Opinión

El impaciente

Alicia Álamo Bartolomé:

Estamos viviendo en este mundo actual una hecatombe. Parece que Dios está empeñado en darnos campanazos que igualmente nosotros estamos empeñados en no oír. Seguimos adelante con errores y aberraciones como si nada pasara y está pasando de todo. La pandemia pica y se extiende, recrudece. Otras enfermedades aparecen en la misma familia donde ya se padeció el coronavirus. Que un derrame cerebral, que una bacteria, que una infección seguida de secuelas como la que yo tuve y aún no he salido del todo. Estamos enfermos. El planeta está enfermo.

Al enfermo se le suele llamar el paciente y, por mi propia experiencia, me parece que estamos equivocados. Quien sufre algún mal tiende a centrarse en sí mismo: su dolor, su fiebre, su malestar. Construye un pequeño mundo en torno suyo y todos y todo tiene que ir hacia él, si tiene suerte de que hay gente que lo atienda. El enfermo se vuelve centrípeto y no le falta razón, es quien padece, su ego es lo único que importa. ¡Cuidado! Como todo en esta vida, hay que aprender a enfermar para que no nos agobien ni agobien a los demás los “ismos“: egoísmo, egocentrismo, narcisismo, despotismo.

Es la hora de acudir al amor. El corazón que ama es centrífugo, no se queda con el amor sino que lo da. Es lo que hizo Dios: la Creación es la explosión del amor que desborda de su unidad. En un símil impropio diríamos que no le cabe en el pecho. Nosotros también tenemos amor, así sea un pálido reflejo del divino, pero amor al fin, por lo tanto, expansivo. No hay amor sin el otro, hacia donde va, hacia quien se da. El amor no puede ser por sí mismo porque se volvería tumor maligno en el alma. El amor se da o se pudre. Los que estamos enfermos debemos acudir a éste para ir a los demás.

El impaciente puede ser una persona bien atendida por el cariño familiar, el cuidado médico y paramédico, otros carecen de todo esto. Sin embargo, como reza el título de una película, Los ricos también lloran, aun teniéndolo todo, una fiebre alta, un dolor intenso, un malestar insoportable, no distingue estatus económico ni social. El impaciente puede estar en las mejores condiciones sanitarias pero sentir la misma desesperación. Y esta es la hora nuestra, la los que estamos en buena situación dentro de nuestro intenso quebranto: hay que ofrecer y mucho por los desamparados, unirnos a la pasión de Cristo y entregar toda esa angustia por amor y sólo por amor. La caridad cura y consuela. El impaciente se vuelve paciente.

Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, sería como el bronce que resuena o un golpear de platillos.

Y aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, no sería nada.

Y aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada me aprovecharía.

La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.

La caridad nunca acaba. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada. Porque ahora nuestro conocimiento es imperfecto, e imperfecta nuestra profecía. Pero cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto. Cuando yo era niño, hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como niño. Cuando he llegado a ser hombre, me he desprendido de las cosas de niño. Porque ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido.

*Ahora permanecen en la fe, la esperanza, la caridad: la tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad. *(Pablo 1 Corintios 13,1-13)

Alicia Álamo Bartolomé

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