Trabajos especiales

The New Yorker/ EEUU: ¿Se avecina una guerra civil?

El 6 de enero de 2021 dejamos de ser una democracia plena. Es decir, por primera vez en doscientos años, estamos suspendidos entre la democracia y la autocracia

David Remnick:

El edificio del excepcionalismo estadounidense siempre ha estado sobre una tambaleante base de autoengaño y, sin embargo, la mayoría de los estadounidenses ha aceptado sin problemas el lugar común de que Estados Unidos es la democracia continua más antigua del mundo. Esa serena afirmación ha colapsado.

El 6 de enero de 2021, cuando -bajo la inspiración del presidente- los supremacistas blancos, los milicianos y los fieles al mensaje MAGA  asaltaron el Capitolio para anular los resultados de las elecciones presidenciales de 2020, dejando a los legisladores y al Vicepresidente esencialmente como rehenes, dejamos de ser una democracia plena. En su lugar, ahora habitamos un estatus liminar que los estudiosos llaman «anocracia«. Es decir, por primera vez en doscientos años, estamos suspendidos entre la democracia y la autocracia. Y esa sensación de incertidumbre aumenta radicalmente la probabilidad de que se produzcan episodios de derramamiento de sangre en Estados Unidos, e incluso el riesgo de una guerra civil.

Este es el convincente argumento de «How Civil Wars Start» (Como se inician las guerras civiles), un nuevo libro de Barbara F. Walter, politóloga de la Universidad de California en San Diego. Walter formó parte de un comité asesor de la C.I.A. llamado Political Instability Task Force, que estudia las raíces de la violencia política en naciones desde Sri Lanka hasta la antigua Yugoslavia. Citando datos recopilados por el Centro para la Paz Sistémica, que el grupo de trabajo utiliza para analizar la dinámica política en países extranjeros, Walter explica que el «honor» de ser la democracia continua más antigua lo tiene ahora Suiza, seguida de Nueva Zelanda. En Estados Unidos, la inestabilidad creciente y las corrientes antiliberales presentan un triste panorama. Como escribe Walter, «ya no estamos a la altura de naciones como Canadá, Costa Rica y Japón».

En su libro, y en una conversación para La Hora de Radio del New Yorker de esta semana, Walter dejó claro que quería evitar «un ejercicio de alarmismo«; se muestra cautelosa, y no desea lucir sensacionalista. De hecho, se esfuerza por rechazar la especulación exagerada y transmite su advertencia sobre el potencial de la guerra civil en términos clínicos. Sin embargo, al igual que los que hablaron claramente de los peligros del calentamiento global hace décadas, Walter transmite un mensaje muy grave que si lo ignoramos será por nuestra cuenta y riesgo. Hay muchas cosas que permanecen fluctuantes. La autora tiene cuidado de decir que una guerra civil estadounidense del siglo XXI no se parecería al conflicto extenuante y simétrico que se desarrolló en los campos de batalla de los años sesenta del siglo XIX. En su lugar -si se produce lo peor-, prevé una era de actos de violencia dispersos pero persistentes: atentados, asesinatos políticos, actos desestabilizadores de guerra asimétrica llevados a cabo por grupos extremistas que se han unido a través de las redes sociales. Se trata de sectores relativamente pequeños y poco alineados de guerreros autocomplacientes que a veces se autodenominan «aceleracionistas«. Se han convencido a sí mismos de que la única manera de precipitar el derrocamiento de una república socialista no blanca e irredenta es a través de la violencia y otros medios extrapolíticos.

 

 

Walter afirma que, mientras el país no fortalezca sus instituciones democráticas, sucederán amenazas como la que menciona al comienzo de su libro: el intento, en 2020, de un grupo de milicianos de Michigan conocido como los Wolverine Watchmen («Vigilantes Wolverine») de secuestrar a la gobernadora Gretchen Whitmer. Los Watchmen despreciaban a Whitmer por haber instituido medidas anti-COVID en dicho estado -restricciones que no veían como intentos de proteger la salud pública sino como violaciones intolerables de su libertad-. Ciertamente la conducta de estos maníacos pudo ser animada por el desprecio que Trump declaró públicamente por Whitmer. El F.B.I., afortunadamente, frustró a los Wolverines, pero, inevitablemente, si hay suficientes complots de este tipo -con suficientes disparos- algunos darán en el blanco.

