Lecturas recomendadas

La Inmaculada Concepción

 

Nelson Martínez Rust:

 

Apenas iniciado el tiempo de Adviento detiene momentáneamente su transcurrir para invitarnos a reflexionar sobre una de las solemnidades de María, la madre de Dios, que más está sembrada en el corazón de los fieles cristianos. ¿Qué significa el título de “¿María, la Inmaculada?” ¿Nos dice algo este título mariano? ¿Cómo entenderlo hoy?

Los textos litúrgicos de esta solemnidad nos aclaran el contenido de esta festividad. Detengámonos en el Evangelio. La liturgia del día ha escogido el relato del anuncio a María-Virgen de que el Mesías viene y de que ella ha de ser el instrumento escogido por Dios para la encarnación (Lc 1,26-38). El saludo del ángel está tejido de pasajes del Antiguo Testamento, especialmente del profeta Sofonías. Ese hecho nos hace ver que María es portadora del gran patrimonio sacerdotal de Israel. En efecto, ella pertenece al “santo resto de Israel” al que los profetas en los grandes momentos del pueblo, hacían referencia. Ella representa al verdadero Sion, la verdadera presencia de Dios en medio del pueblo. En ella mora Dios y en ella encuentra su reposo. Ella es la viviente casa de Dios, que no habita en edificios construidos con bloques y cemento, sino en el corazón del hombre vivo. Ella es el germen que, en las noches invernales de la historia, brota del tronco caído de David. En ella se hace realidad la palabra del salmo: “la tierra ha dado su fruto” (Sal 67[66],7). Ella es la escogida de la que nace el árbol de la redención y de los redimidos, Jesucristo. En María y por su medio, la Virgen, Dios no se ha equivocado, como parecía. Él supera el mal, como lo demuestra el poder de Dios desde el principio de la creación, o durante el periodo del exilio del pueblo en Babilonia o como aparecía en el tiempo de María cuando Israel había llegado a ser un pueblo sin importancia en una región ocupada con muy pocos signos de santidad. En la casa de José y María en Nazareth vivía el Israel santo, “el resto” en su pureza mayor.  Del tronco abatido renace nuevamente la historia, que llega a ser la nueva fuerza viviente que orienta y se introduce en el mundo. María es el Israel santo prefigurado en el Antiguo Testamento; ella dijo “si” al Señor, poniéndose de manera plena y total a su disposición y por ello llega a ser el templo viviente de Dios.

¿Qué panorama se percibe hoy en la sociedad? El hombre moderno o postmoderno no confía en Dios. Tentado por las palabras de la serpiente en el árbol de las ciencias y tecnología, incuba en su corazón el sentimiento de que Dios le quita algo de su personalidad, que Dios es un ser que le limita su libertad y que solo él llegará a ser un “ser humano” en la misma medida en que se separa de Dios; por lo tanto, Dios sobra. En resumidas cuenta considera que, solo apartando a Dios de su vida, cree que podrá realizar plenamente su libertad. El hombre de hoy en día vive en la sospecha de que el amor de Dios crea dependencia y que es necesario desembarazarse de él para llegar a ser plenamente él mismo. El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de vida. Desea, él solo, por sus medios, alcanzar el poder de plasmar el mundo, y al creerse dios y al elevarse a su nivel, busca vencer la muerte y las tinieblas. La tragedia del hombre de hoy es que no quiere confiar en el amor de Dios. Él confía en el poder de las ciencias y tecnología en cuanto que ellas le confieren poder y solución parcial a los problemas. Más que amor, el hombre de hoy desea tener en su mano de manera autónoma, la capacidad de edificar su vida – busca el poder -. Al comportarse de esta manera, él se está confiando más en la mentira, que en la verdad (Jn 14,6). De esta manera se sumerge en el vacío de la muerte. Cada generación repite la tragedia del Génesis (Gn 3,1-19).

El verdadero amor no crea dependencia, sino que es un don divino que nos permite vivir. La libertad de un ser humano es la libertad de un ser limitado y, por consiguiente, esa misma libertad es limitada también. Se la posee como una libertad condividida, en la comunicación de la libertad: solo si se vive del modo justo del uno para el otro y el otro para el uno, la libertad se desarrollará y se alcanzará el verdadero amor. Y se vive en el modo justo cuando se vive en la verdad de nuestro existir y eso se alcanza solo siguiendo la voluntad de Dios – el “si” de María -. Porque la voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera que lo obliga y extorsiona, sino la medida de sí mismo, de su naturaleza, medida que ha sido inscrita en él y que lo vuelve “imagen de Dios” y de esta manera creatura libre. Si el hombre vive en contra del amor y de la verdad se destruirá entre sí y el mundo se destruirá también junto con él. Entonces se trabaja para la muerte. Todo esto es narrado con la simplicidad y la tragedia del libro del Génesis.

Si reflexionamos sobre nosotros y nuestra historia personal, nos daremos cuenta que todo lo dicho describe no solo la historia de los inicios, sino una historia que acontece en todos los tiempos y lugares, y que todos somos portadores de una porción del veneno. Esta gota de veneno es el pecado original.

En la solemnidad de la Inmaculada surge en nosotros la sospecha de que una persona que no peca es fastidiosa, que le falta algo a su vida: la dimensión dramática del ser autónomo; que debemos ejercitar nuestra libertad aun en contra de Dios para llegar a ser nosotros mismos y ser felices. Dicho de otra manera: en el fondo llegamos a pensar que el mal sea bueno, que tenemos necesidad de él para experimentar la plenitud del ser; pensamos que es necesario aceptar medianamente el mal en contra de Dios ya que de esta manera alcanzamos nuestra plena realización en la libertad.

Sin embargo, al extender nuestra vista por el mundo que nos rodea, podemos ver que no es así, que el mal envenena siempre, no estimula al hombre, sino que lo minimiza y lo humilla, no lo vuelve más grande, más rico, más puro, sino que lo enferma y lo hace muy pequeño y miserable.

Esto es lo que debemos aprender en la solemnidad de la Inmaculada: el hombre que se abandona totalmente en las manos del Dios no llega a ser un juguete en las manos de Dios, una aburrida persona; por el contrario, no pierde su libertad, la vasta grandeza y creatividad de la libertad que genera el bien. El hombre que se vuelca hacia Dios no llega a ser pequeño, por el contrario, se engrandece porque gracias a Dios y en unión con Él llega a ser grande, divino, verdaderamente “sí mismo”. El hombre que se pone en las manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a una salvación particular; por el contrario, solo en ese momento en que su corazón se abre de verdad y con franqueza a Dios llega a ser una persona sensible, benévola y abierta a los demás y, de esta manera, alcanza la verdadera felicidad.-

 

Valencia. Diciembre 10; 2023

 

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