El líder ruso, que califica la desaparición de la Unión Soviética como “una tragedia”, está empeñado en recuperar el papel de la antigua superpotencia.
Con escasa ceremonia y casi a trompicones, un pequeño grupo de oficiales del servicio técnico del Kremlin arriaron la bandera soviética por última vez del edificio, símbolo del corazón administrativo de Moscú. Aquel lluvioso 25 de diciembre de hace 30 años, la enseña roja con la hoz y el martillo fue sustituida por la tricolor rusa. Cuarenta minutos antes, Mijaíl Gorbachov, gran reformador de la Rusia comunista, había anunciado su renuncia ante la ciudadanía de la Unión Soviética, un país que, después del intento de golpe de Estado de agosto, la pérdida de los bálticos y las sucesivas declaraciones de independencia de sus repúblicas, en la práctica ya había muerto.
Fiesta en Occidente, que celebraba la Navidad, pero no en Rusia, el día estuvo revestido de guiños para la historia. Como cuando llegó el momento de firmar el decreto de su propio cese como presidente de la URSS y la pluma de Gorbachov se secó. Entonces, uno de los presidentes de la cadena CNN, Tom Johnson, que estaba en aquel acto en Moscú con un equipo de televisión, tendió al presidente soviético su bolígrafo Montblanc, regalo de su esposa por su 25 aniversario de boda. “¿Es estadounidense?”, preguntó el ruso dudando un segundo. “No, señor. O francés o alemán”, contestó el periodista. Y entonces, Gorbachov firmó. Con su discurso —el primero en transmitirse en directo no solo en un canal estatal, sino también a escala internacional a través de CNN— y con esa rúbrica llegó a su fin un imperio, un país que había desempeñado un papel clave en la historia del siglo XX.
Han pasado tres décadas del desplome de la URSS. Pero el hundimiento, que según el politólogo Andréi Kortunov se ha estado produciendo por etapas y en diferido hasta hoy, resuena aún en la cabeza de una parte importante de la élite rusa. Con el orgullo nacional herido —no tanto por el fin del comunismo sino por la pérdida de la grandeza de la unión— este colectivo se siente aún humillado por Occidente por lo ocurrido en los años 1990. “En 1991, nos dividimos en 12. Pero da la impresión de que eso no es suficiente [para Occidente]”, incidió el presidente ruso, Vladímir Putin, este jueves en su tradicional rueda de prensa anual. “Rusia es demasiado grande en su opinión porque los propios países europeos se han convertido en Estados pequeños, no en grandes imperios. Incluso tras el desplome de la URSS, donde solo nos quedan 146 millones de habitantes, esto parece demasiado; solo esto puede explicar una presión tan constante”, afirmó el veterano jefe del Kremlin.
Ocho años después de aquella lluviosa noche del 25 de diciembre de 1991, Putin alcanzó el poder en Rusia. El antiguo agente del KGB, que vivió de manera traumática destinado en Alemania el derrumbe del muro de Berlín en 1989, llegó con la promesa de estabilidad y de convertir al Estado, de nuevo, en garante, recuerda Yelena Voronkova, maestra jubilada de 78 años. “La gente estaba cansada, casi traumatizada por el desplome de todo lo que habían conocido y que, de repente, ya no servía para vivir el día a día. Incluso muchos de los que vivimos aquella época de cambios con emoción”, cuenta Voronkova.
En Rusia, el derrumbe soviético dejó atrás la falta de libertades y marcó unos años de florecimiento de la oposición política, de libertad de movimientos, de vanguardia y también de esperanza por los cambios sociales que ya habían iniciado tímidamente con las reformas de Gorbachov. Pero también fue un tiempo de turbulencias políticas y económicas, de capitalismo salvaje en el que unos pocos se hicieron fabulosamente ricos mientras la mayoría tuvo que subsistir con lo puesto y navegar por un sistema económico que desconocía.
