Iglesia Venezolana

Cardenal Porras en Misa por el P. JosiaH K´Okal: «Ofrecemos el Santo Sacrificio del Altar con corazón compungido y agradecido por nuestro hermano»

"¿Cómo es posible expresar que Dios Padre es bendito en estos momentos de dolor y muerte?"

HOMILÍA EN LA MISA POR EL DESCANSO ETERNO DEL PBRO. JOSIAH K´OKAL, CONSOLATO, EN ACCIÓN DE GRACIAS POR SU VIDA DE MISIONERO ENTREGADO AL SERVICIO DE LOS MÁS POBRES, A CARGO DEL CARDENAL BALTAZAR PORRAS CARDOZO, ARZOBISPO DE CARACAS. Santuario de Nuestra Señora de Coromoto, El Paraíso. Sábado 13 de enero de 2024.

 

 

“¿Quién de ustedes es sabio y experto? Que demuestre

Con su buena conducta que sus obras son hechas

Con la docilidad propia de la sabiduría”

Sant. 3,13

 

Queridos hermanos

 

Nos une sentirnos comunidad de creyentes para celebrar el misterio de la fe, el Santo Sacrificio del Altar, que hoy ofrecemos con corazón compungido y agradecido por nuestro hermano el P. Josiah K´Okal, nacido en Kenia el 7 de septiembre de 1969, ingresó en la Congregación de misioneros de la Consolata en 1993, ordenado sacerdote en 1997 y al poco tiempo fue destinado a Venezuela. En sus últimos quince años se dedicó al servicio de la comunidad Warao en Delta Amacuro. Falleció en extrañas circunstancias el 1 de enero de 2024. Su dedicación y servicio al pueblo venezolano, principalmente a los indígenas y más desfavorecidos, destacaron su cercanía, diálogo, alegría y entrega para con todos ellos.

 

Desde Caracas, nos unimos a sus familiares, a la comunidad Consolata, y a nombre de todos los que lo conocieron y trataron, para agradecer su vida de misionero y sacerdote que se identificó con nuestra tierra y su gente, dando lo mejor de sí desde el carisma del Beato José Allamano. Hoy lo hacemos para agradecer su ministerio y pedir para él a Dios, abandonado a su infinita misericordia, lo vista con el traje de bodas de la total purificación para que pueda entrar en el eterno descanso. Concédele, te pedimos, Señor, el reposo sin fin en tu amor, el descanso de sus fatigas, el gozo eterno en tu presencia, la participación en la gloria de los santos. La vida no se acaba, se transforma decimos con el prefacio de la misa de difuntos. Por eso, celebramos esta eucaristía con el color blanco de los ornamentos, pues esperamos la pascua, la resurrección definitiva en la bondad misericordiosa del buen padre Dios.

 

Lo hacemos hoy, en la memoria litúrgica del santo Doctor de la Iglesia, San Hilario de Poitiers y en la memoria sabatina de la madre de Dios en la víspera de la Divina Pastora. Para nosotros los cristianos la Eucaristía no es un homenaje que rendimos a nuestros difuntos. No es eso lo que hoy hemos venido aquí a hacer; sino a actualizar el sacrificio de la Cruz de Cristo en el que todos hemos sido salvados. Y a rogar a Dios para que el P. K´okal pueda gozar de la vida eterna y por nosotros los vivos para que nos consolemos desde la fe y revivamos la esperanza en la vida eterna.

 

Las lecturas propias del día nos recuerdan que la vocación es un regalo de Dios, muchas veces inesperado y sobre todo, nunca merecido, como en el caso del rey Saúl ungido por Samuel, el hombre de Dios. O como el llamamiento de Leví, Mateo el hijo de Alfeo, levantado del banco de los impuestos, oficio mal visto, para convertirlo en seguidor de Jesús. Tanto el P. Josiah como todos nosotros, bautizados, hemos sido llamados por la bondad del Señor a ser sus seguidores y lo que se nos pide es que seamos fieles administradores de la gracia recibida. ¿Cómo es posible expresar que Dios Padre es bendito en estos momentos de dolor y muerte? Sólo se puede hacer desde el convencimiento de que estamos en las manos de Dios, de un Dios Padre cuya misericordia trasciende esta vida: “su misericordia es un edificio eterno” (Sal 89, 39). Ante la certeza de la muerte, todas nuestras obras, incluso las más íntimas, tienen un significado que nos trasciende.

