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Mi noche no tiene oscuridad

 

Valmore Muñoz Arteaga:

En esta oportunidad, y si tu paciencia me lo permite, quisiera dar testimonio del amor de Dios, aunque, cada cosa que escribo, es un testimonio del amor que derrama sobre mí, a pesar de que, la mayoría de las veces, no me doy cuenta y sucumbo con facilidad. Los últimos meses han sido una espesa pesadilla oscura en la me sentí asfixiado, acorralado, abandonado. Sentí un llover sin escampar de dificultades, como decimos aquí en Venezuela. Y es que, a la larga lista de frondas densas que atravesamos los venezolanos, se unen los problemas personales, que nos aprietan el alma hasta que, ya fatigados y temblorosos, gritamos: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46).

 

En ese punto de dolor extremo, me vino a la mente la imagen de Jesús abandonado en la cruz con el que tanto meditó Chiara Lubich. Un Jesús que personifica aquello que San Juan nos explica en el Evangelio cuando señala que “si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). En ese Jesús crucificado y abandonado encontró Chiara el sentido de la redención. Así también lo comprendió San Juan Pablo II, quien afirma que las tribulaciones de Cristo, de valor infinito, no necesitan otros sufrimientos para salvar, pues constituyen la única causa de salvación para todos. El poder ilimitado de sus sufrimientos confiere lo que falta a las tribulaciones de todo hombre que sufre. Cristo salva por medio de la muerte de su cuerpo material, de carne; el hombre es salvado y ayuda a salvar con las tribulaciones de Cristo, el cual ofrece a cada uno el don de sufrir como él y con él, a fin de seguir salvando en él, también mediante el sufrimiento de su propia carne.

 

El Card. Saraiva Martins, quien fuera Secretario de la Congregación para la Educación Católica y Prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, señala que “los sufrimientos del cristiano, vividos juntamente con las tribulaciones de Cristo, permiten donar los beneficios de Cristo a su Cuerpo místico. Así pues, la Iglesia no solo es el Cuerpo de Cristo salvado por los sufrimientos del hombre-Dios; también es su Cuerpo místico, que sigue salvando al mundo mediante los sufrimientos de sus miembros”. Estos completan así, por vocación recibida del Señor, las tribulaciones de Cristo.

 

Los sufrimientos en la vida del cristiano evocan lo que San Juan de la Cruz señaló como noche oscura del alma que, para muchos místicos, es un periodo de tristeza, miedo, angustia, confusión y soledad necesario afrontar para acercarse a Dios. El escritor norteamericano, Joseph Campbell, la contemplaba como una cueva oscura donde tememos entrar, pero que es donde está nuestro tesoro. En tal sentido, la noche oscura del alma es una crisis profunda concebida como una bendición disfrazada, ya que el individuo se ve obligado a superar dificultades en cuanto a su fe. Aunque parezca que durante esa etapa se ha alejado de Dios y su espiritualidad, volverá a ella con pureza renovada, pues habrá encontrado su propósito más allá de las recompensas por su fe.

Por ello, Chiara Lubich señala que la noche realmente no tiene oscuridad, ya que, “apenas llega el dolor, debo abrazarlo con tanta rapidez, debo estrecharlo a mí, consumarlo en uno […] hecho dolor con Él, el dolor, es así como llegamos a ser no dolor, sino el Amor, Dios […]¡Qué estupendo! Jesús, estoy dispuesta, bien, te abrazo, te estrecho a mí, me hago dolor contigo enseguida… Mi noche no tiene oscuridad»”. La Madre María Félix apunta algo sobre esto cuando señala en una carta que, ante las dificultades que se nos presentan en la existencia, debemos levantarnos y continuar avanzando, puesto que Dios, que es nuestro padre, “curará nuestros rasguños y nuestras cicatrices de la caída con penas purificadoras y nosotras las hemos de recibir con verdadera alegría”. Para la Madre María Félix era muy simple: “cayendo y levantándonos, avanzamos también hacia la meta”.

 

No, no se trata de algún oscuro masoquismo. Tampoco es una terapéutica. El sufrimiento no es una enfermedad, es algo más complejo y a la vez aún más profundamente enraizado en la humanidad misma. Frente a la experimentación de cualquier mal, el ser humano sufre. Nosotros, los venezolanos, hemos sufrido de formas diversas y profundas. Nos ha tocado en los últimos años, sufrir con intensidad, lo que la bonanza petrolera, en algún momento, mitigó o, al menos, permitía evadir. Fuimos testigos de crisis profunda en pueblos hermanos, mientras nosotros nos mantuvimos, de alguna manera, a salvo, pero sin la sabiduría suficiente para meter nuestras barbas en remojo. No evadíamos la crisis, más bien, ella se iba aglomerando en nuestra inercia, en nuestra soberbia negligente, en nuestra crisis de pueblo, como la señaló Mario Briceño-Iragorry.

 

Ahora estamos acá, padeciendo en todos los órdenes de la vida social. Viviendo una noche oscura del alma colectiva, pero poder hallar la redención, comprendiendo que esta oscuridad es una enorme oportunidad para resurgir de la mano de María Santísima. Ella, que es camino hacia Cristo, nos enseña que el sufrimiento, todo sufrimiento, es vencido por el amor, porque “tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 16) De tal manera que, como recuerda San Juan Pablo II, lo contrario de la salvación no es, el sufrimiento temporal, cualquier sufrimiento, “sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación”. En tal sentido, en medio de toda esta noche, podemos lograr que no sea oscura. Para ello, debemos dar un giro profunda en nuestra vida, un giro que busque mirar a Cristo en medio de la tormenta. Allí, en su mirada, bajo su amparo, la noche no tiene oscuridad.-

Paz y Bien

Imagen referencial:  National Geographic

Valmore Muñoz Arteaga

Profesor y escritor

Maracaibo – Venezuela

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