 1944, desertó y en mayo de 1945 fue recluido en un campo de prisioneros por los norteamericanos. Vivió los horrores de la guerra y contempló el sufrimiento de las gentes, especialmente de quienes fueron perseguidos por su origen, su actividad o sus ideas. 

Lejos de envenenar su alma, todo aquello fortaleció el humanismo sembrado por sus mayores. Contribuyó a ello su dedicación al estudio y su amor a la música.  “Rememorando aquellos años, anotó, encuentro que la formación cultural basada en el espíritu de la antigüedad griega y latina creaba una actitud espiritual que se oponía a la seducción ejercida por la ideología totalitaria”. El mismo 1945, junto a su hermano, regresó al Seminario, que ambos ayudaron a reconstruir. Al término de los estudios recibieron la ordenación sacerdotal el 29 de junio de 1951, festividad de los Santos Pedro y Pablo. Casi de inmediato se entregó a la reflexión (en la filosofía y la teología) y a la enseñanza universitaria. Al poco tiempo ya se destacaba entre los pensadores alemanes. No abandonó nunca esas tareas, ni aun cuando fue designado Arzobispo de Múnich y Prefecto de la Congregación de la Fe. 

 

A lo largo de su ministerio eclesiástico – sacerdote, obispo, cardenal-prefecto y sumo pontífice – Joseph Ratzinger desarrolló y expuso una tesis, inspirada en la doctrina cristiana (y sus orígenes judaicos) y el pensamiento clásico, sobre la naturaleza del hombre, determinada por su relación con Dios, “Quien está en origen de todo y lo gobierna todo”. El ser humano no es una “accidente o una casualidad del cosmos”.  Es una “creatura” querida por Dios, principio creativo de todos los seres y cosas, Quien “la llama al infinito”. Está compuesta de cuerpo y alma. Aquel y ésta forman una unidad íntima. Si pretendiera ser sólo espíritu (y rechazara la carne como herencia meramente animal), ambos elementos perderían su dignidad. Si considerara el cuerpo como una realidad exclusiva (y repudiara el espíritu), malograría su grandeza. De su naturaleza y de su destino surgen derechos y responsabilidades. Los mismos son, pues, inherentes a su condición.  

Se refirió a estos temas en muchas ocasiones, pero notablemente en las encíclicas, en las catequesis ofrecidas en sus audiencias generales y en discursos que pronunció en diversos foros. Fueron tres las cartas: “Deus caritas est” (25.1.2006) sobre el amor cristiano, “Spe Salvi” (30.11.2007) sobre la esperanza cristiana y “Caritas in veritate” (29.6.2009) sobre el desarrollo humano integral. En la segunda dejó dos advertencias sobre el mundo y la situación del hombre hoy y mañana. Una: “El recto estado de las cosas humanas … nunca puede garantizarse solamente a través de estructuras, por muy válidas que sean … no pueden ni deben dejar al margen la libertad del hombre”; y dos: “Puesto que el hombre es siempre libre y su libertad es también siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado. Quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa”. 

Por su origen y naturaleza el hombre es un ser libre. No es un producto casual de la evolución. No lo gobiernan las leyes de la materia. En tal sentido, Benedicto XVI en su homilía del 6 enero 2009, al recordar las palabras de San Pablo en su Epístola a los Colosenses – los hombres no son esclavos de “los elementos del cosmos”, sino libres (2,8) – señaló que tiene derechos que le permiten realizar su destino temporal y trascendente. En su intervención ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el 18 de abril de 2008 precisó que “son derechos que se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones”. No son, pues, invención de un pueblo o de una cultura particular (como la judeocristiana o europea) y no admiten distintas interpretaciones según el contexto de su aplicación. 

Ahora bien, como todos los seres humanos tienen un origen común, deben ser reconocidos (¡no otorgados!) a cada uno de ellos, independientemente de sus circunstancias particulares (raza, sexo, creencias, nacionalidad u otras). Advirtió en aquel foro mundial (y también en otros) que no son resultado de la legalidad y, por tanto, de la voluntad política de los Estados. Dado el carácter universal de la naturaleza humana, los derechos humanos tienen tres características esenciales, según Benedicto XVI: universalidad (corresponden a todos), indivisibilidad (tienen una única referencia) e interdependencia (no se aplican por partes separadas). Así, su sentido e interpretación no varían. No son “relativos” al contexto. En consecuencia, deben ser protegidos por la comunidad internacional. Esa tarea no se debe «confiar de manera exclusiva a cada Estado, con sus leyes e instituciones”. Cuando ésta falla, surge para aquella comunidad la “responsabilidad de proteger” (llamada por algunos “intervención humanitaria”). 

También en defensa de la persona y de sus derechos fundamentales, Benedicto XVI, denunció como uno de los mayores males del tiempo la superficialidad, la banalidad y el hedonismo que se han impuesto en la sociedad. Lo llamó la “peste de la banalidad”. Se fija la atención en asuntos intrascendentes (triviales, insustanciales) y se decide atender preferentemente aquellos que no involucran a intereses poderosos o que no provocan confrontación. Tal actitud tiene consecuencias catastróficas porque impide enfrentar los problemas verdaderos:  aquellos que atañen de la humanidad, como la pobreza que afecta a millones de personas, la discriminación que sufren muchos, la carencia de derechos en países de régimen autoritario, la alienación de los seres humanos mediante el control de sus mentes, el calentamiento global;, el rechazo a las normas y el elogio de la violencia, entre otros.  En su Encíclica Spe Salvi llamó a trascender esa actitud.  

Al mismo tiempo, rechazó el relativismo que impregna buena parte del pensamiento actual. Explicó que es producto de la exaltación de la libertad, de la creencia en el “yo” como medida de la verdad, del desconocimiento de la validez universal y permanente de los principios que determinan el carácter de los actos. Ya Juan Pablo II (Veritatis Splendor, 1993) recordó la existencia de la ley natural que el hombre conoce por su capacidad de discernimiento y mediante la cual Dios atenúa la libertad: a Él pertenece – no a su creatura – decidir lo que es bueno o malo. Esos principios, generales y eternos, permiten establecer relaciones justas entre los hombres. Su negación da origen al totalitarismo. El relativismo (insistieron ambos Pontífices) es consecuencia del materialismo (no hay otra realidad que la materia y todo fenómeno y actividad – incluso el pensamiento y sus expresiones, y las manifestaciones sociales – son resultado de procesos materiales).

Entre las tensiones que presionan al hombre de nuestro tiempo, dos – contradictorias – le impiden realizarse plenamente. De una parte, el estado, establecido para permitir el desenvolvimiento de la personalidad de todos, se ha transformado en un auténtico leviatán que pretende integrarlo a un engranaje que sirve a sus propósitos. De otro lado, el mismo hombre, orgulloso de sus capacidades y realizaciones, tiende a pensar que es artífice absoluto de su destino, de dimensión limitada (material y temporal), que aspira alcanzar por sí mismo. Por eso, se rebela contra su Creador, que lo llama al infinito. Contra ambas tendencias luchó Benedicto XVI.-

 

*Profesor Titular de la Universidad de los Andes (Venezuela)

Twitter: @JesusRondonN

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