Alicia Álamo Batolomé:
En la eternidad no hay tiempo. El tiempo lo creó Dios para nosotros los hombres. Por eso, cuando Dios habla de días, se refiere a períodos que para él pueden ser instantes y para nosotros miles de meses, años o siglos.
Dios siempre nos escucha y contesta inmediatamente…, para él, para nosotros puede ser una respuesta que tarda meses, años o siglos. De ahí nuestros apuros.
Muchos años atrás leí la anécdota de un joven cura párroco -tal vez la he citado en otro artículo- que se paseaba impaciente en el piso de arriba de la casa parroquial. Estaba construyendo una escuela para su parroquia, no llegaban los recursos y todo se atrasaba. El sacristán oía el golpear de los pasos y subió a ver qué le pasaba. Al preguntarle el motivo de aquel nervioso ir y venir, el interpelado contestó: Es que Dios no está apurado.
No, nunca lo está. La prisa es cosa humana. El reloj es un invento nuestro que en cierta forma nos esclaviza. Sus agujas nos recuerdan la hora de entrar a clases, al trabajo o la cita pendiente. Mientras más ocupados estamos más dependemos del reloj. Yo no podría vivir sin éste porque hasta las horas de oración o solaz me marca. Dependemos del tiempo. Mientras Dios parece reposar en su eternidad.
Si nos oye, ¿por qué no hace cesar esta pandemia que nos agobia y nos destruye? No contento con eso, permite que el planeta se sacuda en terremotos, erupciones volcánicas, inundaciones, tsunamis y cuantas calamidades naturales hay, por llamarlas de alguna manera, porque naturalidad es lo que menos tienen. Son desafinamientos de la creación. Sí, parecen cosas del demonio y por esto digo que Dios las permite, no las manda.
Nos somete a prueba, que es otra cosa. Agréguense los sinsabores políticos. Historia aparte. Estos sí, culpa nuestra. El arte de la política, trascendente, útil y bella concepción humana, lo hemos convertido en el arte de la dominación y explotación de los pueblos por ambición de riqueza y poder. Un ejemplo de este malestar es la Venezuela actual. Puede haber otros peores o mejores, pero éste es el que nos afecta en carne propia. Es un malestar local dentro del caos del covid-19 universal.
Me expreso mal. Malestar es una palabra muy suave. Lo que nos afecta es una verdadera tragedia griega de cuatro actos. Acto Primero: Chávez al poder; segundo: Muerte de Chávez; tercero: Sucesión de Maduro; cuarto: Ni se sabe. Porque no se puede predecir un final ni un epílogo.
Lo único cierto es un país en la ruina, dolarizado sin dólares, enfermo de cuerpo y alma, sin medicinas, destruido en sus recursos agropecuarios e industriales, sin gasolina, arrasada en la otrora fabulosa producción petrolera, arcas vacías, mientras bien colmadas están las de sus personeros gubernamentales en bancos extranjeros.
En resumidas cuentas, un país saqueado hasta en sus raíces, porque es otra la historia que les enseñan a los escolares, si es que hay escuelas.
Y Dios calla. ¿Las elecciones del 21 de noviembre trajeron una esperanza? Cuando esto escribo no se han sucedido; cuando esto salga en Pluma ya habrá pasado lo que tenía que pasar. No soy profeta, no preveo nada, pero para mí sólo son un sainete de democracia, mal montado y mal actuado por las partes: oficialismo y oposición.
El uno sobre actuado, prepotente, fachendoso y tramposo. La otra, dividida, ambigua, con pretensiones personales. Muy tardío su llamamiento a la unidad; había que empezar por éste.
Siento que somos un país equivocado. Hemos dado al traste con nuestros valores morales, nuestros principios religiosos y cristianos; imitadores de la decadencia espiritual de Europa y de gran parte del mundo. Empeñados en ser igualmente desaforados. He aquí el resultado: esos países se hunden y nosotros también.
Hasta que Dios hable, deje su tiempo y se meta en el desesperado nuestro.
Otra vez, porque ya vino por las buenas hace 21 siglos, lo crucificamos y no le hicimos caso. ¿Le haremos esta vez? Quién sabe si romperá su silencio con un Apocalipsis ahora…
*Alicia Álamo Bartolomé es decana fundadora de la Universidad Monteávila
Publicado en Pluma, de la Universidad Monteávila