Lepanto, cruz y arcabuz: generalato literario de un soldado que escribía
En el 450 aniversario de la batalla mediterránea
Gerardo Vivas Pineda:
Los números, como balas expansivas todavía incandescentes, arrojan un balance demoledor. Los publicó en 1949 Fernand Braudel. Su Mediterráneo felipesco, luego de barrer todas las fuentes documentales posibles, mostró hirientes cifras póstumas: transcurre el día 7 de octubre de 1571. De 230 naves turcas sólo 30 galeras pueden escapar, y tragan la derrota contra 208 embarcaciones cristianas victoriosas. Los de la media luna acumulan 30.000 bajas entre muertos y heridos; por el lado de la cruz 8.000 muertos y 21.000 arrollados duelen en las crónicas. El triunfo de la Santa Liga europea tiñe de rojo el golfo lepantino —testimonios directos e indirectos confirman el protagonismo recíproco de la sangre que cambió el color del mar—, transforma temporalmente el balance de poder a favor de la cristiandad y deja un soldado mal herido, aunque orgulloso de su entrega militar. Es infante y arcabucero. Enfermo antes de la refriega, se niega a ocultar su fiebre bajo cubierta en la galera La Marquesa, voluntad valiente luego colocada en su legado narrativo. Su destreza para preparar cada tiro con la llave de rueda autocargable detrás del cañón atrabucado no puede esperar más. Veterano en la compañía de Diego de Urbina y alistado en el tercio español de Miguel de Moncada, el soldado alcalaíno integrando la escuadra de Andrea Doria sabe de memoria el poder destructivo del arma individual. Calibre de media pulgada anticipa heridas graves para dar y recibir, con el dedo de la muerte apretando el gatillo recto de la carabina histórica. Iniciado el fuego por las escuadras navales el recluta asoma la calentura de su cuerpo ante el espolón de una galera enemiga. Allí enseñan sus dientes los arcabuceros turcos, apuntándolo con igual fusil de reglamento. Tres arcabuzazos le atinan en pecho y mano izquierda. Sus heridas integran el caudal de glóbulos rojos cristianos y otomanos derramado en bordas, escotillas y entablados, pero no bastan para extinguir su vida uniformada. Por el contrario, su temeridad nutre la tinta púrpura para escribir otra sangre irrompible y definitiva, la de un jinete soñador, escarnecido y sublimado para siempre. De una sangre a otra, transcurridos cuatro siglos y medio de aquel zafarrancho de combate, la humanidad ha hecho de sus nombres una propiedad colectiva. Miguel de Cervantes, poeta novelero, y don Quijote de La Mancha, hidalgo y caballero, acompañados sin distingo de géneros literarios por campesinos, nobles, arrieros, pastores, canónigos, bachilleres, duques, brujas, hidalgos, moros, cadíes, renegados, judíos, cristianos nuevos y viejos, cuadrilleros, gitanos, pícaros, monjas, licenciados, corsarios, dueñas, fregonas, doncellas, amas, burros, puercos, toros, ovejas y demás personajes cervantinos sobreviven y respiran a pesar del arcabuz de la historia, el que todavía abre cicatrices y opone religiones, conciencias y culturas. La cruz y la media luna continúan enfrentadas, con la bandera mahometana ondeando en los minaretes de las mezquitas repartidas a lo largo y ancho de calles y barrios europeos, atizando una revancha impredecible por la puerta de atrás. Pero Cervantes continúa su discurso y regala claves de avenencias y acercamientos desde su militarismo armado de ensoñaciones. Sus arcabuces literarios cargan balas de salva, pero balas al fin; no queman, sólo tiran gentiles arañazos disfrazados de parábola.
Como si una grave encomienda pesara sobre su devenir mundano, el manco de Lepanto registra y escribe tal guerra inacabable. Antes la vive durante 69 años ásperos y polvorientos, como los de su Quijote torturado. El hombre de mano contrahecha lega un expediente moral en los forcejeos del individualismo quijotesco con la sociedad de la representación honorífica. Dominando las cortas y largas distancias de su época contradictoria, también endilga en toda su obra un mensaje imperdible a la humanidad posterior, vertiendo un lacre sellador en las palabras infligidas por el Caballero de la Triste Figura al Quijote apócrifo de Avellaneda cuando visita la imprenta de Barcelona: “Ya yo tengo noticia de este libro —dijo don Quijote—, y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente”. Asombra, en tan breve párrafo, esta emulsión ética de dos conceptos rara vez recurridos por autores, interesados, influencers o cronistas: la verdad más la conciencia, combinación extrema de arrebatos morales disueltos en la circunstancia diaria. Un Alonso Quijano caballerizado —el forzado participio es imperioso— pone en práctica su mayor esperanza, casi mística en sus alcances, santo deseo por ahora inabarcable: reconstruir la virtud perdida de la arcádica Edad Dorada.