Estados Unidos siempre ha sufrido actos de violencia política -el terrorismo del Ku Klux Klan; la masacre de la comunidad negra en Tulsa en 1921; el asesinato de Martin Luther King, Jr. La democracia nunca ha sido una condición plenamente estable para todos los estadounidenses, y sin embargo la era Trump se distingue por el resentimiento que consume a muchos blancos rurales de derechas que temen ser «reemplazados» por los inmigrantes y la gente de color, así como por un liderazgo del Partido Republicano que se inclina ante su demagogo más autocrático y que ya no parece dispuesto a defender los valores y las instituciones democráticas. Al igual que otros estudiosos, Walter señala que han habido señales tempranas de la actual insurgencia, como el atentado contra el edificio federal Alfred P. Murrah en Oklahoma City, en 1995, que mató a ciento sesenta y ocho personas. Pero fue la elección de Barack Obama la que subrayó más vivamente el ascenso de una democracia multirracial y fue tomada como una amenaza por muchos estadounidenses blancos que temían perder su condición de mayoría. Walter escribe que había unos cuarenta y tres grupos de milicianos operando en Estados Unidos cuando Obama fue elegido, en 2008; tres años después había más de trescientos.

Walter ha estudiado las condiciones previas de los conflictos civiles en todo el mundo. Y dice que, si nos despojamos de nuestra autocomplacencia y de las mitologías del 4 de julio y revisamos una lista realista, «evaluando cada una de las condiciones que hacen probable la guerra civil«, tenemos que concluir que Estados Unidos «ha entrado en un territorio muy peligroso». No está sola en esa conclusión. El Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral de Estocolmo catalogó recientemente a Estados Unidos como una democracia «en retroceso«.

El retroceso nunca fue más deprimente que en las semanas posteriores al 6 de enero, cuando Mitch McConnell, después de criticar inicialmente el papel de Donald Trump en la insurrección, dijo que lo apoyaría si fuera el candidato del Partido en 2024. Habiendo mirado al abismo, se lanzó a la oscuridad.

No hace mucho tiempo, Walter podría haber sido considerada una alarmista. En 2018, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt publicaron su estudio de la era Trump, «Cómo mueren las democracias», uno de los muchos libros que buscaban despertar a los lectores estadounidenses a la realidad de que el estado de derecho estaba bajo asalto al igual que en gran parte del mundo. Pero, como me dijo Levitsky, «ni siquiera nosotros podíamos imaginar el 6 de enero». Levitsky señaló asimismo que hasta que leyó a Walter y a otros respetados estudiosos del tema, habría pensado que las advertencias de guerra civil eran exageradas.

A diferencia de Rusia o Turquía, Estados Unidos ha sido bendecido con una profunda experiencia de gobierno democrático, por muy defectuoso que sea. Los tribunales, el Partido Demócrata, los funcionarios electorales locales de ambos partidos, los militares y los medios de comunicación -por muy defectuosos que sean- demostraron en 2020 que era posible resistir las más oscuras ambiciones de un presidente autocrático. Las barandillas de la democracia y la estabilidad no son inexpugnables, pero son más fuertes que cualquier cosa a la que tengan que enfrentarse Vladimir Putin o Recep Tayyip Erdoǧan. De hecho, en su intento de ser reelegido, Trump obtuvo el mayor número de votos republicanos de la historia, y aun así perdió por siete millones de votos. Eso también se opone al fatalismo.

«No nos dirigimos hacia el fascismo o el putinismo», me dijo Levitsky, «pero sí creo que podríamos dirigirnos hacia crisis constitucionales recurrentes, periodos de gobierno autoritario y minoritario competitivo, y episodios de violencia bastante significativos que podrían incluir atentados, asesinatos y concentraciones en las que se mate a gente. En 2020, vimos cómo se mataba a gente en las calles por motivos políticos. Esto no es el apocalipsis, pero es un lugar horrendo».

La batalla para preservar la democracia estadounidense no es simétrica. Un partido, el G.O.P., se presenta ahora como anti-mayoritario y anti-democrático. Y se ha convertido en un partido menos centrado en los valores políticos tradicionales y más en la afiliación y los resentimientos tribales. Algunas figuras, como Liz Cheney y Mitt Romney, saben que ésta es una receta para un Partido autoritario, pero no hay señales de lo que se necesita para invertir las tendencias más preocupantes: un esfuerzo amplio entre los líderes republicanos para levantarse y unirse a los demócratas e independientes en una coalición basada en una reafirmación de los valores democráticos.

