Entrevistas

Mauricio García Villegas: “En América Latina hay que construir un mito laico común”

En su reciente libro, ‘El viejo malestar del nuevo mundo’, argumenta que toda la región comparte unos mismos problemas de lo público, relacionados con la fuerza de emociones como el miedo, la desconfianza o la envidia

Mauricio García Villegas (Manizales, 63 años) habla pausado. Mientras gesticula, rodeado de los libros de derecho, sociología o historia que llenan su estudio, el profesor de la Universidad Nacional de Colombia y cofundador de la oenegé Dejusticia parece volver a encontrar las ideas que articulan su reciente libro de ensayo El viejo malestar del nuevo mundo (Ariel, 2023). En él reflexiona sobre la cultura y los problemas sociopolíticos de América Latina, llevando a escala regional la mirada que presentó sobre su natal Colombia en El país de las emociones tristes (Planeta, 2020). Amigo de presentar imágenes sencillas y anécdotas personales para sustentar sus argumentos, acepta que en parte por provocación escribe que se siente “más latinoamericano que paisa [de su región natal], y más paisa que colombiano”, pero que sin duda encuentra que la región comparte unos mismos problemas de lo público, relacionados con la fuerza que tienen emociones como el miedo, la desconfianza o la envidia.

Mauricio García Villegas, en Bogotá, el 2 de agosto 2023.

P. El viejo malestar del nuevo mundo trata de Latinoamérica, pero lo construye a partir de otro ensayo sobre Colombia. ¿Somos una sola nación?

R. Aunque la gente intuitivamente piensa algo muy distinto, estoy convencido -y no soy el primero- de que somos la misma nación en ciernes. Lo dijeron los jesuitas cuando, expulsados en 1767, llegaron a Europa a escribir sobre las maravillas de este continente, como una sola nación. Algo parecido ocurrió después con Humboldt, con Bolívar, con literatos como Andrés Bello, Martí o Rodó. Eso se ha perdido porque los Estados tienen una influencia muy grande y van creando subculturas. Pero si Europa, con lenguas, religiones y culturas distintas, con tantas guerras, está más unida que nunca, por qué no.

P. Quizás ellos han aprendido el costo de la división por las guerras

R. Eso es paradójico. Este continente no ha tenido grandes conflictos internacionales, y entonces los Estados miran poco a las fronteras. Vivimos enclaustrados y somos parroquiales, particularmente Colombia, un Estado a medias que nunca ha sido capaz de llegar a las regiones. Podemos sacar todas las reformas institucionales, pero mientras no se construya Estado en las regiones, los problemas van a ser muy difíciles de resolver.

P. ¿Eso es común a América Latina?

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R. Sí. En todos lados los españoles se asentaron en algunas zonas parecidas a sus lugares de origen y solo controlaron su periferia. Aunque conquistaron todo el territorio y dominaron a todos sus enemigos, nunca hicieron el esfuerzo de consolidar su control. No crearon instituciones sino que las delegaron en otros poderes, en lo que se llama una monarquía pactista o compuesta. Eso mismo se ve hoy en América Latina y particularmente en Colombia: el Estado negocia con criminales, poderes locales o poderes económicos para obtener gobernabilidad. En la Colonia, la Iglesia tenía un poder extraordinario para cohesionar, un ejército de curas y misioneros capaces de mantener el orden social.

P. ¿Cómo lo lograban?

R. El orden social en buena parte se mantiene por los mitos, las creencias y convicciones. Durante más de tres siglos eso se logró con una monarquía que, aunque tenía mil problemas en Europa, mantuvo un territorio enorme del que obtuvo grandísimos recursos. La hipótesis del libro es que era un arreglo emocional que se desarmó con la República.

P. ¿Qué ocurrió?

R. Los líderes de la independencia pensaban que tenían la legitimidad por haber liberado al pueblo de los españoles, pero fue mucho más difícil. No lograron darle a la República el aura mítica que tenía la monarquía. Antes, como el rey nunca se veía, era una figura sagrada; el mandatario que nombraban aquí era cercano, demasiado humano. Así que no pudieron obtener orden y seguridad en todo el territorio y surgieron los caudillos, que ofrecían orden. Eso tampoco funcionó bien. Una lección relativamente simple de la teoría política moderna es que un Estado necesita legitimidad y eficacia. América Latina ha tenido problemas por los dos lados, y por eso pasamos tan fácilmente del desorden o la guerra civil al despotismo, sin explorar el punto intermedio.

