Alicia Álamo Bartolomé:
Iniciemos este capítulo recordando a San Francisco de Asís, sí, “el mínimo y dulce Francisco” como dice Rubén Darío en su poema “Los motivos del lobo”. Es denotar que ese mínimo gran santo tuvo especial devoción por la escena del nacimiento e Jesús a él s debe en gran pare la propagación de la costumbre en la familia católica de hacer el pesebre navideño. Esto significa una contemplación de la Sagrada Familia de cerca; una oración ante ese pesebre de donde se extrae la gran gracia de comprender el valor de la virtud de la humildad. Francisco es mínimo por humilde, dulce por vivencia natural de esa humildad y grande por ser santo como consecuencia.
Podemos encontrar en Francisco una fuerte inspiración en José. Ambos son modelo de humildad. El primero se nutre del segundo. Quizás Francisco vio esa parábola completa que abre y cierra el Antiguo Testamento empezando por Adán y terminando en José. Es decir, vio el sello de la humildad querido por el Altísimo para el hombre universal. Adán es hecho de la sencillez del barro, la materia más baja y recibe el soplo divino. Cuando perdió la humildad, perdió la bienaventuranza: José, como mortal corriente, es el heredero de ese pecado, pero es humilde, mínimo y es escogido para ser el padre nutricio del nuevo Adán, el Redentor. Francisco ama la pobreza, se desposa con ella, no por fruición del desamparo total, sino por clima cálido y fructífero para que florezca la humildad. Se despoja de todo para ser nada entre los hombres.
José fue nada. Un obrero sin historia, hijo de un pueblo sometido por la orgullosa Roma imperial, vecino de una aldea menospreciada por los mismos del país. Lo entregó todo, hasta el derecho de ser padre natural, a continuar su estirpe. Eso era realmente ser mínimo en la historia de una nación que se distinguía por el orgullo de reproducirse para sostener la promesa hecha a Abraham: ser un pueblo infinitamente numeroso donde debía nacer el Mesías. Un israelita vanidoso jamás habría consentido en hacerse voluntariamente eunuco “por amor al reino de los cielos” (49), porque así cegaba al Salvador la posibilidad de nacer de él o de su descendencia.
José obedecía y quien obedece es humilde. Cuando nos rebelamos ante el mandato justo y legítimo, mostramos nuestra eterna soberbia. Bueno, eterna no, porque si nos vencemos y conservamos nuestra alma en gracia hasta el momento de la muerte, desaparecerá. Habremos ganado el cielo y en éste no hay soberbia ni sombra de pecado alguno, pero existe siempre, mientas vivamos, la posibilidad de ésta; por eso debemos mantener constante vigilancia. La soberbia es eterna en el corazón de los condenados y además, su peor castigo, porque saben que a causa de ella no pueden ver ni amar a Dios.
La soberbia se nos cuela por muchísimas rendijas del alma, contra ella tenemos el escudo de la búsqueda y la práctica de la humildad, única defensa junto con la oración y la mortificación. Un alma puede estar casi en olor de santidad y caer en pecado de soberbia, más fácilmente y sin previo aviso que en uno de lujuria. Es más, a veces Dios permite una falta de la carne para recordarnos nuestra ruin condición y evitarnos una más grave de soberbia o bien para hacernos reconocer más claramente ésta, para que no confiemos en nuestras propias fuerzas, síntoma evidente de soberbia, sino en su misericordia que nos libra de todo mal.
Está muy dicho, pero vale la pena recordarlo: perfecto espíritu puro, por su naturaleza de ángel, hermoso y resplandeciente, era Lucifer y también los ángeles que en un instante se precipitaron con él en la caída. Por la soberbia tentó a Adán y Eva. Él no quiso servir, ellos quisieron ser como dioses. Para rescatar a la humanidad de ese pecado original de soberbia, fue necesario que al non serviam de Satanás (50) la criatura más pura y humilde opusiera un rotundo fiat seguido de ecce ancilla Domini. Se declaró sierva para vencer al que no quiso servir, para salvar a quienes quisieron ser como dioses.
José fue humilde y recibió el carisma de esta virtud en su grado más alto precisamente viviendo al lado de esa Sierva del Señor. En aquella Sagrada Familia él era el mínimo; lo sabía, lo sentía, pero rivalizaba en amor porque su llama se hacía una sola hoguera con las otras dos. Por eso, cuando nosotros queremos crecer en humildad, lo que viene a ser lo mismo que disminuir en el yo, debemos acudir a José para aprende a sentirnos mínimos, auto-conocernos, a hacer el inventario veraz de nuestras faltas. Podría parecernos alguna vez que en la balanza pesan más nuestras virtudes. ¡Cuidado! Aunque fuera cierto no somos quiénes para saberlo; si tuviéramos ese sentimiento, rápidamente debemos poner en el platillo, no solamente las faltas pasadas, sino todas aquellas que nos han sido ahorradas porque la misericordia de Dios, gratuita y libre, nos preservó de ellas. En “Historia de un alma”, Santa Teresa del Niño Jesús tiene una hermosísima enseñanza al respecto donde se aplica, de manera sugestiva y novedosa, la parábola del fariseo y la pecadora que encontramos en el capítulo VII del Evangelio de San Lucas, versículos 36 al 50 (51).