¿Cuán soldado era Cervantes?
La primera y más importante vocación del Cervantes humana y artísticamente intrincado era la inclinación por las armas, propensión que nunca desapareció a pesar de haber concluido en la práctica luego de su captura por los argelinos. Salpicada de romanticismo fuera de lugar, pero segura en los registros barrocos de sus congéneres, la historia militar del Miguel atragantado de disparos se sustenta en una carrera de lector caballeresco, vocación futura del Alonso Quijano insatisfecho por las pueblerinas rutinas hidalgas a través de campos manchegos. Ante sus ojos ha desfilado lo más ejemplar de las novelas de caballerías, donde la defensa de Constantinopla contra las cimitarras turcas constituye el motivo principal de las gestas narrativas a caballo, enfundadas con armaduras de hierro e inclinadas ante el trono eterno de Dios y la silla temporal de los monarcas. La nómina fantástica de caballeros en lucha contra la amenaza otomana no es escasa: Tirante el Blanco, Amadís de Gaula, Palmerín de Oliva, Florisel de Niquea, Esplandián el hijo de Amadís, Lisuarte de Grecia, Olivante de Laura y un largo elenco de guerreros insólitos entretuvieron al Cervantes lector, antes de comprobar en carne propia la veracidad de la Turquía atacante que los críticos de los relatos a caballo calificaban de inventos mentirosos. La mano izquierda anquilosada por el tiro recibido en Lepanto hace constar el peligro del Islam; ufano la muestra sin temores ni vergüenzas al sentarse a escribir y renovar la prosa de ficción. Esa pluma inquieta provoca para siempre un revulsivo a la literatura de todos los tiempos, donde el actor mahometano se transforma en instrumento ambivalente de su método textual: es enemigo acérrimo y al mismo tiempo narrador polivalente de su obra máxima. El moro Cide Hamete Benengeli cuenta El Quijote una vez traducido el manuscrito arábigo en cartapacios rematados por un zagal, mientras los piratas berberiscos martirizan catalanes y andaluces en litorales peninsulares, tanto en el relato ficticio como en la realidad real del mar sanguinolento. Las novelas fantasiosas coronadas de yelmos dorados van cayendo por el precipicio del anacronismo bajomedieval, pero alimentan con sus aventuras estrambóticas el afán relator del soldado herido por el turco, como sucedía en esas maravillosas lecturas sin quicios ni medidas.
Efectivo de los tercios españoles con años de servicio a cuestas, la profesión militar inserta una meta heroica de fama contagiosa en su pecho cicatrizado: entregar la vida por Dios y por el rey dentro de su gentilicio vivido y sufrido. La enseña insuperable brotará en sus manuscritos y en sus penas. En efecto, las lesiones recibidas no le impiden continuar en el oficio de soldado. Hasta 1575 el arcabuz en su armamento prosigue defendiendo la sangre derramada en el travesaño de la cruz. Arma de fuego de segunda generación, ha sustituido al trueno de mano inventado a finales del siglo XIV, cañoncito rudimentario de uso individual y nombre atemorizante, así bautizado para detonar miedos en el enemigo conjuntamente con la deflagración y el disparo a bocajarro. El arcabuz, más efectivo y de mayor alcance, ronda los ejércitos desde 1530. Las cortas distancias fácilmente superables en la cuenca mediterránea lo han entregado en manos de invasores y corsarios islámicos. La mesa del pugilato a fuego ha sido servida, entregando a la obsolescencia la lanza y la espada por las que don Quijote, el hijastro de Cervantes, abogará como jurisconsulto del honor en favor de los sables derrotados por la pólvora, mientras camina en el escenario de la ridiculez inocultable y sólo dispara metralla moralista a quien se resigna a escucharlo. No malgasta el tiempo nuestro caballero, mucho menos su creador enfebrecido de gestas militares. Como ha mostrado Geoffrey Parker en su obra rigurosa y erudita sobre imperialismo, culto y guerra en el Viejo Continente, las animadversiones enquistadas en la Europa cismática instauran un método sistemático de invasión, batalla y saqueo donde la fe convertida en mecha incendiaria alimenta las ambiciones guerreristas y las provee de leyes justificantes. Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba y comandante general del rey Felipe II, dispone de cartografía muy precisa y bien levantada. Sus avances geodésicos le permiten recorrer los 1.000 kilómetros entre Milán y Bruselas en sólo cuarenta y dos días, a un promedio de 23 kilómetros diarios, por el famoso camino de los españoles. Los orgullosos tercios han llegado al colmo de la profesionalización y el mito: el enemigo, al ver su valentía invicta, decía que Dios era español. El período entre 1500 y 1600, casi permanentemente inmerso en conflictos bélicos, Parker lo califica como “El siglo del soldado”; en promedio registra una guerra cada tres años. La mentalidad de los combatientes se uniforma como las unidades de infantería, todo ello por realzar el uso selectivo de la brutalidad con un mínimo orden en el desempeño de los ejércitos: “Con paga y comida regulares, los soldados no necesitan lanzarse al pillaje para sobrevivir”, anota Parker. Los efectivos se regalan el lujo moderno de filosofar antes y después de la ofensiva: dar la vida apretando el gatillo del arcabuz recompensa al militar de morrión encasquetado; muere por su Dios y asciende en los códigos del honor. Allí encaja el Cervantes a quien la muerte eludió entre disparos y capturas, junto a don Quijote obsesionado por vestirse de armadura. No habrá más honrosa vida sobre los suelos peninsulares pateados una y otra vez por el soldado convertido a posteriori en funcionario proveedor de galeras reales, habiendo sobrevivido milagrosamente a las bombardas de Lepanto y a los empalamientos de los argelinos. Por eso las armas ascienden sobre las letras en el discurso quijotesco pronunciado a los asombrados públicos de La Mancha y de Aragón. El Cervantes soldado ocupa el 60 ó 70 % de su humanidad apaleada; el escritor rellena el porcentaje restante mientras el rifle cabalga sobre la pluma, pero ésta revela la más genuina verdad del alma cervantina: ser soldado aspirante a capitán.
Cervantes fotógrafo
En medio de los armamentos intercambiables, dos culturas permanecen enfrentadas, a pesar de la convivencia forzada en la Península desde que el Tariq rodeado de bereberes pasó por encima del rey visigodo Rodrigo en 711. Fluyendo el tiempo entre almanaques de invención árabe, los moriscos olvidan su procedencia desértica renovando los vergeles hispalenses sin desprenderse de su fe arenosamente musulmana. Mientras tanto, el mar Mediterráneo prolifera en piraterías, asaltos, secuestros, violaciones y rescates argelinos. Cervantes viste trajes de viajante, soldado y víctima, y alcanza a retratar la híbrida sociedad donde el afecto y la ojeriza practican el pulso a perpetuidad. Sin embargo y sin tropiezos, su pluma propone salidas al secular conflicto humano, términos medios donde los extremos no se tocan; simple y alternativamente se respetan y se ofenden. Una novela intercalada en El Quijote enamora a la Zoraida argelina huyendo de Alá. Es devota de la Virgen María bautizada Lela Marién en el septentrión norafricano. El culto adoptado por convicción la arrima al cautivo cristiano abrazado a la cruz de los galileos. Sin abandonar la timidez, la media luna roja intenta fundirse con las dos tablas clavadas en forma de cruceta, pero el resultado no es completo ni sincero. El madero ensangrentado, tan real como simbólico, sugiere amar al enemigo, bandera incomprensible para los feligreses de la mitad lunar a todo lo largo de la historia. Sólo los santos cristianos la ondearán entre misiones y martirios, recibiendo en sus pechos los tiros del arcabuz hecho costumbre. Al cabo, los siglos XX y XXI, herederos de la huella guerrerista, cambiarán la pólvora de los enemigos seculares por el uranio enriquecido pretendido por la Persia del Corán, mientras la gasolina voladora en los jets de pasajeros derriba torres comerciales en el corazón del capitalismo. En simultaneidad lenta pero segura el Islam toma el Viejo Continente atravesando las aduanas disponibles, inmigrando en pateras que se hunden y procreando miles y miles de pequeños Mohameds dispuestos a una reconquista al revés. Lepanto sigue vivo, aunque con victoria de signo contrario.