 

Esta eucaristía debe ser para todos nosotros un motivo de agradecimiento sincero por los misioneros venidos de otros lares a sembrarse entre nosotros y convertirse en uno de nosotros, sin añoranzas estériles por lo que han dejado, convirtiendo su tienda en nuestra tierra como la suya propia. No tendríamos la fe, en este continente de la esperanza, sin la presencia fatigosa y alegre de quienes nos trasmitieron la fe cristiana desde los albores de la colonia hasta nuestros días. El Concilio Plenario de Venezuela nos recuerda que “la presencia de la Vida Consagrada y los frutos de su trabajo han sido una constante a través de la historia en nuestra tierra. La Iglesia reconoce con gozo los frutos de esta presencia que promueve y acompaña” (CPV, la vida consagrada en Venezuela, n.11).

 

Siguiendo las huellas del Papa Francisco, no perdamos de vista el sentido de viaje que tiene la vida, amando a fondo perdido, entre la expectación y la sorpresa. La expectación expresa el sentido de la vida, porque vivimos a la espera del encuentro: el encuentro con Dios, que es el motivo de nuestra oración de intercesión de hoy. “Todos vivimos a la expectativa” esperando escuchar un día aquellas palabras de Jesús: «Vengan, benditos de mi Padre», precisó el Papa. “Estamos en la sala de espera del mundo para entrar en el cielo”, invitando alimentar nuestra expectativa del Cielo, a ejercitar nuestro deseo del Paraíso y preguntarnos hoy si nuestros deseos tienen algo que ver con el Cielo.

 

La sorpresa emerge de la pregunta de los protagonistas, cuando le demandan al Señor cúando lo han ayudado. “Así se expresa la sorpresa de todos, el asombro de los justos y la consternación de los injustos”. ¿Cuándo? Lo podremos decir también nosotros: esperaríamos que el juicio sobre la vida y el mundo tuviera lugar bajo la bandera de la justicia, ante un tribunal decisivo que, examinando todos los elementos, arrojara luz sobre las situaciones y las intenciones para siempre. En cambio, en el tribunal divino, la única línea de mérito y de acusación es la misericordia hacia los pobres y los descartados: «Todo lo que hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron», juzga Jesús (v. 40). El Altísimo habita en los más pequeños, el que habita en los cielos habita entre los más insignificantes del mundo. ¡Qué sorpresa! La medida del amor de Dios va más allá de nuestras medidas, y su criterio de juicio es la gratuidad”. De aquí su invitación a prepararnos y a “amar gratuitamente y a fondo perdido, sin esperar reciprocidad”.

 

Amar «a fondo perdido» como Jesús. Estemos atentos a no endulzar el sabor del Evangelio. Porque a menudo, por comodidad o por conveniencia, tendemos a suavizar el mensaje de Jesús, a diluir sus palabras. Reconozcámoslo, nos hemos vuelto bastante buenos para hacer concesiones con el Evangelio: dar de comer a los hambrientos sí, pero el tema del hambre es complejo y ciertamente no puedo resolverlo. Ayudar a los pobres sí, pero las injusticias tienen que ser tratadas en un cierto modo y entonces es mejor esperar, también porque si te comprometes entonces te arriesgas a que te molesten todo el tiempo y quizás te das cuenta de que podrías haberlo hecho mejor. Estar cerca de los enfermos y de los encarcelados, sí, pero en las portadas de los periódicos y en las redes sociales hay otros problemas más acuciantes, y entonces ¿por qué justamente yo debo interesarme por ellos? Acoger a los inmigrantes sí, pero es una cuestión general complicada, tiene que ver con la política… Y así, a fuerza de peros, hacemos de la vida un compromiso con el Evangelio.

 

Continuemos nuestra Eucaristía bajo la protección maternal de María Santísima con la oración del Beato José Allamano: “Sí, nuestra dulcísima Madre, que nos ama como a la pupila de sus ojos, que ideó nuestro Instituto, lo sostuvo en todos estos años material y espiritualmente, y siempre está lista para acudir a todas nuestras necesidades. La verdadera fundadora es la Virgen María”. Que así sea.-

Publicaciones relacionadas

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba