The Economist: Rusia se ha convertido en un aliado crucial de la dictadura venezolana
Desde 2008, Rusia ha enviado en tres ocasiones un par de bombarderos Tupolev, capaces de transportar armas nucleares, a Venezuela, para realizar misiones que han durado alrededor de una semana. En dos ocasiones se han adentrado en el espacio aéreo de Colombia, aliado de Estados Unidos. En 2008, Rusia envió el Pedro el Grande, un crucero de misiles guiados de propulsión nuclear, y varios otros buques para realizar ejercicios con la armada venezolana
Occidente recibió una sorpresa. En medio de las discusiones sobre la guerra en Ucrania, los funcionarios del Kremlin han insinuado este mes la posibilidad de que, si la OTAN no deja de proteger a los países cercanos a Rusia, ésta podría desplegar fuerzas en Venezuela y Cuba. Jake Sullivan, el asesor de seguridad nacional de Estados Unidos, desestimó esas afirmaciones como «fanfarronadas». Un despliegue a gran escala es, en efecto, improbable. Sin embargo, el papel de Rusia en la región es preocupante. Durante los últimos 15 años ha apoyado a las dictaduras corruptas de Venezuela y Nicaragua. Vladimir Putin disfruta con la oportunidad de fastidiar a Estados Unidos y lucir como un líder poderoso en la televisión rusa.
Desde 2008, Rusia ha enviado en tres ocasiones un par de bombarderos Tupolev, capaces de transportar armas nucleares, a Venezuela, para realizar misiones que han durado alrededor de una semana. En dos ocasiones se han adentrado en el espacio aéreo de Colombia, aliado de Estados Unidos. En 2008, Rusia envió el Pedro el Grande, un crucero de misiles guiados de propulsión nuclear, y varios otros buques para realizar ejercicios con la armada venezolana.
Todos estos despliegues han coincidido con momentos de tensión con Estados Unidos por los ataques rusos a Georgia y Ucrania. Su objetivo es la «reciprocidad simbólica», dice Vladimir Rouvinski, académico ruso de la Universidad Icesi de Cali (Colombia). «Ustedes, Estados Unidos y Europa, realizan acciones en Ucrania. Nosotros haremos acciones en su zona de influencia».
Quizá lo más cerca que estuvo el mundo del armagedón fue en 1962, cuando la Unión Soviética instaló misiles nucleares en la Cuba de Fidel Castro, a sólo 100 millas de Florida. Fueron retirados a cambio de una garantía estadounidense de no invadir Cuba, que siguió siendo un satélite subvencionado por la Unión Soviética hasta el colapso de ese imperio en 1991. Cuando Putin llegó al poder en Rusia una década más tarde, uno de sus primeros actos fue cerrar un puesto de escucha de la época soviética en la isla, en un gesto de distensión.
Hugo Chávez, el difunto hombre fuerte de la izquierda venezolana y antiestadounidense, ofreció a Putin la posibilidad de volver a América Latina. Cuando Chávez estaba lleno de dinero del petróleo, gastó unos 6.000 millones de dólares en armamento ruso, incluidos 24 aviones de combate Sukhoi, 50 helicópteros, tanques, misiles antiaéreos y 100.000 rifles Kalashnikov. Ese fue el comienzo de lo que se ha convertido en una amplia y profunda relación. Entre Chávez y Nicolás Maduro, su sucesor, han firmado unos 200 acuerdos con Rusia.
Para Putin, Venezuela se ha convertido en un vistoso ejemplo de su pretensión de restaurar la influencia mundial de su país. Carece de efectivo para ser un pagador en América Latina. Pero es una fuente de préstamos a corto plazo, inversiones limitadas, venta de armas y apoyo diplomático a regímenes antiestadounidenses. En 2018, Maduro organizó unas elecciones ilegítimas y el mundo democrático reconoció como presidente a Juan Guaidó, el presidente de la legislatura de la oposición. Parecía que el Sr. Maduro podría caer, mientras el presidente Donald Trump acumulaba sanciones y reflexionaba sobre una intervención militar. Putin acudió en ayuda de Maduro, desplegando un equipo de alrededor de 100 asesores militares rusos uniformados para mantener los sistemas de misiles, asesorar sobre la guerra de drones y actuar como un «cable trampa» geopolítico. Los rusos se han quedado.
En 2017, Rusia inauguró un edificio con aspecto de fortaleza en Managua, la capital de Nicaragua, destinado oficialmente a formar a la policía centroamericana para frenar el narcotráfico. Está dirigido por el Ministerio del Interior de Rusia. La oposición nicaragüense cree que se trata de un puesto de inteligencia que vigila para Daniel Ortega, el dictador del país. Los vínculos de Putin con Cuba son más distantes.
Rusia ha sufrido reveses en Venezuela. La relación ha estado marcada por la corrupción mutua: una fábrica de Kalashnikov anunciada en 2006 aún no se ha construido, y el dinero para ello se esfumó. Rosneft, un gigante petrolero ruso, se aseguró participaciones en los yacimientos petrolíferos de Venezuela sólo para anunciar su retirada del país en 2020 para evitar las sanciones estadounidenses. Sus activos allí fueron transferidos al gobierno ruso.
Putin quiere ser visto como el líder que hizo de Rusia una gran potencia de nuevo. Así que puede ser reacio a retirarse de Venezuela. Pero carece de recursos para convertirla en un satélite exitoso. Sus intervenciones han sido baratas. Aunque se ha hablado de la posibilidad de que Rusia establezca una base en La Orchila, una isla venezolana en el Caribe, eso sería demasiado costoso, opina Rouvinski. Algunos dicen que Rusia vería con buenos ojos una solución negociada al conflicto político de Venezuela, siempre que se respeten los intereses que ha adquirido en el país. Pero esa perspectiva depende de lo que ocurra en el propio vecindario ruso.
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The Economist
Russia has become a crucial ally of Venezuela’s dictatorship
BELLO
It raised eyebrows in the West. Amid talk of war in Ukraine, Kremlin officials this month dangled the possibility that, if nato did not stop protecting countries close to Russia, Russia might deploy forces to Venezuela and Cuba. Jake Sullivan, the United States’ national security adviser, dismissed such talk as “bluster”. A large-scale deployment is indeed unlikely. Nonetheless, Russia’s role in the region is troubling. For the past 15 years or so it has propped up crooked dictatorships in Venezuela and Nicaragua. Vladimir Putin relishes a chance to needle the United States and look mighty on Russian television.
On three occasions since 2008 Russia has sent a pair of Tupolev bombers, capable of carrying nuclear weapons, halfway around the world to Venezuela for missions that have lasted around a week. They have twice strayed into the airspace of Colombia, an ally of the United States. In 2008 Russia sent the Peter the Great, a nuclear-powered guided-missile cruiser, and several other ships for exercises with the Venezuelan navy.
These deployments all coincided with moments of tension with the United States over Russian attacks on Georgia and Ukraine. Their purpose is “symbolic reciprocity”, says Vladimir Rouvinski, a Russian academic at Icesi University in Cali, Colombia. “You, the United States and Europe, do things in Ukraine. We will do things in your zone of influence.”
Perhaps the closest the world ever came to armageddon was in 1962 when the Soviet Union installed nuclear missiles in Fidel Castro’s Cuba, only 100 miles or so from Florida. They were withdrawn in return for an American guarantee not to invade Cuba, which remained a subsidised satellite of the Soviet Union until that empire’s collapse in 1991. When Mr Putin came to power in Russia a decade later one of his first acts was to shut a Soviet-era listening post on the island in a gesture of détente.
Hugo Chávez, Venezuela’s late leftist and anti-American strongman, offered Mr Putin a way back into Latin America. When Chávez was flush with oil money he spent some $6bn on Russian armaments, including 24 Sukhoi fighter jets, 50 helicopters, tanks, anti-aircraft missiles and 100,000 Kalashnikov rifles. That was the start of what has become a broad and deep relationship. Between them Chávez and Nicolás Maduro, his successor, have signed some 200 agreements with Russia.
For Mr Putin Venezuela has become a colourful example of his claim to be restoring his country’s global influence. He lacks the cash to be a paymaster in Latin America. But he is a source of short-term loans, limited investment, arms sales and diplomatic support for anti-American regimes. In 2018 Mr Maduro staged an illegitimate election and the democratic world recognised Juan Guaidó, the opposition speaker of the legislature, as president. It looked as if Mr Maduro might fall, as President Donald Trump piled on sanctions and mused about military intervention. Mr Putin came to Mr Maduro’s aid, deploying a team of around 100 uniformed Russian military advisers to maintain the missile systems, advise on drone warfare and act as a geopolitical tripwire. They have stayed.
In 2017 Russia opened a fortress-like building in Managua, Nicaragua’s capital, officially to train Central American police to curb drug-trafficking. It is run by Russia’s interior ministry. Nicaragua’s opposition believes it to be an intelligence post conducting surveillance for Daniel Ortega, the country’s dictator. Mr Putin’s ties with Cuba are more distant.
Russia has suffered setbacks in Venezuela. The relationship has been marked by mutual corruption: a Kalashnikov factory announced in 2006 has still not been built, and the money for it vanished. Rosneft, a Russian oil giant, secured stakes in Venezuela’s oilfields only to announce its withdrawal from the country in 2020 to avoid American sanctions. Its assets there were transferred to the Russian government.
Mr Putin wants to be seen as the leader who made Russia a great power again. So he may be reluctant to retreat from Venezuela. But he lacks the resources to turn it into a successful satellite. His interventions have been cheap. Though there has been talk of Russia setting up a base at La Orchila, a Venezuelan island in the Caribbean, that would be too costly, thinks Mr Rouvinski. Some say Russia would welcome a negotiated solution to Venezuela’s political conflict, provided that the interests it has acquired in the country were respected. But that prospect depends on what happens in Russia’s own neighbourhood.
BELLO – The Economist/América 2.1