La victoria marítima ha grabado en el escritor una identidad imborrable, un carnet impreso en tiros de arcabuz. El ser español se consolida en la esencia barroca con cierto aroma de renacimiento y algún resabio medieval. Allí todo cabe y abriga el instrumento de su reafirmación: dudas y certezas ensamblan los amores y desamores de la narrativa pastoril, ajustan el espinazo de los quijotescos caminos manchegos, de las Novelas Ejemplares, de las comedias múltiples y de los entremeses apretados. Selectivamente Cervantes reparte la presencia agresiva del elemento turco cuando en La Galatea los dos primeros protagonistas, Timbrio y Silerio, optan por abordar galeras —la embarcación conocida palmo a palmo por el escritor— que “prestas y aparejadas estaban” para trasladarse a Italia. Enseguida viene uno de los episodios más crudos de la prosa cervantina: el asalto turco a los alrededores de Perpiñán, ejecutado por “aquellos descreídos perros, los cuales, después de abrasadas las casas, robados los templos, desflorado las vírgenes, muertos los defensores”, cargaron sus bajeles con el suntuoso botín. Miguel administra el vocablo perros para calificar sin miramientos a los musulmanes; luego lo hará frecuentemente de un bando al otro, repitiendo asimismo las loas a “la amada patria”. Una inicial balanza equipara a los acérrimos oponentes en el filo de la misma navaja narrativa. Con todo y la frustración temática de su primera novela campestre inacabada, el asomo de las galeras adelanta el cruel episodio de los galeotes liberados por don Quijote, máximos representantes de la criminalidad convicta y del desagradecimiento público. Eran parte medular del caletre náutico guardado en la cabeza de Cervantes, pintura de los criminales encadenados a la función remera de las galeras mediterráneas trabadas en escaramuzas marinas con el futuro escritor a bordo. Adelantado así el típico giro tragicómico del Quijote, en el capítulo LXII de la segunda parte Sancho, desconocedor del despiadado sometimiento de los galeotes bajo cubierta, se alegra cuando don Antonio ordena al cuatralbo llevarlos a ver las galeras en la playa, “de que Sancho se regocijó mucho, a causa que en su vida las había visto”. La realidad le quita el contento en el volteo propinado por la chusma de la galera y la muerte de dos soldados acribillados por toraquis turcos borrachos, parte de la dotación de un bergantín argelino en plena huida. La Santa Liga había ganado la plomazón lepantina, pero la prosa del manco reformula la contienda: reparte bajas en las huestes de la Biblia, sin dejar de lado la verdad experimentada personalmente, instituida en dialogante ortodoxia quijotesca con el Vivaldo descreído: “Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto…”. Trae el apellidado Saavedra su soldadesca dote autobiográfica y asigna a su caballero el mismo valor con que rechazó permanecer refugiado bajo el puente de La Marquesa frente a las costas de Lepanto. Todo por la causa donde la fe se viste de oración sacerdotal y su emprendimiento empuña el arcabuz cervantino y la espada de don Quijote. Autor y actor se contradicen en el proceder militar, no en la búsqueda del ideal cristiano. Las tramas cervantinas abrirán las puertas al culto a veces teñido de sesgos heréticos —la bruja Cañizares, diabólica pero rezandera en El coloquio de los perros—; otras veces supersticioso y oportunista —la prostituta Maritornes regalada a los arrieros, practicante de una picaresca religiosidad campesina en El Quijote—; o el dudoso juramento como católico cristiano pronunciado por el musulmán Cide Hamete narrador. Asoman y se multiplican las opciones argumentales de la sangre mora y las lágrimas cristianas, siempre aderezadas con las alternativas intermedias en sudoroso combate cuerpo a cuerpo contra el destino violento de las no tan disimuladas imitaciones sanchezcas del autor en el capítulo XLIII de la segunda parte: “fingiré que tengo tullida la mano derecha”. El episodio no es banal. Al contrario, Sancho se dispone a gobernar su ínsula de cartón. De don Quijote le llueven consejos, uno de ellos aprender a escribir. Las identidades saltan de la reafirmación a la duda sin abandonar caracteres medulares, incluyendo la vocación miguelina de miliciano retirado dispuesto a combatir entre párrafos sin límites exactos.
