Lecturas recomendadas

Los dones del Padre, sin el Padre

Los dones de Dios existen y perduran solo en una relación vital con Dios

Padre Paul D. Scalia, sacerdote de la Diócesis de Arlington, VA: 

«Un hombre tenía dos hijos.» Así comienza la parábola más famosa y conocida de nuestro Señor. Algunos la han descrito como el Evangelio en miniatura. Incluso, es mejor verla como toda la historia de la salvación, en miniatura.

“Padre, dame la parte de tus bienes que me corresponde”. Así habla el hijo menor, el pródigo. Está pidiendo su herencia antes de tiempo, lo cual es una mala cosa. Para empezar, priva a la finca familiar de un capital importante. Se ha ido lo que habría podido ser usado para inversión y ganancias (lo cual podría explicar el resentimiento del hermano mayor).

Más importante es lo que la demanda del hijo revela sobre la visión que tiene de su padre. Exige, ahora, lo que solo debe venir a él cuando su padre haya muerto. No quiere a su padre, sino sólo las cosas (literalmente, la sustancia, la vida) de su padre. En efecto, le dice a su padre: “No te quiero a ti, sino lo tuyo; desearía que estuvieras muerto.»

El pedimento del hijo es un abuso de su filiación, una distorsión de la libertad y el privilegio otorgado a él por su padre. Pero el padre lo permite, que es uno de los aspectos que más confunden, de la parábola. Es una imagen de la posibilidad radical de la libertad humana, para desafiar incluso a Dios.

El hijo se va. Después de un tiempo, descubre que es imposible tener, sin su padre, la vida que tenía al lado de su padre. Separado de la fuente de su dignidad, se encuentra reducido al nivel de un animal. Anhela “comer hasta saciarse de las cáscaras de las que se alimentan los cerdos”.

Luego, esas trascendentales palabras: “Habiendo recuperado el sentido…” –o, “Cuando volvió en sí”. Es decir, cuando se dio cuenta de la verdad sobre sí mismo y la fuente de su dignidad. Al rechazar a su padre, se había alienado de sí mismo, a menos que un animal. La única forma de volver a sí mismo es regresar a su padre.

Luego está el hermano mayor, en casa con el padre. Lejos de ser una ocurrencia tardía o una adición a la historia, él es en muchos sentidos el propósito de esta parábola, dirigida a los fariseos y escribas que estaban resentidos con los pródigos que rodeaban a Jesús. Convencido de su propia justicia, el hijo mayor en realidad ha cometido el mismo error que su hermano menor: ha separado a su padre de los dones de su padre.

Pero, en su caso, él ve los dones del padre –compartir sus bienes, participar en su trabajo– como una carga y una esclavitud. “Mira, te serví todos estos años”, responde descaradamente a las súplicas de su padre. No ve que los dones del padre no están destinados a la servidumbre, sino a la dignidad y a la libertad.

Separar de Dios, las cosas de Dios. Querer a Dios fuera de la escena, para poder tener lo que es de Él; sin la dificultad de Él. Esto es fundamental a todo pecado. Lo vemos, primero, en la rebelión de Satanás y sus ángeles. Quieren su belleza, poder y dignidad angelicales para sí mismos, sin su Creador.

Difícilmente un propagador asintomático, Satanás infecta a Adán y Eva con este virus espiritual. Los lleva a reclamar su herencia, a “ser como dioses”, sin Dios. Se rebelan y se aferran al don del Padre, al mismo tiempo que rechazan al Padre. Son los primeros en decir: “Padre, dame la parte de tus bienes que me corresponde”.

Misteriosamente, el Padre lo permite, de nuevo como posibilidad radical de la libertad humana. Adán y Eva también descubren con horror que están en contradicción consigo mismos. Literalmente, ya no se sienten cómodos con su propia piel; se tapan con hojas de higuera. La humanidad espera entonces el día en que “volverá en sí”.

Los dones de Dios existen y perduran solo en una relación vital con Dios. El nuestro no es el Dios de los deístas, que imaginaban una deidad distante y desconectada, cuyos beneficios podemos disfrutar sin su presencia ni interferencia. No; el acto de creación del Padre continúa y nos mantiene en el ser. Ninguna criatura puede existir sin la presencia constante del Creador. Separados de su fuente, los dones del Padre eventualmente se agotan o, peor aún, se corrompen. Para conservar sus dones y su bondad, debemos permanecer unidos a Él.

Querer las cosas de Dios, sin Dios. Vemos esto en mayúsculas en nuestra cultura. La hechicería de nuestra biotecnología busca autoridad sobre la vida sin el Autor de la vida. Los ambientalistas seculares quieren la Creación («naturaleza», como ellos la llaman) sin el Creador. El resultado es predecible: cuanto más desterramos a Dios de nuestro mundo, menos humanos nos volvemos. Estamos alienados de nosotros mismos; ahora ni siquiera conocemos al hombre y a la mujer.

Querer las cosas de Dios, sin Dios. Encontramos esto en nuestros propios pecados. Cada vez que usamos los dones de Dios —nuestra libertad, nuestro intelecto y voluntad, nuestros cuerpos— independientemente de Él, entonces decimos, con el hijo pródigo: “Quiero tus dones, pero no a ti”. Como el hermano mayor, permitimos que esto infecte incluso nuestras devociones. La liturgia se convierte en nuestra creación, no en un don. Las prácticas piadosas se convierten en una forma de hacer las cosas para Dios; pero no, las cosas de Dios.

En Cristo, el hombre vuelve finalmente a sí mismo. En Él vemos la plenitud y la alegría de vivir una vida humana en unión radical y vital con el Padre. Por su gracia, somos restaurados al Padre y, por lo tanto, a nosotros mismos.-

DOMINGO 27 DE MARZO DE 2022

Tomado/traducido por Jorge Pardo Febres-Cordero, de: https://www.thecatholicthing.org/2022/03/27/the-fathers-gifts-without-the-father/

Sobre el Autor
El Padre Paul Scalia es un sacerdote de la Diócesis de Arlington, VA, donde se desempeña como Vicario Episcopal para el Clero y Pastor de la Iglesia Saint James en Falls. Es autor de That Nothing May Be Lost: Reflections on Catholic Doctrine and Devotion y editor de Sermons in Times of Crisis: Twelve Homilies to Stir Your Soul.

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