Santa Eufrasia, la joven virgen que renunció a todos sus privilegios por Cristo
Hoy, 13 de marzo, la Iglesia recuerda a Santa Eufrasia de Constantinopla, monja del siglo IV, figura importante del monacato femenino de la antigüedad.
Protegida del emperador
Eufrasia fue hija de Antígono, senador de Constantinopla, emparentado con el emperador Teodosio I. Un año después del nacimiento de Eufrasia, Antígono murió, por lo que la pequeña y su madre quedaron bajo la protección de la casa imperial. El emperador se encargó personalmente del cuidado de ambas mujeres.
Cuando Eufrasia cumplió los 5 años, según la costumbre, Teodosio decidió comprometerla en futuro matrimonio con el hijo de un rico senador romano. Mientras tanto, su madre, llamada también Eufrasia, iba comprometiéndose cada vez más con su fe cristiana, por lo que decidió dejar Constantinopla y mudarse a Egipto con su hija. Eufrasia tendría unos 7 años cuando llegó a ese país al lado de su madre y entró en contacto con los eremitas y monjes de Tebaida. Egipto era una tierra en la que florecía la espiritualidad cristiana, donde grandes santas y santos testimoniaban la grandeza de Dios. Allí, las dos mujeres empezaron a frecuentar el monasterio de Santa María, fundado por San Cirilo de Alejandría y Santa Sara, haciéndose cercanas a las monjas que lo habitaban y adoptando muchas de sus costumbres.
Brota una flor en el jardín de la santidad
En buena parte, por eso, la pequeña Eufrasia, empezó a sentirse cada vez más atraída por la vida religiosa eremita y, cuando su madre murió, rogó a las monjas que le permitieran permanecer con ellas en el monasterio, tomando los hábitos de novicia a la edad de 8 años.
Al cumplir los doce, el emperador Arcadio quiso hacer valer la promesa que había hecho su predecesor Teodosio I, y envió un mensaje al monasterio en el que estaba Eufrasia, pidiéndole que regresara a casarse con el senador al que fue prometida.
La santa se negó a abandonar el convento y escribió una carta al emperador suplicando que la dejara en libertad, a cambio de que vendiese todos los bienes heredados de sus padres y dejase libres a todos los esclavos de su casa. Eufrasia le pidió al emperador que repartiera lo obtenido entre los pobres. Finalmente, pese a oponerse a que se deshaga de su herencia, el emperador accedió a los deseos de Eufrasia.
La joven prosiguió con su vida en el monasterio, sobrellevando la disciplina y dificultades del día a día, afrontando también las tentaciones que la invitaban a mirar atrás, o soñar con lo que hubiese sido de ella gozando de los privilegios que le correspondían. Eufrasia combatió “el buen combate” con ayuda de la gracia, practicando la caridad e invocando el nombre de Cristo.
En pie de lucha
Cuenta la tradición que la abadesa del convento, Sara, tuvo una visión en la que Cristo glorioso tomaba a Eufrasia por esposa en el paraíso. Y es que la santa vivía profundamente enamorada de Cristo, guardándose en fidelidad eterna a Él. Sin embargo, son numerosas las historias en las que Satanás tentó a la joven mientras trabajaba o ayunaba. Sara le había procurado una disciplina especial a la santa, entre ayunos y penitencias, acompañadas de oración. Eufrasia salió airosa de muchas batallas espirituales, más aferrada al Señor, con el alma fortalecida. Entonces, el Señor, por su amor probado, le concedió el don de hacer milagros y echar malos espíritus. Eufrasia sanó a muchos enfermos y liberó a muchos poseídos; como fue el caso de un niño que no podía andar porque un demonio lo tenía paralizado, o de una monja cuya alma había caído en manos del tentador.
Rumbo al cielo junto a sus hermanas
Cuando la santa tenía alrededor de 30 años, enfermó gravemente de fiebres, y en su lecho de muerte, tanto Julia, su compañera de celda, como Sara, la abadesa, le imploraron que les concediera la gracia de estar con ella en el Cielo. Tres días después de la muerte de Eufrasia, Julia falleció y solo unos días después, le sucedió también a la abadesa. Aquellas dos fueron coronadas con los mismos lauros de santidad: ellas fueron Santa Sara y Santa Julia.-