La globalización ha terminado. Han empezado las guerras culturales globales
La globalización era, ante todo, un proceso económico y tecnológico: de creciente comercio, mayores inversiones de unos países en otros y difusión general de todo tipo de tecnologías. Pero la globalización también era un proceso político, social y moral.
David Brooks – The New York Times:
Pertenezco a una generación afortunada. Recuerdo un tiempo —hace alrededor de un cuarto de siglo— en el que el mundo parecía estar uniéndose. La gran disputa de la Guerra Fría entre el comunismo y el capitalismo parecía haber acabado. La democracia aún seguía en expansión. Los países se volvían más interdependientes económicamente. Internet parecía estar a punto de fomentar las comunicaciones a nivel mundial. Parecía haber una convergencia global en torno a un conjunto de valores universales: la libertad, la igualdad, la dignidad de la persona, el pluralismo y los derechos humanos.
A este proceso de convergencia lo llamamos entonces globalización. Era, ante todo, un proceso económico y tecnológico: de creciente comercio, mayores inversiones de unos países en otros y difusión de las tecnologías que pusieron Wikipedia, por ejemplo, al inmediato alcance de nuestra mano. Pero la globalización también era un proceso político, social y moral.
En la década de 1990, el sociólogo británico Anthony Giddens sostuvo que la globalización es “un giro en las propias circunstancias de nuestra vida. Es la manera en la que vivimos ahora”. Conllevaba “la intensificación de las relaciones sociales en todo el mundo”. La globalización consistía en la integración de cosmovisiones, productos, ideas y culturas. Esto encajaba con una teoría académica que circulaba por ahí, la llamada “teoría de la modernización”. La idea era que, a medida que los países se desarrollasen, se parecerían más a Occidente, quienes ya nos habíamos modernizado.
En la conversación pública general, a veces se presuponía que los países de todo el mundo admirarían el éxito de las democracias occidentales y tratarían de imitarnos. A veces se presuponía que, en cuanto gente “modernizada”, se volverían más burgueses, consumistas y pacíficos, como nosotros. A veces se presuponía que, a medida que las sociedades se modernizaran, se volverían más laicas, como en Europa y algunas partes de Estados Unidos. Estarían más movidas por el deseo de ganar dinero que por el de conquistar a otros. Estarían más movidas por el deseo de establecerse en urbanizaciones que por las ideologías fanáticas o el tipo de ansia de prestigio y conquista que han condenado a la humanidad a siglos de guerras.
Era una visión optimista de cómo evolucionaría la historia, una visión de progreso y convergencia. Por desgracia, esa visión no se corresponde con el mundo en el que vivimos hoy. El mundo no está convergiendo; está divergiendo. El proceso de globalización se ha ralentizado, y en algunos casos ha iniciado una marcha en sentido contrario. La invasión rusa de Ucrania expone estas tendencias. Si bien la valerosa lucha de Ucrania contra la agresión autoritaria es inspiradora para Occidente, buena parte del mundo permanece impasible, e incluso simpatiza con Vladimir Putin.
The Economist informa de que entre 2018 y 2019, el comercio mundial cayó alrededor de 5 puntos porcentuales respecto al PIB mundial. Se han introducido un montón de nuevos aranceles y otras barreras al comercio. Se ha reducido el ritmo de los flujos migratorios. Los flujos mundiales de inversiones a largo plazo cayeron a la mitad entre 2016 y 2019. Las causas de esta desglobalización son amplias y profundas. Para muchas personas, la crisis financiera de 2008 ha deslegitimado el capitalismo global. China, al parecer, ha demostrado que el mercantilismo puede ser una estrategia económica eficaz. Ha surgido toda clase de movimientos contra la globalización: los partidarios del brexit, los nacionalistas xenófobos, los populistas trumpistas y la izquierda antiglobalista.
Hoy hay mucho más conflicto global del que hubo en aquellas breves vacaciones de la historia en la década de 1990. El comercio, los viajes e incluso la comunicación entre los distintos bloques políticos se han vuelto mucho más tensos en términos morales, políticos y económicos. Cientos de compañías se retiraron de Rusia cuando Occidente desconectó parte de la máquina de guerra de Putin. Muchos consumidores occidentales no quieren comerciar con China por las acusaciones de trabajo forzoso y genocidio que pesan sobre ella. Muchos consejeros delegados están replanteándose sus operaciones en China a medida que crece la hostilidad del régimen hacia Occidente y las cadenas de suministro se ven amenazadas por la incertidumbre política. En 2014, Estados Unidos excluyó a la compañía tecnológica china Huawei de las licitaciones públicas. Joe Biden ha endurecido la norma de comprar a proveedores estadounidenses, de modo que el gobierno de Estados Unidos compre más en el mercado nacional.
La economía mundial parece estar escindiéndose poco a poco, para empezar, en una zona occidental y una zona china. La inversión directa extranjera entre China y Estados Unidos ascendía a casi 30.000 millones de dólares anuales hace cinco años. Hoy se ha reducido a 5.000 millones.