Si con la ayuda de San José y de la Santísima Virgen crecemos en humildad, ésta se va haciendo una suerte de reflector que descubre manchas insospechadas en nuestra propia alma, mientras una especie de penumbra cubre las faltas ajenas para disculparlas. Aunque bastante impropiamente, podríamos decir que se realiza un círculo vicioso: a mayor humildad, mayor luz para darnos cuenta de lo defectuosos que somos, lo cual hace aumentar la humildad y se renueva el círculo. Esto lo vivió San José en forma magna, pues a la luz de su propia humildad se sumaba toda la gracia que lo rodeaba: la plenitud absoluta en Cristo, sobreabundancia en María. Con el podemos acostumbrarnos asentirnos también mínimos.
La humildad hay que saberla vivir. No se la imponemos a los demás haciéndolos sentirse incómodos. Si alguien quiere agradecernos un favor, debemos dejar que lo haga sin oponer exageradas protestas rechazándolo. Si se trata de agasajos, regalos o atenciones, aunque no los buscamos, los debemos aceptar con humilde naturalidad. Incluso a menudo es un deber de caridad, porque cuando rehusamos estas manifestaciones por una postura de humildad, la gente se siente en deuda con nosotros porque no encuentra manera de mostrarnos su agradecimiento.
En determinadas circunstancias y según alguna vocación específica, es posible que una mujer o un hombre decida vestirse de una manea muy desaliñada cuya impresión en los demás sirva para enriquece su humildad, pero no es lo corriente ni lo recomendable para la mayoría de quienes vivimos en el mundo dentro de una familia y ejerciendo profesiones u oficios en la sociedad. Algunos intentan revestir de humildad lo que no es sino comodidad, desgano para arreglarse y menosprecio a los demás que deben soportarlos en su descuidado aspecto. Podemos sentir este desgano, esta pereza y falta de interés en acicalarnos de acuerdo a la posición que ocupamos. Pues bien, la virtud está en esmerarnos en ese arreglo personal que nos cuesta y hacerlo por amor, con espíritu de sacrificio y entrega por las almas.
Otra falsa humildad nos puede entrar en la ancianidad o el impedimento por enfermedad o accidente. No queremos molestar, no queremos que se preocupen por nosotros ni que nos atiendan. Frecuentemente esta manera de proceder termina por causar una molestia mayor porque, a lo mejor evadiendo una ayuda nos pude sobrevenir un accidente y resultamos más problema. Sin embargo, no es ésta la sola consideración que nos debe inducir a aceptar el apoyo necesario; es. sobre todo el vencernos en la tentación de un orgullo necio y ofrecerle a Dios lo que esta aceptación llega a humillarnos o mortificarnos. Un día podemos necesitar un mano que nos agarre por el brazo para sortear un piso en mal estado. A lo mejor nos sentimos muy jóvenes para utilizar lazarillos y miramos con aire de ofensa a la persona del gesto gentil, mientras nos sacudimos secamente la ayuda. Eso es soberbia y además tontería, porque si alguien tiene el impulso de echarnos una mano, es seguramente porque de nuestra figura se desprende que la necesitamos, es decir, en apariencia, al menos, no estamos ni tan jóvenes ni tan firmes, lo cual, por otra parte, no es ningún oprobio. Lo temporal caduca, la única lozanía que va a la eternidad es la del alma.
Con frecuencia somos más carga en nuestra familia por nuestra intransigencia en pedir y recibir atenciones que nuestros impedimentos por edad o enfermedad. Si con humildad aceptamos que los más jóvenes deben hacerse cargo de nosotros y disponer de detalles domésticos que ya no podemos enfrentar, seríamos mucho más llevaderos. La soledad de muchos ancianos se la hacen ellos mismos: no quieren pagar una persona preparada para que los cuide, aun teniendo los medios, porque les parece alto el salario; no quieren irse a una institución especializada; no quieren que alguien venga a vivir con ellos si no se somete a sus viejas reglas; no quieren sino quejarse y convertirse en problema. Es la soberbia, más aguda cuanto más la persona se dice humilde y desamparada.
Dejémonos ayudar, atender, deleguemos mandatos, obligaciones, cuando los años y enfermedad así lo reclaman. No nos empeñemos en seguir alardeando de fuertes y autónomos cuando Dios ha dispuesto que comencemos a depender como cuando éramos niños. Es otro círculo que se cierra: el fin se encuentra con el principio. Ojalá seamos capaces de cerrarlo en plenitud de amor. Pensemos en los últimos días de José. Podemos imaginarlo en su lecho de enfermo dejándose atender por María y por Jesús, él, el mínimo. Todo lo recibiría agradecido, sin ponerse impertinente rechazando la solicitud de los suyos. Modelo de humildad porque ser humilde es tanto pasar inadvertido, ocupar el último lugar sin aspavientos, como aceptar ser el centro de la atención porque Dios ha querido inutilizarnos parcial o totalmente. En ambos casos es la amorosa forma de no hacernos notar.
49 – Mateo 19, 12
50 – Apocalipsis 12, 7-9
51 – “No tengo ningún mérito por no haberme entregado al amor de las criaturas, puesto que fui preservada de éste por la gran misericordia de Dios… Sé que sin Él hubiera podido caer tan bajo como María Magdalena y por eso las profundas palabras de Nuestro Señor a Simón resuenan con gran dulzura en mi alma… Lo sé: a quien menos se le perdona, menos ama, pero sé también que Jesús me ha perdonado más que a Magdalena, porque me perdonó previamente impidiéndome caer”. (“Historia de un alma”, Manuscrito “A”, folio 38)