Hoy en Perú hay caos y un altísimo descrédito de la clase política y de las instituciones. No sé qué va a pasar, pero es probable que llegue un régimen autoritario, ya sea como Bukele o un régimen militar. Cuando la gente dice: “este desorden es insoportable”, buscan a quien ofrezca orden. En Colombia, mucha gente de clase baja apoyaba a Álvaro Uribe ante lo que vivían: a un campesino la guerrilla se le llevaba los hijos, después llegaba la mafia y lo extorsionaba, las instituciones no funcionaban… En general, en América Latina la gente padece más el desorden que la injusticia, no porque la desigualdad y la falta de legitimidad no sean tremendas sino porque, como decía Hobbes, no hay injusticia mayor que cuando nadie manda.

P. ¿Qué tienen que ver las que usted llama emociones tristes en esto?

R. Cuando nadie manda afloran la codicia, la envidia, el miedo. En América Latina el miedo a que otros se aprovechen de uno es muy fuerte. Eso conduce muy fácilmente a justificar el despotismo y a otras emociones tristes como la desconfianza, el resentimiento o la envidia. Eso es lo que ha pasado con la debilidad institucional en América Latina, que es de lo que trata el libro. No son emociones innatas, sino que algunas emociones tristes han tenido un peso particularmente grande, sobre todo en el mundo de la política y de lo público. Eso sucede en buena parte por nuestra incapacidad de crear instituciones estables y un orden legítimo.

P. ¿Cómo superarlo?

R. Con más legitimidad y más orden. No hay una varita mágica para eso, no es solo aumentar la formalidad laboral o la participación política, no es solo crear cultura ciudadana o cambiar el presidencialismo por regímenes parlamentarios. Todo eso es importante, pero los problemas de una sociedad son complejos. Para hacer un pastel se necesitan harina, agua, huevos, temperatura… sin solo uno de esos ingredientes, no funciona.

P. Entre esos ingredientes, el libro enfatiza la necesidad de un mito que concite la cohesión social

R. Sí. Hay cosas más de fondo, y una de esas es el mito. Como explica muy bellamente Yuval Noah Harari, lo esencial de la especie humana es la capacidad de inventarse cuentos, creérselos y llegar a decir “vamos a trabajar por él”. Eso permite que un musulmán árabe llegue a Toronto, se junte con un musulmán blanco que nunca había visto y termine hasta construyendo una mezquita. La colaboración depende mucho del mito y de la pasión que se le ponga en él. Por eso este no es un libro contra las emociones fuertes y por eso hace énfasis en la transición de la Colonia a la República, que funcionó en muchos sentidos pero fracasó rotundamente en el reemplazo de la legitimidad.

Para que una sociedad funcione, necesita un concepto de lo sagrado. Antes de la Revolución Francesa, estaba en el rey, ungido por dios para gobernar. Los revolucionarios eran muy conscientes de que tenían que sustituirlo por otra cosa igualmente fuerte, dijeron que lo sagrado es el pueblo y Robespierre hizo una religión de eso, con procesiones de culto al pueblo y al Ser Supremo. Una sociedad necesita del consenso de que hay algo sagrado, que no se toca: que a los niños no se les pega, a la gente no se le esclaviza y a las mujeres no se les subyuga. Cosas básicas en las que liberales y conservadores, la izquierda extrema y la derecha extrema, estén de acuerdo. Lo que hay que construir en América Latina es un mito laico.

P. Un mito común.

R. En el mundo, con la cultura woke, las identity politics y la dispersión en las redes sociales estamos perdiendo la idea de unidad, de lo colectivo. Creo que, sin perder lo local, en América Latina debemos crear una especie de confederación -estas ya son palabras mayores- , que es la única manera de resolver algunos de nuestros problemas, como el de la Amazonía. Me temo que eso solo llegará con una tragedia de por medio. En todo caso, entre lo sagrado deben estar las instituciones, una burocracia técnica que no cambie con el gobernante. Eso ha sido difícil en América Latina.

Mauricio García Villegas, en Bogotá.
Mauricio García Villegas, en Bogotá.CAMILA ACOSTA ALZATE

P. ¿Construir un mito que no sea el liberal o el conservador, el de izquierda o el de derecha?

R. Sí, uno en el que las instituciones se respetan incluso cuando van en contra de los intereses propios. Si uno es de un partido y en él hay criminales, uno los denuncia porque es su deber para proteger las instituciones y espera que los de la oposición hagan lo mismo. En eso se han hecho progresos en Colombia, como se ha visto con este gobierno de izquierda: hace 30 años no lo habría tolerado la extrema derecha.

