Iglesia Venezolana

Homilía en la misa de inauguración de la 119 Asamblea Episcopal por el eterno descanso del papa emérito Benedicto XVI a cargo de S.E.R Baltazar Porras

Queridos hermanos

El inicio de la Asamblea Episcopal en unión con la Nunciatura Apostólica tiene hoy una intención especial. Por reciente decisión de la Presidencia de la CEV, la Eucaristía inaugural de cada año se quiere dedicar a la memoria de los fallecidos el año anterior, primero en agradecimiento; y en segundo lugar, para ratificar la confesión en la resurrección, prenda de la misericordia del Señor que nos llama a la vida plena. El fallecimiento del Papa Emérito Benedicto XVI nos invita a dar una acción de gracias orante por la entrega de una vida que se forjó y acrisoló silenciosa y esperanzadamente entre las encrucijadas y contradicciones que todo cristiano y en particular el pastor debe afrontar (Cf. 1Pedro 1,6-7). Junto a esta primera y principal intención ponemos sobre el altar el recuerdo en comunión a varias personas muy ligadas a la Conferencia Episcopal y, al Secretariado Permanente, que pasaron a la casa del Padre en el último trimestre del año pasado: Mons. Nicolás Bermúdez (27-10-22), Obispo Auxiliar Emérito de Caracas, Mons. Reinaldo del Prette Lissot (21-11-22), Arzobispo de Valencia; Sor Irene Nesi (18-11-22), Directora del INPAS y del Secretariado de Catequesis; y tres personas sencillas que trabajaron con fidelidad y cariño en la sede de la CEV por muchos años: el señor Pedro Gil (9-11-22), la señora Angela Olivia Gutiérrez (22-11-22) y el señor Ugo Salazar, así como por del padre Francisco José Virtuoso sj (22-10-22), Rector de la Universidad Católica Andrés Bello, nuestra “Alma Mater” tan cercana. Gracias a todos los presentes en esta solemne celebración por unirse en oración evocando la entrega generosa de sus vidas en el seguimiento a Jesús, en el servicio al prójimo, y confiándolas a la misericordia y ternura de Dios Padre en quien creyeron y en quien esperaron.

Repetimos con el salmo (24), levantando nuestra alma al Señor, para que nos muestre sus caminos y nos instruya en sus senderos. Agradecemos de corazón la senda que durante toda su vida nos dejó el Papa Benedicto, probado como oro en el crisol y aceptado por nuestro buen Padre Dios como holocausto agradable (cf. Sab. 3,1-9). La vocación cristiana recibida en el hogar, los caminos al sacerdocio en los difíciles años del nazismo y de la guerra, templaron su espíritu, y lo inclinaron al estudio y a la investigación para dar razón de la fe, y para iluminar y cuestionar la realidad desde la exigencia del Evangelio. La docencia le abrió caminos para la búsqueda de la verdad y la belleza, en diálogo con el complejo mundo de pensamientos encontrados, sin imposiciones, superando la opinión, planteada como prejuicio y hasta tentación científica, de que las ciencias naturales por un lado, y la investigación histórica, especialmente en la exégesis, por otro, estarían en contradicción insuperable con la fe católica, ayudando, con el testimonio de su vida y labor intelectual y doctrinal, a desvanecer las aparentes certezas contra la fe o a integrarlas razonablemente en síntesis más ricas y promisorias entre razón y fe.

Su insistencia, recogida en su testamento espiritual, en que nos mantengamos firmes en la fe, porque “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1).

Su muerte pone de manifiesto que “las almas de los justos están en las manos de Dios y no los alcanzará ningún tormento” (Sab. 3). Los sufrimientos sirvieron para recibir abundante recompensa, pues Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí (Ibid). Le tocó tomar el timón de la nave de Pedro, en el cambio de época que ha trastocado muchos valores, reivindicando desalojar a Dios de la vida pública, y relativizando y hasta negando el sentido de lo trascendente. Sus enseñanzas y comportamiento refulgen hoy con mayor nitidez, antes y más allá del juicio que se pueda hacer acerca de ellos. En efecto, la historia decantará en el tiempo su paso, al servicio primero y luego por el ejercicio del ministerio petrino. Por último, su humildad y coraje lo llevaron en un momento de su pontificado a darnos un ejemplo que dejó perplejos a propios y extraños. La renuncia al papado, en lugar de ser un acto de cobardía, fue un ejemplo inequívoco de su confianza en los signos que el Espíritu lo condujo a pasar a la vida privada, sin amarguras, al retiro, prolongado en el tiempo, de dedicación silenciosa a la contemplación del Misterio de Dios, y a la plegaria por la fidelidad de la Iglesia, signo eficaz de su presencia en la historia.

“El amor -«caritas»- es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta” (Caritas in veritate, 1). El trozo del Evangelio de San Juan que proclamamos lo ratifica: “les aseguro que si el grano de trigo sembrado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna” (Jn. 12,23-26).