El soldado pasa, la obra queda
El pugilato constante de Biblia y Corán, sin embargo, se mantiene alrededor del mar semicerrado. Dos piezas teatrales cervantinas focalizadas en el contexto argelino —El trato de Argel y Los baños de Argel— acumulan horrendos episodios en más de 5.600 versos. No faltan arcabuceros cristianos encontrando cadáveres tirados en el suelo a punta de arcabuzazos ajenos. Tampoco escasean cautivos, renegados, empalados, desorejados, azotados, apuñalados, lenguas cortadas y demás animaladas distribuidas entre rejas, mientras los protagonistas se gritan “¡Perra! ¡Perro! ¡Perra! ¡Perro!” al contrastar procederes vitales. En El trato de Argel, no más comenzado el primer acto, el ama mora de Aurelio, de él enamorada, exclama: “¡Déjame a mí con Mahoma, / que agora no es mi señor, / porque soy sierva de Amor, / que el alma sujeta y doma”. Los moros se alejan del profeta mahometano en guiones como tajadas, pero también en los tribunales inquisitoriales de la España tridentina. Decenas de episodios de similar desenlace culminan temáticamente en el prolongado discurso del esclavo Sebastián: “…porque estos ciegos sin luz, / que en él [un sacerdote valenciano] tal señal han visto, / pensando matar a Cristo, / matan al que trae su cruz”. En Los trabajos de Persiles y Sigismunda reaparecen las galeras transoceánicas, los arcabuces en mar y tierra y los jadraques medio musulmanes y cristianos, uno de los cuales dispara el siguiente aserto premonitorio: “…todos [los musulmanes] se casan, todos o los más engendran, de donde se sigue y se infiere que su multiplicación y aumento ha de ser innumerable”. ¡Que se lo digan a la desconcertada Europa de brazos cruzados!
La comedia La gran sultana, por su parte, despliega en 2.961 versos un nuevo reparto interreligioso y multinacional con renegados de ambos lados, cautivos, alárabes, eunucos, espías, judíos y músicos donde, como alega el turco renegado Salec, “…aquí todo es confusión, / y todos nos entendemos / con una lengua mezclada / que ignoramos y sabemos”. No hay mejor explicación para entender el cruce de sangres, cultos e intenciones sin clara definición existencial. Un dilema muy hamletiano —Shakespeare, contemporáneo cervantino, también escribe protagónicos resbalones del alma— introduce el perspectivismo atribuido al Cervantes barroco, es decir polivalente, es decir múltiple, es decir universal. Es el barroco puro, donde no falta el ingrediente naval de las galeras para viajar a Italia desde Cartagena de Levante. En la novela ejemplar El amante liberal la presencia de lo turquesco aflora desde las primeras líneas. El cautivo Ricardo relata su historia en compañía del turco Mahamut, pero ahora la relación entre ambos es de amistad, no de arcabuces prestados ni de alfanjes curvos, en ambiente adornado de mezquitas para rezo de la zalá. A tono con el Cervantes narrador del Quijote que cede la pluma relatora al árabe Cide Hamete Benengeli, la opción intermedia entre adversidades religiosas y ambiciones territoriales queda definitivamente ensamblada, pero sólo es una excusa para dar chance al moro semi renegado a tocar el suelo con la frente para rememorar los siglos de presencia árabe entre pueblos blancos y Guadalquivires. El mensaje del Cervantes soldado, parcialmente cicatrizado en sus llagas biográficas, contiene suficiente trascendencia desde el plano literario hacia el balance social y religioso hoy en día extraído de la confrontación histórica repotenciada. Jesús y Mahoma, Yavé y Alá, comparten el mismo escenario escrito, cuyos trasiegos y desenlaces sólo representan vidas ficticias como espejos fragmentarios de los pueblos donde nacieron, no declaraciones de guerra en campos de batalla convencionales. Pero siempre se alegará la libertad de cada bando para defender su verdad primera y última. En todo caso la verdad, si así lo es, no puede proponer la colisión entre los pueblos. Es el penúltimo provecho que podría extraerse de cuanto relato luminoso y duro escribió el soldado acribillado, antes de ser enterrado bajo el convento de las Trinitarias Descalzas en la calle Cantarrana del Madrid pre velazqueño, “donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva… y con esto cumplirás con tu cristiana profesión”, como narró el moro Cide Hamete del Quijano fallecido en exacta alteridad cervantina. Sobrevenida una era quizás escatológica, el último recado quijotesco podrían dictarlo, muy tomados de la mano, el tiempo desvanecido y la historia futura por ahora sólo imaginada.-
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