San Juan XXIII, el Papa bueno
Juan XXIII marcó el derrotero que seguirían los posteriores pontífices
Cada 11 de octubre, la Iglesia celebra a un Papa excepcional, una de las figuras más importantes del siglo XX, símbolo de una Iglesia que sale al encuentro del hombre moderno para recordarle que Dios, desde la eternidad, lo sigue invitando a compartir su vida, a ser pleno, a dar frutos de santidad. San Juan XXIII dio el impulso necesario para que la Iglesia se renueve y pueda alzar su voz en medio de un mundo que se construye muchas veces a espaldas de Dios.
Pero su más grande legado fue sin duda su santidad, y así lo hizo ver San Juan Pablo II en la homilía de la misa celebrada con ocasión del traslado de los restos del santo en el año 2001: “Quisiera subrayar de modo particular que el don más valioso que el Papa Juan XXIII ha dejado al pueblo de Dios es él mismo, es decir, su testimonio de santidad” (Solemnidad de Pentecostés – 3 de junio de 2001). El Papa Peregrino recordó también en esa ocasión las palabras que Juan XXIII dijo alguna vez pensando en los santos y Pontífices enterrados en la Basílica de San Pedro: «¡Oh, los santos, los santos del Señor, que por doquier nos alegran, nos animan y nos bendicen!».
Angelo Giuseppe Roncalli, San Juan XXIII, nació en Sotto il Monte, Bérgamo, Lombardía (Italia) en 1881. Desde muy joven se sintió atraído por el servicio sacerdotal por lo que ingresó al seminario y fue ordenado sacerdote en 1904. Durante la Segunda Guerra Mundial, siendo obispo, ayudó a salvar la vida de muchos judíos perseguidos por los nazis haciendo uso del llamado “visado de tránsito” de la Delegación Apostólica bajo su jurisdicción. En 1953 fue creado Cardenal y a la muerte de Pío XII, en 1958, fue elegido Sumo Pontífice por el colegio cardenalicio. Con el tiempo se ganó el apelativo de “Papa Bueno”, gracias a sus evidentes cualidades humanas -poseía un gran sentido del humor y un don de gentes muy singular-, aunque principalmente debido a su aspecto bonachón, con una sonrisa casi perenne que dejaba entrever su alma deseosa de Cristo.
El mundo entero -en épocas muy convulsionadas- se convirtió en testigo de su esfuerzo por vivir virtuosamente e inspirar auténtica paz. Mientras algunos líderes mundiales convocaban al enfrentamiento, la violencia y la guerra, Juan XXIII enviaba un mensaje totalmente opuesto: las gentes veían en él al pastor humilde, atento, decidido, valiente, sencillo y activo. Mientras los movimientos contraculturales e ideológicos alzaban las banderas de la subversión de los valores y los principios tradicionales, San Juan XXIII también llamaba al cambio, pero sin desconocer la riqueza de lo humano, condensada en la tradición cristiana. La Iglesia, gracias a su magisterio, se convirtió en una voz que era escuchada, en un faro que iluminaba las nuevas tinieblas que aún hoy ensombrecen a la sociedad contemporánea.
Juan XXIII marcó, además, el derrotero que seguirían los posteriores pontífices: el diálogo con la cultura secular, el ecumenismo y la búsqueda de la paz. Como parte de ese magisterio pontificio están las famosas encíclicas “Pacem in terris” (sobre la paz entre los pueblos) y “Mater et magistra” (sobre la cuestión de los trabajadores).
En ese marco magisterial y misionero, de una Iglesia abierta al mundo para redimirlo en Cristo, San Juan XXIII quiso convocar un concilio para poner a la Iglesia a tono con los nuevos tiempos, siempre fiel al Evangelio pero renovada en su propuesta. Así, el Papa Roncalli convocó el Concilio Vaticano II, inaugurado el 11 de octubre de 1962. Este fue inobjetablemente el mayor acontecimiento en la vida de la Iglesia durante el siglo XX, cuya proyección alcanza al nuevo milenio. Con el paso del tiempo, los católicos nos hacemos cada vez más conscientes de lo oportuno del concilio, del Aggiornamento (actualización) que exigía el Espíritu Santo para fortalecer a la Iglesia y potenciar su misión evangelizadora.
San Juan XXIII fue llamado a la Casa del Padre el 3 de junio de 1963. El Papa San Juan Pablo II -heredero de la riqueza del Concilio- lo beatificó en el año 2000 y el Papa Francisco lo canonizó el 27 de abril de 2014.-