Carisma e institución; ciudadanía y gobernanza

Bernardo Moncada Cárdenas
«La verdadera libertad no consiste en hacer lo que me da la gana, sino en hacer lo que tenemos que hacer, porque nos da la gana». San Agustín
En muchos sentidos, la Iglesia continúa la tarea formativa que el Padre confió a su hijo: educar la humanidad del hombre. Si hablas de encarnación, estás hablando de una fe que se hace carne para hablar a la carne, dentro de la realidad. En los Evangelios, Dios se hace hombre en su Hijo, para experimentar la vida como los hijos de Adán y dar a nuestro lenguaje un contenido divino, a través de una experiencia comunicable, compatible con la nuestra.
En los relatos, anecdóticos, más que admonitorios, de Jesús con sus discípulos, con el pueblo de Israel, con paganos y samaritanos, queda vertida una sabiduría vital que se propone ayudarte a vivir, a vivir más humanamente. En ellos queda clara la dificultad que enfrentan sus discípulos para comprenderlo; muchos, sin embargo, dejan todo y le siguen porque es el único en cuyas palabras se siente abarcada toda su experiencia, sus necesidades sacadas a la luz, aunque estuvieran ignoradas y confusas, la Gracia de una nueva mirada.
Aquéllos que creían no tener más necesidad que el pan comenzaban a entender que «no sólo de pan vive el hombre»; la samaritana encontró en aquel hombre, junto al pozo, una mirada que desvelaba y entendía los problemas de su errática vida.
Pero Jesús no puede contentarse con esta relación afectiva y vital, quizá pasajera; Jesús instituye: antes de su Pasión, escoge sus apóstoles, define el gesto de la Eucaristía asegurando su permanencia, aunque en modo inesperadamente original, como núcleo del pueblo destinado a crecer, por milenios, hasta lo inconmensurable.
Así, tras la iluminación acontecida con el Espíritu Santo en Pentecostés, queda sentada la estructura básica de lo que ha de llamarse “Iglesia”, un cauce organizado para sostener y conducir la nueva realidad que queda consignada a la humanidad: un carisma, una ciudadanía del Reino.
Es un dinamismo plenamente compatible con la historia de las naciones, todas surgidas de una particular situación colectiva, con deseos, necesidades, recursos, pero organizadas todas con el trasfondo de cosmogonías y mitos fundacionales, capaces de explicar y justificar normativas y costumbres.
Son procesos afines, históricamente característicos de la humanidad, que conforman instituciones y, bajo su guía y control, buscan garantizar la acción armónica de individuos diferentes con personalidades e intereses propios. Entiendo esta capacidad de armonizar, como lo que llamamos “política”, y a ese funcionamiento armónico, bajo un determinado gobierno, “gobernanza”.
Pero el que hayan guiado exitosamente tantos procesos históricos, no asegura que las naciones perduren, sin crisis ni colapsos, y tampoco que los individuos choquen violentamente, saltando normas de convivencia para imponer apetitos y codicias. De hecho, un ejemplo drástico es la caída de Roma imperial, simiente agotada del modelo cultural y hegemónico europeo, modelo retomado y reformado, en cierto modo cristianizado por el cristianismo. La Ciudad de Dios que convive en la Ciudad del Hombre.
El arquetipo de Jesucristo, estableciendo una comunidad de apóstoles y discípulos con una cabeza guía, ha inspirado la historia doquiera que se difunde, proponiendo una relación de mutua responsabilidad entre ciudadanía y gobierno que, de observarse, garantiza la gobernanza.
En la vida eclesial, tal relación debe darse entre laicado, carismáticamente consciente, y jerarquía: carisma e institución. Aunque haya existido conflicto y trasgresión, ese binomio ha resistido milenios, coexistiendo en convergencia con los más diversos gobiernos y culturas, influyéndolas pacíficamente. Así lo describen las Cartas a Diogneto, sobre la comunidad cristiana viviendo en Roma, entre siglos II y III.
Pero no marcharía sin reciprocidad; la articulación de autoridad y pueblo sólo puede darse satisfactoriamente si la obediencia, la escucha, es mutua y la autoridad, más que pretender subyugar, sirve, como Jesús a sus discípulos. Es una condición vital tanto para la vida política como para la vida eclesial. Como ciudadanía y gobierno, los ámbitos jerárquico y carismático en la Iglesia no deben perder de vista su coesencialidad y proceder con la necesaria reciprocidad.-