Los salvajes años noventa
Aquellos años aquilataron además una desigualdad feroz que no solo se mantiene, sino que se ha convertido en una de las piedras angulares que sostienen el Kremlin y al putinismo con su pléyade de fieles oligarcas. Los salvajes años noventa, con las estanterías de las tiendas casi vacías que tanto recuerda la maestra Voronkova, el aumento de la criminalidad, las privatizaciones (muchas de ellas, vistas hoy, sumamente escandalosas), la pérdida de los ahorros de toda una vida, el caos, han marcado Rusia. El eco del miedo a la inseguridad y a los cambios perdura en el imaginario colectivo.
Con esa idea de estabilidad y de que los cambios pueden derivar en algo mucho peor, pero también con una política cada vez más represiva que ha ahogado a la oposición y a la disidencia —también acomodando las leyes y la Constitución a sus intereses— se ha mantenido Putin en el poder. Mientras, alimenta el sueño de devolver a Rusia una pátina de grandeza imperial o del papel de superpotencia que tuvo en la URSS, y cultiva su misión de restablecer el control sobre los territorios que formaron aquella unión y sobre los ciudadanos que, sobre todo los eslavos, a los que considera un solo pueblo.
Putin, señala el politólogo Arkadi Dubnov, espera ser conocido como el “restaurador del imperio hundido”. “Además, se ve a sí mismo como protector y garante de la prosperidad y estabilidad de todo el espacio postsoviético”, añade. El líder ruso, que hasta su llegada al poder se había mantenido entre bambalinas de los órganos de seguridad del Estado que tanto poder tienen en la Rusia de hoy, recuperó a su llegada la música del himno soviético y el águila zarista y reinstauró el control estatal de las principales empresas del país, dirigidas hoy por sus hombres de confianza, un grupo de oligarcas fieles o de amigos de su época de San Petersburgo.
Para el presidente ruso, de 69 años, el colapso de la URSS es “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, como dijo en 2005 y ha repetido, sobre todo últimamente, cuando ha desarrollado una afición por la historia, en especial por el periodo de la Segunda Guerra Mundial (en Rusia, la Gran Guerra Patria). Este mes —con la tensión con Occidente en máximos por la concentración de tropas rusas en las fronteras con Ucrania, los avisos de inteligencia de Estados Unidos de que Moscú puede volver a atacar el país vecino a principios de 2022 y la retórica contra la OTAN cada vez más encendida—, Putin ha insistido en esa idea. “[La disolución de la URSS para mí] al igual que para la mayoría de los ciudadanos fue una tragedia”.
De esa trama también surge su revisión del desenlace de la Guerra Fría. Y la insinuación de que Rusia podría tener otra oportunidad de alterar la arquitectura geográfica y de seguridad que alumbró. El choque emocional del colapso de la URSS marca gran parte de la política interna y exterior del jefe del Kremlin. Y su empeño en restaurar a Rusia como superpotencia, un empeño que sin embargo choca con una economía debilitada. Esa fijación marca muchos de sus movimientos en el tablero geopolítico global. De ahí, comenta un alto funcionario europeo con acceso a los corrillos del Kremlin, que el presidente se sintiese profundamente molesto con las palabras del expresidente estadounidense Barack Obama en 2014 —cuando Rusia se había anexionado la península ucrania de Crimea con un referéndum considerado ilegal por la comunidad internacional— que definió a Rusia como una “potencia regional”.
Tentáculos en las antiguas repúblicas soviéticas
Con los mimbres del derrumbe traumático de la URSS, el Kremlin ha extendido o mantenido sus tentáculos en las antiguas repúblicas soviéticas. Sus herramientas para incentivar o presionar a los países de su patio trasero para que se mantengan bajo su órbita han sido variadas: el apoyo al independentismo —siempre en otros países, eso sí— o los nacionalismos en territorios que eran autonomías en la época soviética, que de alguna forma se convirtieron con su derrumbe en agujeros negros de la Guerra Fría; los vínculos comerciales; los nexos contra la influencia de Occidente; también, su posición como gran suministrador de materias primas.
