San Romualdo, rechazado por otros monjes, pero acogido por Jesús
«Amado Cristo Jesús, ¡tú eres el consuelo más grande que existe para tus amigos!», dijo alguna vez el abad San Romualdo, fundador de los “Camaldulenses” y figura importante de la renovación del eremitismo a través de la recuperación del ascetismo.
San Romualdo nació en Ravena (Italia) en la segunda mitad del siglo X, en el seno de una familia aristocrática. Recibió una educación pagana, sin impronta cristiana alguna, por lo que creció aspirando a las cosas propias del mundo. No obstante, se dice que en medio de la vida que llevaba, de vez en cuando sentía inquietudes por una vida distinta cuando no, simplemente, le apremiaba la propia conciencia por alguna cosa que había hecho, sin saber del todo el porqué.
Después de ver cómo su padre mató a un hombre en un duelo, su vida dio un vuelco: decidió buscar un camino distinto, lejos del horror del que fue testigo. Aquella tragedia fue el impulso decisivo para considerar una vida cerca de Dios. De esta manera, Romualdo empezó a sentirse atraído por la vida religiosa y, después de un tiempo, pidió ser aceptado en un monasterio benedictino. Poco a poco, dentro del monasterio, fue confirmando el llamado que Dios le había hecho desde siempre y que por mucho tiempo no quiso escuchar. Romualdo vivía feliz mientras se convertía en una suerte de inspiración o ejemplo para sus hermanos, dada su sencillez y entusiasmo. Lamentablemente, no todos los monjes le tenían aprecio, incluso algunos -quizás presa de la envidia o de un celo excesivo- se enemistaron con él y le causaron problemas por años.
Uno de esos monjes, rudo y áspero, era Marino, quien inicialmente tuvo fricciones con Romualdo. Sin embargo, Dios les permitió a ambos conocerse mejor, dejar de lado el prejuicio, y forjar una amistad. Ayudó mucho, en ese proceso, que Romualdo fuese el de la iniciativa para limar asperezas, y quien se ejercitaba en la paciencia.
Los dos juntos lograron muchas conversiones; como la del jefe civil y militar de Venecia, el Dux (gobernador) de Venecia, quien tuvo un encuentro tan profundo con Dios que se retiró a vivir en oración y soledad. Aquel hombre sería más tarde San Pedro Urseolo. Otra de las grandes conversiones que Romualdo consiguió con la ayuda del Señor, fue la de su propio padre. Quien antaño permitió que Romualdo creciera sin Dios, ahora le pedía a Él misericordia, gracias a las oraciones de su hijo. Fue tal el giro que el papá de San Romualdo dio que, en su vejez, abrazó la fe e ingresó también a la vida monástica, permaneciendo en religión hasta el final de sus días.
Una de las luchas más difíciles que libró Romualdo durante su vida fue contra la lujuria. Fueron muchas las tentaciones contra la pureza, algunas de ellas muy fuertes. El demonio sabía muy bien que su pasado podía ser una herramienta para doblegar su fe y se propuso desalentarlo, haciéndole pensar que la vida de oración, silencio y penitencia que llevaba era “en realidad” algo inútil. Con la ayuda de la gracia, que Romualdo siempre pedía, logró salir airoso en esa intensa guerra y abrazar la cruz que le tocaba cargar. Aunque en más de una oportunidad el Enemigo le presentó imágenes impúdicas y espantosas, San Romualdo no se echó atrás.
Uno de esos días, en los que tuvo que soportar los mayores ataques diabólicos, el Santo exclamó: «Jesús misericordioso, ten compasión de mí». El demonio, al oír que San Romualdo no solo no cedía sino que clamaba con amor por Jesús, se retiró rumiando su derrota.
En 1012 , San Romualdo fundó a los “Camaldulenses”. Había tenido una visión de una escalera en la que sus hermanos y discípulos subían al cielo vestidos de blanco. Su idea inicial fue que sus monjes vistieran de color negro, pero aquella inspiración hizo que decidiera que se vistan de claro.
Los días finales del Santo estuvieron llenos de una profunda unidad mística con Cristo. En algunas oportunidades, incluso, Dios le permitió ver el futuro, como fue el caso de su propia muerte, la que anunció con anticipación y precisión. Con el espíritu siempre puesto en las manos de Dios, partió a la Casa del Padre el 19 de junio de 1027.
Hoy, los “camaldulenses” están agrupados en dos congregaciones, la de Camaldoli, integrada en la Confederación Benedictina; y la “reformada” de Monte Corona, fundada por el Beato Pablo Giustiniani, que restauró la vida camaldulense en su forma eremítica y austera. Estos últimos poseen monasterios en Italia, Polonia, España, Estados Unidos, Colombia y Venezuela.
ACI Prensa