Mientras se celebra el aniversario de la insurrección, el drama mayor no es oscuro. Somos un país capaz de elegir a Barack Obama y, ocho años después, a Donald Trump. Somos capaces del 5 de enero, cuando el estado de Georgia eligió a dos senadores, un afroamericano y un judío, y del 6 de enero, cuando miles de personas asaltaron el Capitolio en nombre de una absurda teoría conspirativa.

«Hay dos movimientos muy diferentes a la vez en el mismo país«, dijo Levitsky. «Este país avanza por primera vez hacia una democracia multirracial. En el siglo XXI tenemos una mayoría democrática multirracial que apoya una sociedad diversa y que tiene leyes que aseguran la igualdad de derechos. Esa mayoría democrática multirracial está ahí, y puede ganar elecciones populares». Y luego está la minoría republicana, que con demasiada frecuencia mira hacia otro lado mientras peligrosos extremistas actúan en su nombre. Esperemos que las advertencias sobre un nuevo tipo de guerra civil se queden en nada, y que podamos considerar alarmistas libros como el de Walter. Pero, como hemos aprendido con el estado de nuestro clima, cada vez más alarmante, desearlo no es suficiente.

 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

The New Yorker

David Remnick

Is a Civil War Ahead?

A year after the attack on the Capitol, America is suspended between democracy and autocracy.

The edifice of American exceptionalism has always wobbled on a shoddy foundation of self-delusion, and yet most Americans have readily accepted the commonplace that the United States is the world’s oldest continuous democracy. That serene assertion has now collapsed.

On January 6, 2021, when white supremacists, militia members, and maga faithful took inspiration from the President and stormed the Capitol in order to overturn the results of the 2020 Presidential election, leaving legislators and the Vice-President essentially held hostage, we ceased to be a full democracy. Instead, we now inhabit a liminal status that scholars call “anocracy.” That is, for the first time in two hundred years, we are suspended between democracy and autocracy. And that sense of uncertainty radically heightens the likelihood of episodic bloodletting in America, and even the risk of civil war.

This is the compelling argument of How Civil Wars Start,” a new book by Barbara F. Walter, a political scientist at the University of California San Diego. Walter served on an advisory committee to the C.I.A. called the Political Instability Task Force, which studies the roots of political violence in nations from Sri Lanka to the former Yugoslavia. Citing data compiled by the Center for Systemic Peace, which the task force uses to analyze political dynamics in foreign countries, Walter explains that the “honor” of being the oldest continuous democracy is now held by Switzerland, followed by New Zealand. In the U.S., encroaching instability and illiberal currents present a sad picture. As Walter writes, “We are no longer a peer to nations like Canada, Costa Rica, and Japan.”

In her book and in a conversation for this week’s New Yorker Radio Hour, Walter made it clear that she wanted to avoid “an exercise in fear-mongering”; she is wary of coming off as sensationalist. In fact, she takes pains to avoid overheated speculation and relays her warning about the potential for civil war in clinical terms. Yet, like those who spoke up clearly about the dangers of global warming decades ago, Walter delivers a grave message that we ignore at our peril. So much remains in flux. She is careful to say that a twenty-first-century American civil war would bear no resemblance to the consuming and symmetrical conflict that was played out on the battlefields of the eighteen-sixties. Instead she foresees, if the worst comes about, an era of scattered yet persistent acts of violence: bombings, political assassinations, destabilizing acts of asymmetric warfare carried out by extremist groups that have coalesced via social media. These are relatively small, loosely aligned collections of self-aggrandizing warriors who sometimes call themselves “accelerationists.” They have convinced themselves that the only way to hasten the toppling of an irredeemable, non-white, socialist republic is through violence and other extra-political means.

Walter makes the case that, as long as the country fails to fortify its democratic institutions, it will endure threats such as the one that opens her book: the attempt, in 2020, by a militia group in Michigan known as the Wolverine Watchmen to kidnap Governor Gretchen Whitmer. The Watchmen despised Whitmer for having instituted anti-covid measures in the state—restrictions that they saw not as attempts to protect the public health but as intolerable violations of their liberty. Trump’s publicly stated disdain for Whitmer could not have discouraged these maniacs. The F.B.I., fortunately, foiled the Wolverines, but, inevitably, if there are enough such plots—enough shots fired—some will find their target.