P. El libro habla de la posibilidad de una coalición no de derecha o de izquierda, sino de los moderados de todos lados.

R. Sí. En España salían a marchar todos juntos en contra del terrorismo de ETA, incluyendo gente de izquierda o del País Vasco. Eso acabó con ETA, es lo que acaba con los extremos. Por eso es que creo que uno debe salir a todas las marchas contra el crimen. A la guerrilla colombiana la terminó derrumbando ver gente de todos los colores políticos marchando contra ellos. En el caso de España atemoriza que en el bloqueo político actual ni siquiera se menciona una alianza de moderados entre el PSOE y el PP. Los consensos básicos por momentos parecen estar perdiéndose.

Eso nos lleva al tema de las redes sociales, donde hay una sobrerrepresentación de los radicales. A los moderados les producen hastío por la pelea permanente, mientras el radical no se amilana con nada y los extremos se fortalecen recíprocamente porque tienen a sus enemigos hablando y vociferando, lo que alimenta a sus huestes para que vociferan y se levanten. En esa lógica, los que dicen “no estoy de acuerdo con ninguna de las dos partes”, no están dispuestos a hacer política. Ese es un peligro muy grande para la sociedad porque la gran diferencia entre los extremos y el medio es que los extremos son muy emocionales, generalmente utilizan los miedos y los odios, mientras la gente más razonable tiene emociones como la solidaridad, que son muy importantes en la sociedad pero no movilizan tanto.

P. Es un fenómeno global..

R. Sí, por ahí se habla de una latinoamericanización del mundo. Se están dando unas circunstancias en todos lados que hacen que lo emocional esté demasiado a flor de piel y que las reglas de juego y las instituciones sean demasiado débiles. Y para que las sociedades funcionen necesitamos emociones, mitos y pasión, pero con reglas, instituciones, límites. Se está perdiendo lo sagrado.

En sus últimos libros Jonathan Haidt dice que hay malas ideas en el mundo contemporáneo. Una es que lo que es emocional es bueno. Eso tiene mucho que ver con la fragilidad de la juventud contemporánea, que pide a los demás que deben acomodarse a lo que sienten, como si resguardar la cosmovisión de cada uno hiciera parte de la dignidad humana. Pero si alguien le dice a usted que se equivoca, no está atentando contra su dignidad; su dignidad no es que sus creencias sean correctas, sino el derecho a tenerlas. Otra muy mala idea es que el mundo está dividido entre buenos y malos, sin matices. Me han dicho que el mundo contemporáneo está con un peligroso superávit emocional y un déficit de reglas.

Mauricio García, en su biblioteca, el 2 de agosto de 2023.
Mauricio García, en su biblioteca, el 2 de agosto de 2023.CAMILA ACOSTA ALZATE

P. Todo eso me deja con una emoción triste, angustia o preocupación. ¿Cómo superar esta situación?

R. Un paso importante es ser conscientes de que las emociones tristes terminan perjudicando a los grupos sociales. A las personas a veces el odio nos lleva a perder una amistad o un amor, y lo lamentamos toda la vida. Pues bien, a los países les pasa algo similar. Este libro lo escribí enfocado no en todas las emociones tristes, sino en algunas muy particulares y su efecto en América Latina, para precavernos contra su efecto nefasto, sobre todo en el mundo de la política. El libro no habla de las emociones alegres, de la cantidad de cosas positivas que tenemos en América Latina. No es sobre una condena inevitable, sino una alerta sobre algo que podríamos remediar.

Dentro de las recetas está corregir uno de los grandes dramas de América Latina: la educación. Todos los métodos de evaluación internacionales dan resultados entre malos y pésimos en la región. Eso tiene mucho que ver con la subestimación e incluso negligencia de las élites latinoamericanas frente a la educación. El apartheid educativo en Colombia, del que hablamos con Leopoldo Fergusson y Juan Camilo Cárdenas en La quinta puerta, impide que los niños de diferentes clases sociales estudien juntos. Las democracias modernas se inventaron dos mecanismos para unir a la población: el ejército y la escuela. Con el fin del servicio militar obligatorio, solo queda la educación como punto de encuentro, pero ya no funciona. En Colombia sirvió en ciertas ciudades intermedias donde había una escuela buena y todos, sobre todo las clases altas y medias, se encontraban allí. Existió en parte en Argentina y en parte todavía existe en Brasil, pero se está deteriorando o tiene grandes distorsiones.

La falta de espacios de confluencia de las clases sociales crea miedos, resentimientos y desconocimientos. Por eso creo que debemos tomar conciencia de que somos un continente atrasado en educación que, además, es una manera de moderar el delirio, de dar sentido de realidad. Es un antídoto contra las emociones tristes. Pero nuestros gobiernos no le paran bolas, entre otras cosas porque no se soluciona en los cuatro años de un período de gobierno sino que en 20 o 30 se empieza a solucionar. La educación debería estar en el centro de los contratos sociales y es un ingrediente fundamental del pastel.-

Juan Esteban Lewin
Bogotá – 

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