Lecturas recomendadas

Encuentros

 

Nelson Martínez Rust:

 

¡Bienvenidos!

El capítulo I de “Lumen Gentium”, que es una introducción a toda la eclesiología del Vaticano II, nos muestra sintéticamente el misterio de la Iglesia. En efecto, nos la presenta como una realidad nacida de la voluntad salvífica de Dios-Padre: “El Padre Eterno…decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina y, como ellos hubieran pecado en Adán, no los abandonó…Y estableció convocar a quienes creen en Cristo en la Santa Iglesia…” (LG 2), ejecutada en el tiempo por Jesucristo, Hijo de Dios: “… Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención” (LG 3) y edificada en la realidad del tiempo presente por medio del Espíritu Santo: “consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés…” (LG 4), nos la muestra como el resultado de una voluntad trinitaria. Es Dios trino el artífice, el ejecutor y el realizador de la Iglesia. No es obra humana aun cuando está constituida por seres humanos. La presencia actual y constante del Espíritu Santo la santifica indefinidamente (Ef 2,18), es fuente de gracia (Jn 4,14; 7,38-39), inhabita en cada uno de los fieles cristianos (1 Cor 3,16; 6,19), guía a la Iglesia en la consecución de La Verdad (Jn 16,13), la unifica y la gobierna y, mediante el Evangelio, la rejuvenece constantemente.

Esta realidad forma un solo cuerpo con Cristo, a tal punto que recibe de Él la gracia de la Vida Eterna: “En este cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, quienes están unidos a Cristo paciente y glorioso por los sacramentos, de un modo arcano, pero real. En efecto por el bautismo nos configuramos en Cristo: porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu (1 Cor 12,13), ya que en este sagrado rito se representa y realiza el consorcio con la muerte y resurrección de Cristo: con Él fuimos sepultados por el bautismo para participar de su muerte; más, si hemos sido injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la resurrección (Rm 6,4-5). Participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con Él y entre nosotros. Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan (1 Cor 10,17). Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (1 Cor 12,27) y cada uno es miembro del otro (Rm 12,5) …La cabeza de este cuerpo es Cristo. Él es la imagen de Dios invisible, y en Él fueron creadas todas las cosas. Él es antes que todo, y todo subsiste en Él. Él es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia” (LG 7).

Como podemos intuir la Iglesia es una realidad “divino-humana”. Lo que significa que junto con la gracia de la salvación y la presencia trinitaria también se da la realidad del pecado. La Iglesia está constituida por seres humanos aun cuando se encuentra sustentada en la santidad de Cristo y vivificada por la presencia del Espíritu Santo que la guía y se constituye en garantía de su permanencia en La Verdad: “…la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino más bien que forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino” (LG 8).

Una verdad que debemos tener muy presente cuando se habla de la Iglesia es el hecho de que ella no es una realidad absoluta, ni se agota en sí misma; por el contrario, es una realidad relativa, que tiende y está dirigida hacia otra realidad que sí se constituye en sí misma como absoluta; dada su direccionalidad y perpetuidad. Esta segunda realidad es la realidad de “El Reino de los Cielos”. La Iglesia es presentada como el inicio del Reino, pero no es el Reino. Cristo inició su vida pública predicando “El Reino de los Cielos”: “Desde entonces comenzó Jesús a predicar y decir: “Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado” (Mt 4,17) y “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15). “El Reino de Dios” hay que buscarlo en la misma persona de Cristo, en sus obras, palabras y dichos. La realidad del “Reino” es una realidad escatológica: se manifestará y alcanzará su plenitud al final del tiempo y de la historia: Cristo es y en Él se realiza “El Reino de los Cielos” y cuando Él se manifieste al final de la historia en gloria, en su segunda venida, entonces se instaurará de manera definitiva. Mientras tanto la Iglesia recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios, de instaurarlo en todos los pueblos, y solo constituye en la tierra el germen y el principio imperfecto de ese Reino. Mientras la Iglesia crece, ella anhela y vive de la esperanza del reino consumado, y con todas sus fuerzas espera y ansía unirse con su Rey en la gloria (LG 5).

Esta tensión – dialéctica – entre la presencia del Reino y su aún no realización plena la encontramos en la celebración de la Eucaristía. En el sacramento se da el YA definitivo de la presencia de Cristo, pero al mismo tiempo, el sacramento nos recuerda que todavía no estamos en condiciones de participar en la plenitud escatológica (Mc 14,25).

 

Valencia. Marzo 6; 2022

 

 

 

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba