El fin de un engaño que ha durado décadas
Todo el que haya querido enterarse lo sabe: Cuba, como cualquier dictadura, ha sido un lugar hostil para la cultura
Carlos Granés:
Si hay algo que reconocerle a Fidel Castro es que siempre supo rodearse bien. ¿Alguien recuerda esos congresos que organizaba en los sesenta, las bacanales a las que asistían los escritores y los artistas más innovadores, y donde hasta Harald Szeemann aprendía lo que era una exposición de verdad con un ‘curator’ de verdad, el mismo Castro? Eran tiempos de gloria en los que Cuba parecía estar a la vanguardia de la vanguardia. Surrealistas, muralistas, existencialistas, el ‘boom’ latinoamericano…
Por Cuba pasaba todo aquel que tuviera algo interesante que decir y de allí salía fascinado. Porque si hubo alguien que atendió bien a los creadores –a los internacionales, claro, sólo a ellos– fue Castro. En 1967 invitó a cerca de quinientos, les puso talleres, los paseó por la isla, los sentó con el pueblo a oír sus discursos, los hizo debatir sobre el bloqueo y el colonialismo, siempre el colonialismo. Era la experiencia cubana completa: revolución y cultura, tercermundismo y sabrosura.
La más ambiciosa de las metas
Castro sabía lo que hacía, desde luego. Cada dólar invertido en esos eventos descomunales se multiplicaba en beneficios para el proyecto cubano. Había logrado la más ambiciosa de las metas, poner a los artistas del mundo a favor de la revolución cubana. Más aún, convencer a ‘la cultura’, esa categoría abstracta, ese oficio, esa gente, de que ontológicamente estaba vinculada con la Revolución. Pintar, actuar, cantar o escribir era apoyar indirectamente a Cuba, porque los revolucionarios, a diferencia del yanqui colonizador, frívolo y materialista, entendían y respaldaban la causa del espíritu y del ideal.
Todos estos trucos de la diplomacia cultural y del ‘marketing’ político ocultaban una realidad que estuvo siempre ahí, al menos desde 1961, cuando Castro censuró ‘PM’, la película de Sabá Cabrera Infante, y ‘Lunes de Revolución’, el suplemento literario en el que trabajaba su hermano Guillermo. El país que apoyaba la cultura en realidad era hostil a todos los creadores que se atrevían a hacer lo obvio, lo más urgente: vigilar y criticar el proceso político que estaba transformando sus vidas. No, eso no se podía. Cualquier otra cosa sí, pero hablar de la Revolución no, porque la Revolución tenía más derechos que los individuos. Quien no lo entendiera tenía que irse o acostumbrarse a la estrechez de un calabozo.
Esto se ha sabido siempre: la homofobia del régimen, su persecución al grupo El Puente, la censura de poetas y escritores en los setenta, la ofensiva en 1990 contra Ángel Delgado y contra los ‘performers’, luego contra los ‘artivistas’; todo el que haya querido enterarse lo sabe. Cuba, como cualquier dictadura, ha sido un lugar hostil para la cultura. El bloqueo y la colonización también los ha practicado el gobierno en contra de quienes han hablado de lo que no debían hablar.
Cárceles reventonas
Y, sin embargo, el espejismo progresista ha persistido, la supuesta idea de que la cultura, ese oficio, esa gente, está con Cuba, porque ahí están las causas nobles. Quienes han intentado romper el mito son los mismos creadores cubanos, las dos últimas generaciones, y más ahora que las cárceles revientan de artistas detenidos.
Después de las últimas protestas, la Revolución encarceló a decenas, y luego convocó la Bienal de La Habana para que ‘collectors’, ‘curators’ y visitantes del mundo entero fueran a debatir, otra vez, cómo no, de la descolonización. Pero el truco de los sesenta ya no sirve. Lejos de apoyar al régimen, como hizo la trova cubana, los artistas contemporáneos están pidiéndole a sus colegas del mundo que se resistan a la farsa. Cantan ‘ Patria y vida’ y dicen #NoalaBienaldeLaHabana, porque saben, y esperan que los demás lo entiendan, que la causa del espíritu y del ideal, sin libertad, no es más que un engaño.
ABC/América 2.1