Como han escrito John Micklethwait y Adrian Wooldridge en un magnífico ensayo para Bloomberg, “la geopolítica está yendo definitivamente en una dirección contraria a la globalización, hacia un mundo dominado por dos o tres grandes bloques comerciales”. Este contexto general, y en especial la invasión de Ucrania, “está enterrando la mayoría de las premisas fundamentales en que se ha basado el pensamiento empresarial durante los últimos 40 años”.
Por supuesto, la globalización, en lo que respecta a los flujos comerciales, continuará. Pero la globalización como lógica impulsora de los asuntos mundiales parece haber terminado. Las rivalidades económicas se han mezclado ahora con las rivalidades políticas, morales y de otros tipos en una competición mundial por el dominio. La globalización ha sido reemplazada por algo que se parece mucho a una guerra cultural global.
Si echamos la vista atrás, probablemente hicimos demasiado hincapié en el poder de las fuerzas materiales, como la economía y la tecnología, para impulsar los acontecimientos humanos y unirnos a todos. No es la primera vez que esto sucede. A principios del siglo XX, Norman Angell escribió un libro, hoy tristemente famoso, titulado La grande ilusión, en el que sostenía que las economías de los países industrializados de su época dependían demasiado unas de otras como para declararse la guerra entre ellos. Pero lo que vino después fueron dos guerras mundiales.
Lo cierto es que, a menudo, lo que impulsa la conducta humana son fuerzas mucho más profundas que el egoísmo económico y político, al menos como los racionalistas occidentales suelen entender estas cosas. Son esas motivaciones más profundas las que están impulsando los acontecimientos en este momento, y llevando la historia por direcciones sumamente impredecibles.
En primer lugar, lo que en gran medida mueve a los seres humanos son los denominados “deseos timóticos”. Se trata de las necesidades de ser tenidos en cuenta, respetados y apreciados. Si a la gente le das la impresión de que no es tenida en cuenta, ni respetada, ni apreciada, se enfada y se vuelve rencorosa y vengativa. Percibirá ese menoscabo como una injusticia, y reaccionará con una agresiva indignación.
La política global ha funcionado en las últimas décadas como una enorme máquina de desigualdad social. En un país tras otro, han surgido grupos de élites urbanas con estudios superiores para dominar los medios, las universidades, la cultura y, a menudo, el poder político. Grandes sectores de la población se sienten menospreciados e ignorados. En un país tras otro, han surgido líderes populistas para explotar ese resentimiento: Donald Trump en Estados Unidos, Narendra Modi en la India o Marine Le Pen en Francia.
Entretanto, otros gobernantes autoritarios como Putin y Xi Jinping practican esta política del resentimiento a escala global. Tratan a Occidente en su conjunto como élites globales y declaran su abierta rebelión contra él. Putin cuenta historias de humillación, de lo que supuestamente Occidente le hizo a Rusia en la década de 1990. Promete un regreso al excepcionalismo ruso y la gloria rusa. Rusia reclamará su papel protagonista en la historia mundial.
Los dirigentes chinos hablan del “siglo de humillación”. Se quejan del modo en el que los arrogantes occidentales intentan imponer sus valores a todos los demás. Aunque puede que China se acabe convirtiendo en la mayor economía del mundo, Xi sigue hablando de ella como si fuese un país en desarrollo.
En segundo lugar, la mayoría de la gente sigue manteniendo una fuerte lealtad a su lugar y su nación. Pero en las últimas décadas, muchas personas sienten que se ha dejado atrás a sus lugares, y que su honor nacional se ha visto amenazado. En el apogeo de la globalización, parecía que las organizaciones multilaterales y las corporaciones mundiales estaban eclipsando a las naciones-Estado.
En un país tras otro, han surgido movimientos de fuerte tendencia nacionalista para insistir en la soberanía nacional y restaurar el orgullo nacional: Modi en la India, Recep Tayyip Erdogan en Turquía, Trump en Estados Unidos o Boris Johnson en Gran Bretaña. Al diablo con el cosmopolitismo y la convergencia global, dicen. Vamos a hacer que nuestro país sea grande otra vez, a nuestra manera. Muchos globalistas subestimaron completamente el poder del nacionalismo para dirigir la historia.
En tercer lugar, la gente se mueve por anhelos morales: por su apego a sus valores culturales, por su deseo de defender férreamente sus valores cuando parecen estar siendo agredidos. En las últimas décadas, para mucha gente la globalización ha sido exactamente ese tipo de agresión.
Tras la Guerra Fría, los valores occidentales acabaron dominando el mundo: a través de nuestras películas, nuestra música, nuestra conversación política y nuestras redes sociales. Una teoría de la globalización era que la cultura mundial convergería, en esencia, en torno a estos valores liberales.