Permítanme detenerme un momento en la relación de Ratzinger-Benedicto, con nuestro continente y nuestra patria, porque no fue un hombre extraño a la realidad de nuestros pueblos. En su sencillez y humildad le escuché decir que su lejanía geográfica y existencial con nuestra realidad, no lo hacía indiferente, “porque el amor hasta el extremo, no es ajeno a cultura alguna ni a ninguna persona. Sólo la verdad unifica y su prueba es el amor”. Por tratarse de un continente de bautizados, conviene colmar la notable ausencia, en el ámbito político, comunicativo y universitario, de voces e iniciativas de líderes católicos de fuerte personalidad y de vocación abnegada, que sean coherentes con sus convicciones éticas y religiosas”. (Aparecida, discurso inaugural). Superando muchos escollos, quince años después de la cuarta (Santo Domingo 1992) tuvo lugar la quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida, Brasil, en 2007, dando un impulso evangelizador, a la acción de la Iglesia en nuestro continente, bajo la insignia de los cristianos “discípulos misioneros”, y cuyos frutos están todavía in fieri.

Tampoco estuvo ausente su interés y seguimiento de la realidad venezolana. En su condición de Prefecto de la Doctrina de la Fe, nos recibió en las diversas visitas ad limina, desde los años 80 hasta la del 2009 como Papa. Por las tardes, era corriente verlo caminar, desapercibido para muchos, ocasión para cruzar unas breves palabras con él. La amistad con el Cardenal Rosalio Castillo Lara, con quien compartió responsabilidades vaticanas, fue sincera y fraterna. Tuve ocasión de estar con ambos en una ocasión, en la que manifestó que intercambiaban opiniones sobre nuestro país; lo hacían en alemán, me acotó, porque “el cardenal Castillo lo habla mejor que yo”.

Su porte un tanto tímido, que lo hacía parecer adusto y lejano, se transformaba en amabilidad y empatía en los diálogos personales. En una oportunidad nos dijo que se sentía complacido y edificado porque le entregamos varios libros publicados por Ediciones Trípode, comentarios de varias de las Exhortaciones del Papa Juan Pablo II, cuyos artículos habían sido escritos, en su mayoría por obispos. “Es algo que no lo he visto en otros episcopados”. Es el testimonio que podemos dar quienes tuvimos la dicha de expresarle nuestras cuitas y solicitar su consejo, que siempre fue servicial y cordial. En sus palabras en aquella ocasión, 8 de junio 2009, nos dijo “los retos que debéis afrontar en vuestra labor pastoral son cada vez más abundantes y difíciles, viéndose además en los últimos tiempos acrecentados por una grave crisis económica mundial. Sin embargo, el momento actual ofrece también numerosos y verdaderos motivos de esperanza, de esa esperanza capaz de llenar los corazones de todos los hombres, y que solo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo…os confío de un modo particular a quienes pasan necesidad. Seguid fomentando las múltiples iniciativas de caridad de la Iglesia en Venezuela, de modo que nuestros hermanos más indigentes puedan experimentar la presencia entre ellos de Aquel que dio su vida en la Cruz por todos los hombres”.

Sirvan estos breves testimonios para sentir que estamos orando por el descanso eterno de alguien que fue, de diversas maneras, cercano e interesado por nosotros. Con sus palabras, hecha plegaria, digamos: “quédate con nosotros, Señor, cuando en torno a nuestra fe católica surgen las nieblas de la duda, del cansancio o de la dificultad: Tú, que eres la Verdad misma como revelador del Padre, ilumina nuestras mentes con tu Palabra; ayúdanos a sentir la belleza de creer en ti” (discurso inaugural, Aparecida).

Con este espíritu, no solo admiremos el ejemplo que nos deja, sino que profundicemos en la necesidad de ser pastores, orantes, estudiosos e inquisidores del bien y la verdad, con ahínco, sin concesiones fáciles a las propuestas de la cultura light imperante. De igual modo, con realismo creyente, habitado por una irreductible esperanza, me permito sugerir abordar los trabajos de la Asamblea que hoy comenzamos, en un clima general de dramáticas carencias de la gran mayoría de nuestro pueblo, tentado de desasosiego, incertidumbre y desesperanza ante el inmediato y previsible futuro, y de la consecuente parálisis. No somos, en modo alguno, “profetas de desgracias” (S. Juan XXIII) sino portadores de la Buena Noticia, del Evangelio de un necesario renacer espiritual y moral hecho conciencia, testimonio y compromiso por la dignidad de todos y cada uno de nuestros hermanos, y promotores responsables del Bien Común hecho justicia, libertad, solidaridad y paz, único legitimador de toda situación histórica, del ejercicio de toda autoridad social y todo poder público.

Con los acordes del réquiem de Mozart, tan grato al Pontífice difunto, belleza inefable que elevaba su espíritu como música callada, continuemos nuestra celebración. Que María Santísima a quien le tuvo tierna devoción, conduzca a Benedicto, fiel amigo del Esposo, para que al oír su voz, su gozo sea perfecto. Amén.

Foto: Prensa Arquidiócesis de Caracas

Cardenal Baltazar Porras.

 

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba