El día de mi raza
Alicia Álamo Bartolomé:
El 12 de este mes, ya agonizante, se conmemoró algo que ya no se quiere celebrar sino más bien convertir en tema de discusión y denigración. Un audaz navegante genovés del siglo XV, con la descabellada idea de que el mundo no era un plato sino una bola, se le ocurrió buscar desde Europa un camino más corto para ir a la India por mar, navegar hacia el Oeste en lugar de hacia el Este, bordeando África, como hacían los portugueses.
Su objeto era traer las especias orientales tan preciadas en el continente europeo para aderezar los alimentos, después de que lo hizo Marco Polo en un largo viaje de ida y vuelta por tierra. No hay duda de que a los italianos les gusta comer bien, pues por esas especias se arriesgó este par de pioneros que, curiosamente, compartieron una doble O y una L en el apellido, porque el genovés, como habrán caído en cuenta hasta los menos avispados, no es otro que el hoy defenestrado Cristóbal Colón.
Al Almirante Colón -aunque este título también se lo habrán quitado gobiernos y movimientos defensores de lo aborigen en contra de la civilización- han dado por calificarlo de conquistador sanguinario, cruel torturador de indígenas y así a todos los colonizadores de América.
Aunque este nombre, como han hecho con las estatuas de Colón, también lo deberían tumbar, porque procede de otro italiano geógrafo y navegante, lo que lo hace controvertido, Américo Vespucio. Total, que el héroe de ayer, que por equivocación descubrió un Nuevo Mundo, es hoy el delincuente mayor.
¿Qué culpa tiene el pobre navegante si se le atravesó un continente en su camino a las Indias? Ni cuenta se dio, murió creyendo que había llegado a las Indias Occidentales. No es justo que lo hagan responsable de lo que hicieron o dejaron de hacer los colonizadores que vinieron después con desenfreno por riquezas y poder.
No todos, por cierto. Al Nuevo Continente vino mucha gente desprendida de los bienes terrenales, con afán de evangelización y civilización. Tal como lo testimonia toda la historia de la humanidad, el choque de pueblos y culturas, que va a dar un paso hacia adelante, igual que un parto, es siempre doloroso.
América no nació fácilmente, sino en un proceso lleno de tropiezos, injusticias y contiendas. Se erigió en el mundo con personalidad propia, con virtudes y defectos, pero con presencia indiscutible y voz en el planeta. Los americanos somos un sincretismo de razas. En nuestra sangre e identidad están presentes el europeo, el indígena y el negro, principalmente y a mucha honra. Quien lo niegue es un necio ignorante.
Quitarle al 12 de octubre su nombre de fiesta como El Día de la Raza es un absurdo. Ese día de 1492 Cristóbal Colón y sus compañeros trajeron la semilla del hombre americano de hoy. Llamarlo de otra manera, como El Día de la Resistencia Indígena, es un oxímoron, si precisamente los indígenas recibieron a los descubridores muy bien, inocentes, cambiaron perlas por espejitos.
En México, los vieron como los libertadores de los sanguinarios aztecas. Los otros aborígenes estaban hartos de los millonarios asesinatos de sus mejores jóvenes en ofrenda a los dioses. Vieron en Jesucristo al dios barbado que les anunció Quetzalcóatl como liberador.
Los abusos aparecieron cuando las riquezas descubiertas en las nuevas tierras despertaron la ambición de colonizadores que tenían más de bandoleros que de tales, salidos de cárceles de Europa, sin escrúpulos ni piedad.
¿Leyenda Negra en la conquista y colonización de América? Sí, pero también Leyenda dorada y este toque nos hace el continente de la esperanza, como nos llamó san Juan Pablo II, porque somos una unidad de lengua, religión y forma de ser, por encima de nuestra diversidad de países. América es una en esencia, potencia e idiosincrasia.
Celebren otros como quieran el 12 de octubre, yo, mientras esté en este mundo o en el más allá, lo celebraré como El Día de mi Raza. También creo que los americanos conscientes de nuestro pasado y orgullosos de ser lo que somos, debemos luchar porque se restituyan en sus pedestales las estatuas del Almirante Cristóbal Colón.
A mí me hace falta verlo allí, al borde de Los Caobos, en la plaza Venezuela, señalando el horizonte que él alcanzó. Su dedo nos inspira a soñar por una patria nueva, libre de la pesadilla del poder de unos delincuentes.
(Alicia Álamo de Bartolomé es decana fundadora de la Universidad Monteávila)