America has always suffered acts of political violence—the terrorism of the Klan; the 1921 massacre of the Black community in Tulsa; the assassination of Martin Luther King, Jr. Democracy has never been a settled, fully stable condition for all Americans, and yet the Trump era is distinguished by the consuming resentment of many right-wing, rural whites who fear being “replaced” by immigrants and people of color, as well as a Republican Party leadership that bows to its most autocratic demagogue and no longer seems willing to defend democratic values and institutions. Like other scholars, Walter points out that there have been early signs of the current insurgency, including the bombing of the Alfred P. Murrah Federal Building in Oklahoma City, in 1995, which killed a hundred and sixty-eight people. But it was the election of Barack Obama that most vividly underlined the rise of a multiracial democracy and was taken as a threat by many white Americans who feared losing their majority status. Walter writes that there were roughly forty-three militia groups operating in the U.S. when Obama was elected, in 2008; three years later there were more than three hundred.

Walter has studied the preconditions of civil strife all over the world. And she says that, if we strip away our self-satisfaction and July 4th mythologies and review a realistic checklist, “assessing each of the conditions that make civil war likely,” we have to conclude that the United States “has entered very dangerous territory.” She is hardly alone in that conclusion. The International Institute for Democracy and Electoral Assistance in Stockholm recently listed the U.S. as a “backsliding” democracy.

The backsliding was never more depressingly evident than in the weeks after January 6th, when Mitch McConnell, after initially criticizing Donald Trumps role in the insurrection, said that he would support him if he were the Party’s nominee in 2024. Having stared into the abyss, he pursued the darkness.

Not so long ago, Walter might have been considered an alarmist. In 2018, Steven Levitsky and Daniel Ziblatt published their Trump-era study, “How Democracies Die,” one of many books that sought to awaken American readers to the reality that the rule of law was under assault just as it was in much of the world. But, as Levitsky told me, “Even we couldn’t have imagined January 6th.” Levitsky said that until he read Walter and other well-respected scholars on the subject, he would have thought that warnings of civil war were overwrought.

Unlike Russia or Turkey, the United States is blessed with a deep experience of democratic rule, no matter how flawed. The courts, the Democratic Party, local election officials in both parties, the military, the media—no matter how deeply flawed—proved in 2020 that it was possible to resist the darkest ambitions of an autocratic President. The guardrails of democracy and stability are hardly unassailable, but they are stronger than anything that Vladimir Putin or Recep Tayyip Erdoǧan has to contend with. In fact, in his attempt to be reëlected, Trump did draw the largest Republican vote ever—and he still lost by seven million votes. That, too, stands in the way of fatalism.

“We’re not headed to fascism or Putinism,” Levitsky told me, “but I do think we could be headed to recurring constitutional crises, periods of competitive authoritarian and minority rule, and episodes of pretty significant violence that could include bombings, assassinations, and rallies where people are killed. In 2020, we saw people being killed on the streets for political reasons. This isn’t apocalypse, but it is a horrendous place to be.”

The battle to preserve American democracy is not symmetrical. One party, the G.O.P., now poses itself as anti-majoritarian and anti-democratic. And it has become a Party less focussed on traditional policy values and more on tribal affiliation and resentments. A few figures, includinLiz Cheney and Mitt Romney, know that this is a recipe for an authoritarian Party, but there is no sign of what is required to reverse the most worrying trends: a broad-based effort among Republican leaders to stand up and join Democrats and Independents in a coalition based on a reassertion of democratic values.

As the anniversary of the insurrection is observed, the greater drama is not obscure. We are a country capable of electing Barack Obama and, eight years later, Donald Trump. We are capable of January 5th, when the state of Georgia elected two senators, an African American and a Jew, and January 6th, when thousands stormed the Capitol in the name of a preposterous conspiracy theory.

“There are two very different movements at once in the same country,” Levitsky said. “This country is moving towards multiracial democracy for the first time. In the twenty-first century we have a multiracial democratic majority supportive of a diverse society and of having the laws to insure equal rights. That multiracial democratic majority is out there, and it can win popular elections.” And then there is the Republican minority, which too often looks the other way as dangerous extremists act on its behalf. Let’s hope the warnings about a new kind of civil war come to nothing, and we can look back on books like Walter’s as alarmist. But, as we have learned with the imperilled state of our climate, wishing does not make it so.

David Remnick – The New Yorker/América 2.1

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