Anhelos de Adviento y Realización
El mismo Pablo, que discernió puntos de contacto con la cultura de su tiempo, fue incansable en su insistencia en la transfiguradora novedad del advenimiento de Dios, en Jesucristo
P. Robert P. Imbelli, sacerdote de la Arquidiócesis de Nueva York:
«Se acerca uno más poderoso que yo». (Lucas 3:16) Estas palabras de Juan el Bautista dan sonido al tono expectante para la liturgia de este tercer domingo de Adviento. La escena, por supuesto, es la predicación de Juan cerca del Jordán, y es seguida inmediatamente, en el evangelio de Lucas, por el bautismo de Jesús, con la certificación del Padre: “Tú eres mi Hijo amado; ¡en ti tengo complacencia!» (Lucas 3:22)
Pero luego, inesperadamente, Lucas inserta su relato de la genealogía de Jesús. Es como si Lucas estuviera dando un paso atrás para pintar el lienzo más grande, destacando la importancia histórica mundial de lo que acababa de suceder.
Mateo, por supuesto, también proporciona una genealogía del Salvador, pero lo hace al comienzo de su Evangelio. Además, de acuerdo con su propio propósito evangélico, Mateo comienza con Abraham, el padre del pueblo judío. Sin embargo, la interpretación de Lucas de la genealogía de Jesús la remonta más allá de Abraham, hasta Adán, quien es identificado como «hijo de Dios». (Lucas 3: 38.) Lucas subraya, de ese modo, el significado universal de Jesús el Mesías.
Esta universalidad de Lucas también aparece memorablemente en el capítulo diecisiete de sus Hechos de los Apóstoles. Pablo está en Atenas, predicando en el Areópago a una multitud que incluye a filósofos estoicos y epicúreos. Sorprendentemente, Pablo comienza apelando a su propio sentido religioso, a su búsqueda del «Dios desconocido», el Creador «por quien vivimos, nos movemos y somos». De hecho, cita a uno de sus poetas afirmando: «somos linaje de Dios [genos]». (Hechos 17:28.) Toda la humanidad, tanto judía como griega, comparte una genealogía común.
Esta convicción de ninguna manera disminuye el imperativo de proclamar el Evangelio de Jesucristo, hijo único de Dios; pero proporciona un precioso punto de contacto con los anhelos incipientes, las insinuaciones profundamente sentidas, de la presencia de Dios, en la historia y la cultura humanas.
Por esa razón, la tradición católica, siguiendo el ejemplo de Pablo, ha mostrado respeto por la reflexión filosófica, por la unión de la fe y la razón —la Fides et Ratio de la gran encíclica de San Juan Pablo II. Algunos, no obstante, como el truculento Tertuliano, se mostraron escépticos, —»¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?» refunfuñó— la corriente principal de la Gran Tradición busca, con Justino Mártir, discernir las “semillas de la verdad” (semina Verbi) dondequiera que se encuentren.
El Vaticano II se alinea claramente con esta tradición universalista en su Constitución Dogmática sobre la Iglesia (Lumen gentium) cuando afirma que toda manifestación de «bien o verdad» puede servir como «una preparación para el Evangelio». (LG, 16) Y su Constitución Pastoral sobre La Iglesia en el Mundo Moderno (Gaudium et spes) anuncia gozosa que en Jesucristo, el Verbo encarnado, el misterio del hombre está plenamente revelado. “Porque Adán, el primer hombre, era una figura del que había de venir, es decir, Cristo el Señor. Cristo, el nuevo Adán, por la revelación del misterio del amor del Padre, revela plenamente, a sí mismo, al hombre; y hace clara su verdadera vocación». (GS, 22)
La celebración cristiana de la temporada de Adviento no es disminuida, sino maravillosamente engrandecida, cuando él o ella disciernen los fervientes anhelos de Adviento que aún abundan en la cultura humana, a pesar de la oscuridad siempre amenazadora. Se necesita perspicacia paulina para percibir, entre los ídolos del mercado, el único altar dedicado a la desconocida pero profundamente deseada Deidad que es Fuente y Destino, por quien vivimos, nos movemos y somos.
Cuando el Poderoso venga en verdad, con seguridad purificará y transformará todos nuestros anhelos, nuestras «pistas y conjeturas», como T.S. Eliot los llama. Pero también los bendecirá y los llevará a una realización más allá de lo imaginable.
Hace unos sesenta años leí por primera vez el Gitanjali, el maravilloso libro de «Canciones Ofrenda», del poeta bengalí Rabindranath Tagore, quien recibió el Premio Nobel de Literatura en 1913 (el primer no europeo en recibir este honor). Un poema resuena en mí, con fuerza, en cada época de Adviento.
¿No has escuchado sus pasos silenciosos?
El viene, viene, siempre viene.
A cada momento y en cada época
Todos los días y todas las noches, él viene, viene, siempre viene.
Muchas canciones he cantado, de muchas maneras, en muchos estados de ánimo,
Pero todas sus notas siempre han proclamado,
Él viene, viene, siempre viene.
En dolor tras dolor, son sus pasos los que se arriman a mi corazón,
Y es el contacto dorado de sus pies lo que hace que mi alegría brille.
Uno siente, aquí, anhelos de Adviento, y más. Y, aunque la venida de Jesucristo llama a la conversión, lo que encontramos, en toda su escandalosa particularidad, es una conversión al sentido más profundo de todo. El Evangelio recapitula todas las anticipaciones y las reúne en una epifanía asombrosa, una realización más allá de todo cálculo humano: El advenimiento de Cristo, como este niño, como este criminal crucificado; su advenimiento en este pan y este vino, transformando el fruto de la tierra y del trabajo del hombre en su propio cuerpo y sangre; el Advenimiento de El Poderoso, hecho vulnerable, encarnado, humano, demasiado humano.
El mismo Pablo, que discernió puntos de contacto con la cultura de su tiempo, fue incansable en su insistencia en la transfiguradora novedad del advenimiento de Dios, en Jesucristo. «¡Ay de mí si no predico el Evangelio!» (1 Corintios 9:16.) ¿Estamos verdaderamente cautivados por esta decisiva realidad del Adviento? ¿Determinados a compartir las maravillosas Buenas Nuevas del advenimiento de Dios? Me temo que nuestro peligro actual no es el proselitismo (contra el cual se nos advierte incesantemente). El escándalo es, más bien, nuestro anuncio demasiado tímido, nuestra evangelización vacilante.
El Advenimiento del Señor es gracia pura, la presencia real de Aquel que siempre vendrá. Por consiguiente, como lo insta la liturgia de este domingo, Gaudete in Domino Semper — ¡regocíjense siempre en el Señor!
Acerca del Autor
Robert P. Imbelli, sacerdote de la Arquidiócesis de Nueva York, es autor de Rekindling the Christic Imagination: Theological Meditations on the New Evangelization [Reavivando la imaginación crística: meditaciones teológicas sobre la nueva evangelización.] Un volumen de ensayos en su honor, The Center Is Jesus Christ Himself [El centro es Jesucristo mismo], editado por Andrew Meszaros, aparecerá el próximo mes en The Catholic University of America Press.