Esas palancas le han funcionado también como elemento desestabilizador en los países que se han alejado del paraguas de Moscú y han virado hacia Occidente. En 2008, después de que Georgia manifestase su intención de unirse a la OTAN y el Gobierno de Mijaíl Saakashvili emprendiese una operación en la separatista Osetia del Sur, el ejército ruso respondió militarmente apoyando a ese territorio y a la secesionista Abjasia. La llamada guerra de los ocho días de agosto de 2008 se saldó con centenares de muertos y el reconocimiento de Abjasia y Osetia del Sur por parte de Rusia, que instaló contingentes “pacificadores” en ambos territorios, como también tiene en el Transdniéster (en Moldavia), y, más recientemente, en Nagorno Karabak, después de la guerra entre los armenios y Azerbaiyán del año pasado por el control del montañoso enclave, reconocido por la comunidad internacional como parte de Azerbaiyán.
En Ucrania, donde el Kremlin, después de las protestas europeístas que derribaron al presidente aliado de Rusia en 2013, ha apoyado política y militarmente a los separatistas de las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk, que luchan contra el ejército ucranio en la última guerra de Europa. Se trata de un conflicto volátil y cocinado a fuego lento que va a cumplir ocho años y que ahora muchos observadores temen que vuelva a convertirse en la puerta de entrada de otra intervención militar de Rusia, que ha repartido en ambos territorios del Donbás alrededor de un millón de pasaportes rusos.
El “gancho del gas”
El “gancho del gas”, como lo llama el analista Mijaíl Krutijin, está muy a mano de los propósitos del Kremlin de mostrar su influencia como superpotencia. Rusia lo ha empleado recientemente contra Moldavia, que ha consolidado en los últimos años su giro hacia Occidente y a la que hace unos meses, después de multiplicar el precio, amenazó con cerrarle el grifo mientras firmaba acuerdos de gas barato con una cada vez más cercana Serbia. Ahora, en plena crisis energética mundial por la escasez de suministro, con Moscú surtiendo con cuentagotas en pleno invierno, también es una ficha importante. Rusia trata de impulsar el polémico gasoducto Nord Stream 2, que llevará su gas directamente a Alemania pasando bajo el Mar Báltico y evitando Ucrania y Polonia.
Con su apetito expansivo, el presidente ruso quiere “restaurar” la Unión Soviética, enunció hace unas semanas la subsecretaria de Estado de Estados Unidos Victoria Nuland. Una opinión, sin embargo, que para analistas de Moscú, como Nina Jruschova, es demasiado simplista. “Putin no quiere restaurar la URSS, no es tonto y sabe que eso es imposible, él quiere un gran país, sea la Unión Soviética o no; un país que esté en el centro del mundo eslavo”, señala la experta en relaciones internacionales. Eso, una Rusia fuerte, dice el historiador Vladímir Rudakov, es parte del legado que quiere dejar el presidente que, ahora, tras reformar la Constitución para poder perpetuarse en el poder hasta 2036, tiene algo más de tiempo de cimentar. “Putin no piensa en quimeras como la reconstrucción de la URSS, sino en los intereses de Rusia. Para él eso significa algún tipo de integración, no con todo el mundo y con distintos grados”, añade Rudakov.
Es, en gran medida, ese lamento por haber perdido el sentido de pertenencia a una gran potencia como la URSS lo que espolea, y de manera creciente, los ánimos nostálgicos por la Unión Soviética en Rusia, apunta Roman Kolevatov, del Centro Levada, el único independiente de sondeos del país euroasiático. Un 63% de la población lamenta la disolución de la URSS, según sus encuestas. Otro estudio de FOM señala que entre los mayores de 60 años ese porcentaje alcanza el 76%.
Si algunos creen que Putin aspira a una especie de URSS 2.0, otros, como el politólogo Arkadi Dubnov, creen que se percibe más a sí mismo como “el zar de Rusia”. Un país donde la división de poderes se ha desdibujado y el federalismo se ha limitado sistemáticamente, incide también la analista Tatiana Stanovaya, para aquilatar una vertical de poder cada vez más aguda. “Putin se ve como el heredero de la gran historia rusa, los grandes imperios ruso y soviético. Pero ha perdido el estatus de emperador, y por eso el dominio ruso y la vertical del poder que ha instaurado son tan importantes para él”, opina Dubnov.
La Rusia de hoy, el país más extenso del mundo, es mucho más que putinismo y que el tono que orquesta el jefe del Kremlin. Pero lo cierto es que él ha logrado sofocar las protestas contra su régimen y también contra el centralismo de Moscú, como las de Jabárovsk, en el Lejano Oriente Ruso, del año pasado. “Rusia no puede ser derrotada, solo puede ser destruida desde dentro”, clamó Putin este jueves ante más de 500 periodistas nacionales y extranjeros y los ojos de medio mundo pendientes de sus palabras en su tradicional conferencia de prensa de fin de año, en un momento en el que las relaciones entre Rusia y Occidente pasa por su peor momento desde la Guerra Fría.
Con esa premisa, el líder ha aplicado una política de mano dura cada vez más firme contra la prensa independiente —los únicos que hablan y destapan los escándalos de la élite rusa mientras el Kremlin controla a la mayoría de medios— y las organizaciones civiles. Y ha logrado expulsar, ahogar o silenciar a la oposición. Uno de sus críticos más feroces, Alexéi Navalni, que se hizo un nombre destapando casos de corrupción, fue víctima de un envenenamiento casi mortal el año pasado tras el que Occidente ve la mano del Kremlin y está hoy preso en una cárcel rusa.
En respuesta al desafío social y los valores “liberales de Occidente”, Putin ha diseñado para esa gran Rusia un régimen cada vez más conservador. Ha buscado usar como instrumento de consolidación una ideología que descansa en el culto al Estado y su seguridad, en valores como “la familia tradicional, los vínculos espirituales y el patriotismo”, y en narrativas frente al “Occidente decadente”, escribe la politóloga Tatiana Stanovaya. Desde 2016, el Kremlin también promueve esa nueva narrativa fuera de Rusia, donde ha conectado bien con los partidos de la extrema derecha europea. El putinismo como ideología, que también ha ganado tracción entre parte de las élites gobernantes que lo alimentan, ha cobrado vida propia como una narrativa épica construida para permanecer y sobrevivir incluso cuando Putin se marche.
Rusia, árbitro y mediador
Con la premisa de reafirmar su influencia global, el Kremlin ha orquestado una serie de movimientos en un teatro de operaciones más periférico. Moscú ha consolidado su presencia militar en Siria, donde fue el factor decisivo para que su aliado Bachar el Asad ganase la guerra. Además, ha tratado de erigirse en mediador en Oriente Próximo, donde ocupa cada vez más un espacio dejado por Estados Unidos. Rusia también ha intervenido a través de grupos de mercenarios de la oscura compañía Wagner en Libia, en República Centroafricana, en Malí o en Venezuela. Y está tratando de poner una pica cada vez más honda en África y en América Latina, donde ha explotado la diplomacia de las vacunas, con la inmunización contra la covid-19 Sputnik V, y el apoyo a la Venezuela de Nicolás Maduro y la Nicaragua de Daniel Ortega.
Rusia mira cada vez más a China como socio potencial contra Occidente. Tras las sanciones occidentales por anexionarse la península Ucrania de Crimea en 2014 con un referéndum considerado ilegal por la comunidad internacional y por las injerencias en otros países, Moscú ha trazado un eje con Pekín que también rechaza el orden global posterior a la Guerra Fría.
Moscú – 24 DIC 2021 – 21:28-El País, España
SOBRE LA FIRMA
Corresponsal en Moscú, desde donde cubre Rusia, Ucrania, Bielorrusia y el resto del espacio post-soviético. Antes, fue enviada especial para grandes coberturas y se ocupó de los países de Europa Central y Oriental. Ha desarrollado casi toda su carrera en EL PAÍS y además de temas internacionales está especializada en asuntos de igualdad y sanidad.