Lecturas recomendadas

Ser naturales

Nos cuesta mucho la naturalidad porque siempre estamos pendientes de nuestra imagen

Alicia Álamo Bartolomé:

 

La naturalidad es una fuerza, o mejor dicho, el centro

de atracción de una fuerza centrípeta. Lo contrario sucede

con lo postizo, exagerado o falso, es decir, con la falta de

naturalidad que en resumidas cuentas es hipocresía. Esta

cualidad negativa repele a las personas, se convierte en

fuente de fuerza centrífuga. El hipócrita termina solo.

María y José fueron tan naturales como para no dejar de

parecer nunca gente común, por eso sus paisanos no podían

creer en Jesús, encontraban la filiación poco relevante para

un profeta, decían: “¿De dónde le han venido a éste tal sabiduría

y tales milagros? Por ventura, ¿no es hijo del carpintero?

¿Su madre no es la que se llama María? ¿No son sus

hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿Y sus hermanas

no viven todas entre nosotros? ¿De dónde le vienen, pues,

todas estas cosas?” (53).

 

Gente común en apariencia, sí, pero desde el punto de

vista espiritual no lo eran, en absoluto. María era nada más

y nada menos que la Inmaculada Concepción, Madre de

Dios; José, el esposo escogido por el Hijo para tal Madre.

Precisamente ambos eran, guardando la distancia, fuera de

serie, pero enormemente naturales. A ellos se les podía aplicar

una sugestiva frase muy posterior atribuida a Catalina

de Rusia: “La grandeza es como los buenos perfumes, quien

los lleva no los siente”.

 

A nosotros nos cuesta mucho la naturalidad porque

siempre estamos pendientes de nuestra imagen y nos permitimos

retoques no siempre muy bien logrados. Las mujeres

tal vez se maquillen más que los hombres desde el punto de

vista físico, lo cual no es una falta sino más bien una positiva

cualidad femenina si se hace dentro de los límites del buen

gusto; pero espiritualmente nos maquillamos todos. Generalmente

nos adornamos de virtudes que estamos lejos de

poseer. Nos alabamos de unas cuantas empezando por una

frase, lugar común, que pretendemos presentar como sello

de humildad: yo puede tener todos los defectos menos el

de… Y ahí viene la falla, la cual probablemente ostentamos

junto a muchas otras.

 

Practicamos virtudes, ciertamente, pero cuántas veces

con segundas intenciones. Las usamos como disfraces para

debilidades que nos avergüenza confesar. Somos filántropos

para que nos aplaudan, es decir, por vanidad; generosos

para esperar retribución, esto es, egoísmo calculador;

diligentes y serviciales para hacernos indispensables y

dominar algún medio, o sea, ventajistas. Esto es practicar

las virtudes artificialmente.

 

La naturalidad es una consecuencia de la humildad y

no puede vivir sin ésta, generadora de un clima espiritual

propicio para que se desarrollen muchas virtudes. Como

el humilde no cuida sus poses para parecer otra cosa de

lo que se cree en sí mismo, todas sus actuaciones resultan

espontáneas, naturales, exentas de artificios. Si se practica

una naturalidad estudiada, lo cual es posible, no engañará

mucho tiempo; ante cualquier contradicción caerá la

máscara, porque esta virtud tiene en su propia esencia la

incapacidad de simulación, es producto de una pureza interior

que se trasluce.

 

Podría pensarse entonces que la naturalidad no es una

virtud adquirible. No es cierto, sucede que es el resultado de

la adquisición de otras: pureza, humildad, espíritu de penitencia,

sobriedad, fortaleza y, por supuesto, del ejercicio

constante de las virtudes teologales. Es decir, la naturalidad

es la expresión externa de la verdadera santidad. Los santos

no son raros. Si alguna vez hacen rarezas es muy a pesar

suyo, más bien éstas les resultan pruebas enviadas por Dios

para perfeccionarlos en la humildad; les mortifica hacerse

notar. Los que tienen éxtasis con signos visibles como la

levitación, sufren bastante si les sobreviene en público, les

espanta convertirse en espectáculo. Dios quizás también lo

permite para bien de otras almas, no sólo porque pueden

ser tocadas en el corazón ante lo extraordinario, sino por el

fruto de ese sufrimiento llevado por amor de quien así se

ve expuesto.

 

De José en el Evangelio –hemos repetido bastante- no se cuenta

nada extraordinario a no ser las voces de los ángeles que le

prevenían. De éstas seguramente sólo habló a la Virgen y a Jesús.

Si pasaron tales hechos a la historia, fue porque ellos las contaron

a los apóstoles como parte necesaria de la Revelación. El relato de José

a tan especiales oyentes debió ser sencillo, natural, como el padre

que cuenta en familia episodios y anécdotas de su vida. Por otra parte,

los ángeles eran amigos íntimos vistos normalmente en aquella

casa donde habitaban su Dios y su Reina. Que le hubieran hablado a

José era lo más natural del mundo.

 

Si nosotros nos sorprendemos de muchas cosas que nos parecen

antinaturales es porque hemos perdido la luz de la santidad para

verlas con naturalidad. Recordemos  en los Hechos de los Apóstoles

cuando Pedro es liberado milagrosamente de la cárcel y llega en la

noche a donde estaban reunidos los discípulos. Toca la puerta, una

criadita viene, se asombra de verlo y sin abrirle va y comunica a los

oros que Pedro está fuera. Con toda naturalidad comentan: “Será su

ángel” (54). No era nada fuera de lo común ver a éstos, según este pasaje.

Eran ojos más puros, más ingenuos, almas más simples. Nosotros nos

hemos complicados con conocimientos teorías, dudas, ambiciones y

pasiones, hemos perdido esa transparencia espiritual donde se revelan

los ángeles.

 

Si nos desembarazamos de todos esos postizos que la falta de rectitud

nos ha añadido, lograremos finalmente ser naturales. Es una tarea ardua,

larga, que requiere mucha constancia. Es como recuperar el fresco

original pintado en una pared que ha sido recubierto por muchas capas

de pintura posteriores; o en la misma línea, devolver al lienzo o a la talla

policromada, la lozanía de cuando salió de las manos del artista, la cual

se ha perdido por el tiempo y los retoques poco hábiles de muchas manos.

Sólo con la paciencia y la destreza del restaurador se logra, al cabo de

muchos días, tal vez de años, recuperar una obra de arte así dañada. Igual

sucede con la naturalidad en la especie humana. La ideal es la que tenían

Adán y Eva antes de la caída; no la alcanzaremos sino en el grado más

alto de la santidad, quizás poco antes de expirar, pero en etapas sucesivas

hasta entonces, iremos floreciendo en esa naturalidad que atrae a otras

almas.

 

Para José fue un camino ascendente. María, sin pecado, la gozaba en todo

su esplendor. Él no, pero en Ella y en Jesús tenía siempre en frente los

modelos. Para nosotros José es patrón inspirador de nuestra lucha por la

naturalidad. Nos anima saber que ni siquiera en él fue tarea de un día,

sino la obra de toda una vida practicando las otras virtudes hasta su punto

heroico y, como consecuencia, rezumó esta atractiva naturalidad.

 

Una cosa importante: en la naturalidad no se trata tanto de matices, de

ser más o menos natural, sino de serlo simplemente; es cuestión de

continuidad, de permanencia, es decir, de ir siendo natural cada vez más

habitualmente, en toda circunstancia, sin intervalos ni regresos repentinos

alas formas de hipocresía o falsedad. Ser santamente naturales y

naturalmente santos.

 

 

 

53  Mateo 13 54-56

54  Hechos de los Apóstoles 12, 13-14

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