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Amar a la Iglesia

P. Thomas G. Weinandy, OFM, Cap.,escritor prolífico y uno de los teólogos vivos más destacados, es miembro de la Comisión Teológica Internacional del Vaticano:

A veces es difícil amar a la Iglesia Católica Romana. Con sus escándalos sexuales y financieros aparentemente interminables, no solo podemos desanimarnos y volvernos cínicos sobre el estado actual de la Iglesia; también podemos enojarnos por su aparente incapacidad para reformarse. Pero hay un motivo más profundo de preocupación. Muchos católicos de hoy dan la impresión de que no aman a la Iglesia; no a causa sus miembros pecadores, sino porque no les gusta la Iglesia como ha sido ella tradicionalmente.

Encuentran anticuadas sus doctrinas —dogmas muertos del pasado, cuya presencia sofocante ahoga la auténtica renovación. Del mismo modo, encuentran la enseñanza moral tradicional de la Iglesia —especialmente en lo que respecta al matrimonio y la sexualidad— leyes rígidas y despiadadas y cánones inflexibles que no permiten que las personas sean «quienes realmente son».

Tales leyes, creen ellos, ponen grilletes a la libertad de hombres y mujeres, y a su derecho inherente a elegir lo que es mejor para ellos. Para ellos, los principios morales de la Iglesia, simplemente, fomentan una vida infeliz y llena de culpa. Una Iglesia así no puede ser amada. Para ser amada, creen ellos, la Iglesia debe cambiar en los niveles más profundos de su ser; y que aquellos que están despiertos en el Espíritu, están llamados a usar su poderío político y financiero para asegurar que ese cambio se lleve a efecto.

Mientras rezaba en la destartalada iglesia de San Damián, San Francisco de Asís escuchó a Jesús crucificado que le habló: “Francisco, ve, repara mi casa que, como ves, se está derrumbando”. Francisco, en su simple inocencia, comenzó a recoger piedras y reconstruir esa iglesia, y otras. Sólo más tarde se dio cuenta de que era la Iglesia misma, el Cuerpo de Cristo, la que necesitaba una reconstrucción espiritual.

Entonces, ¿qué hizo Francisco? ¿Se propuso él cambiar la enseñanza doctrinal y moral de la Iglesia, culminando en el rechazo a la Iglesia misma? Después de todo, esto es lo que proponían algunos “movimientos de renovación” dentro de la Iglesia de su época. No. Francisco, como hijo fiel de la Iglesia, sabía que ella podía ser reparada, solamente, si la verdad vivificante de sus doctrinas se convertía una vez más en las piedras sobre las cuales está construida. Y así, Francisco dio vida, en la Iglesia, de palabra y de hecho, a estos misterios de la fe.

La Encarnación era la doctrina fundamental de su predicación. El Hijo de Dios, en verdad empezó a existir como hombre dentro del vientre de María. Se empobreció, asumiendo nuestra humanidad, para que nosotros pudiéramos hacernos ricos en su divinidad. ¿Y, qué mejor manera de manifestar esta asombrosa verdad, que representarla? Y así lo hizo. Recreó la escena del pesebre en el montañoso pueblo de Greccio. Rodeada de ovejas, vacas y burros, la Encarnación cobró vida. Porque el niño Jesús, el hijo de María y el Hijo eterno del Padre, se dice que apareció en los brazos de Francisco.

La vida de las personas se transformó. Escucharon el llamado al arrepentimiento del pecado, y a la fe, en su Salvador. Se convirtieron, una vez más, en piedras vivas en la Iglesia de Cristo.

Si la Encarnación fue fundacional para la empresa de Francisco, de reconstruir la Iglesia, su amor por Jesús crucificado se convirtió en la piedra angular. En la Cruz, el empobrecido Jesús ofreció su vida, santa y sin pecado, por el perdón de los pecados; y así, mereció su gloriosa resurrección. En este doble acto, a través de la sangre y el agua que brotaron de su costado traspasado, Jesús dio a luz a su santa y pura prometida —la Iglesia.

En aras de esta misma prometida, la propia Iglesia, Francisco entregó su vida, para hacerla santa una vez más. Los estigmas, las marcas físicas de clavos y lanzas, no son simplemente un signo de que Francisco era la semejanza viviente del Jesús crucificado, sino más bien que él, a imitación de Jesús, se ofreció completamente a sí mismo en aras de la renovación de la Iglesia. Así como Cristo es el eterno, amoroso y crucificado esposo de su Iglesia, así Francisco fue el amoroso esposo crucificado de la Iglesia en su día.

Mientras los reclamantes de falsa renovación despreciaban la corporeidad de los sacramentos, Francisco se gloriaba en la materialidad de los mismos. Porque la materia manifestaba la gloria de Dios: hermano sol y hermana luna, hermano fuego y hermana agua. La Eucaristía, el más material de todos los sacramentos, fue la mayor alegría de Francisco. El pan mismo y el vino mismo fueron transformados en la carne resucitada y la sangre resucitada del corporalmente resucitado Jesús.

Y así, vino uno a vivir comunión corporal con el propio corporalmente-vivo Jesús. La pobreza de nuestra carne es enriquecida por la resucitada carne de Jesús —una mutua permanencia en la vida eterna. Para Francisco, la Eucaristía no era una doctrina obsoleta, sino la fuente y cumbre de la vida de la Iglesia.  

Dentro del contexto de estas doctrinas portadoras de verdad y dadoras de vida, Francisco exhortaba a la gente de su época a que se arrepintiera de sus pecados y viviera vidas santas. Francisco no vio la enseñanza moral de la Iglesia como decretos rígidos que fueran imposibles de cumplir. Más bien, como lo experimentó en su propia vida, Francisco sabía que creer en el Señor Jesús y guardar sus mandamientos, como los profesa la Iglesia, conduce a la libertad, la santidad y la felicidad llenas del Espíritu.

A la luz de su juvenil locura, Francisco se daba cuenta de que argüir que la enseñanza moral de la Iglesia debe cambiar, es ofrecer la muerte al mundo —una vida de tormento aquí en la tierra y agonía eterna en el infierno. Francisco, en su amor sacrificial, quiso reparar la Iglesia de Jesús, hacer de ella un santuario de luz y vida, en un mundo oscurecido por el pecado y la muerte.

Es difícil amar a la destartalada Iglesia de hoy. Sin embargo, las palabras que Jesús crucificado le dirigió a Francisco resuenan en nuestros oídos: “Repara mi Iglesia, que, como ves, está en ruinas”. Francisco y todos los santos son nuestro ejemplo. No debemos construir una “nueva iglesia” fundada sobre las engañosas mentiras de Satanás. En vez de ello, debemos reconstruir la antigua pero siempre nueva Iglesia de Jesús, un templo construido con las piedras vivas de la verdadera doctrina apostólica, los misterios de la fe que fomentan la santidad de la vida.

Hacer eso, es amar a la prometida de Cristo, la Iglesia desposada por Jesús.

Sobre el Autor

Tomado/traducido por Jorge Pardo Febres-Cordero, de:

https://www.thecatholicthing.org/2021/11/14/to-love-the-church/

P. Thomas G. Weinandy, OFM, Cap.

El Padre Thomas G. Weinandy, OFM, un escritor prolífico y uno de los teólogos vivos más destacados, es miembro de la Comisión Teológica Internacional del Vaticano. Su libro más reciente es el segundo volumen de Jesus Becoming Jesus: A Theological Interpretation of the Gospel of John.

DOMINGO 14 DE NOVIEMBRE DE 2021

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