El asunto es que los valores occidentales no son los valores del mundo. De hecho, los de Occidente somos un caso cultural completamente aparte. En su libro The WEIRDest People in the World, Joseph Henrich reúne cientos de páginas de datos para demostrar lo inusitados que son nuestros valores: Occidente, educación, industria, riqueza y democracia (cuyo acrónimo en inglés es WEIRD, “extraño”).
Escribe: “La gente WEIRD somos muy individualistas, estamos muy obsesionados con nosotros mismos y orientados al control, y somos muy inconformistas y analíticos. Nos concentramos más en nosotros mismos —en nuestras características, logros y aspiraciones— que en nuestras relaciones y roles sociales”.
Es perfectamente posible disfrutar escuchando a Billie Eilish o Megan Thee Stallion y seguir considerando ajenos los valores occidentales, o quizá repelentes. Muchas personas en todo el mundo echan un vistazo a nuestras ideas sobre los roles de género y les parecen ajenas o repelentes. Echan un vistazo —en nuestro mejor momento— a nuestra ferviente defensa de los derechos LGBTQ y les parece repulsiva. La idea de que dependa de cada persona elegir su propia identidad y sus valores a muchos les parece ridícula. La idea de que la finalidad de la educación sea inculcar la habilidad del pensamiento crítico para que los estudiantes puedan liberarse de las ideas que han recibido de sus padres y comunidades a muchos les parece tonta.
Con un 44 por ciento de los estudiantes de secundaria estadounidenses que dicen sentir tristeza o desesperanza de manera persistente, nuestra cultura no es exactamente el mejor argumento a favor de los valores occidentales en este momento.
A pesar de las premisas de la globalización, la cultura del mundo no parece estar convergiendo y, en algunos casos, parece estar divergiendo. Los economistas Fernando Ferreira y Joel Waldfogel estudiaron las listas de éxitos musicales en 22 países entre 1960 y 2007. Descubrieron que la gente se inclinaba más por la música de su país, una inclinación que ha crecido desde finales de la década de 1990. La gente no quiere mezclarse en una cultura global homogénea; quiere preservar su propio carácter.
Cada pocos años, la Encuesta Mundial de Valores entrevista a personas de todo el mundo sobre sus creencias morales y culturales. Cada pocos años, algunos resultados de esta encuesta se sintetizan en un mapa que muestra la posición de las diferentes zonas culturales en relación con las demás. En 1996, la zona cultural de la Europa protestante y la zona anglohablante estaban agrupadas con otras zonas del planeta. Los valores occidentales diferían de los valores encontrados en, por ejemplo, América Latina o la zona confucionista, pero eran contiguos.
Pero en 2020, se ve un mapa diferente. La Europa protestante y las zonas anglohablantes se han alejado del resto de las culturas del mundo, y ahora parecen una especie extrínseca de península cultural.
En un resumen de los hallazgos de la encuesta y sus impresiones, la Asociación de la Encuesta de Valores Mundiales señaló que, en cuestiones como el matrimonio, la familia, el género y la orientación sexual, “se ha producido una creciente divergencia de los valores prevalecientes entre los países de renta baja y los países de renta alta”. En Occidente hacía mucho tiempo que éramos un caso aparte; ahora nuestra distancia del resto del mundo empieza a ser inmensa.
Por último, a las personas las mueve poderosamente el deseo de orden. Nada es peor que el caos y la anarquía. Estos cambios culturales y la quiebra de una gobernanza eficaz, a menudo simultáneos, pueden ser percibidos como caos social, como anarquía, lo que lleva a la gente a buscar el orden a toda costa.
En los países democráticos, somos lo bastante afortunados de vivir en sociedades cuyo orden se basa en las normas, donde se protegen los derechos individuales y podemos elegir a nuestros gobernantes. Sin embargo, en cada vez más partes del mundo, la gente no puede acceder a este tipo de orden.
Del mismo modo que hay señales de que el mundo está divergiendo económica y culturalmente, hay señales de su divergencia política. En su informe “Libertad en el Mundo, 2022”, Freedom House señala que el mundo ha experimentado 16 años consecutivos de declive democrático. Según explicó el año pasado: “Los países que experimentan un deterioro superan en número a los que han mejorado con el mayor margen registrado desde que comenzó la tendencia negativa en 2006. La larga recesión democrática se está intensificando”. Esto no es lo que pensábamos que ocurriría en la era dorada de la globalización.
En aquel momento de esplendor, parecía que las democracias eran estables y que los regímenes autoritarios iban de camino al cajón del olvido. Hoy, muchas democracias parecen menos estables que antes, y muchos regímenes autoritarios parecen más estables. La democracia estadounidense, por ejemplo, se ha deslizado hacia la polarización y la disfunción. Entretanto, China ha demostrado que los países muy centralizados pueden ser tan avanzados tecnológicamente como Occidente. Los países autoritarios modernos tienen ahora tecnologías que les permiten ejercer el control general de sus ciudadanos de un modo inimaginable hace unas décadas.
Los regímenes autocráticos son ahora importantes rivales de Occidente. Representan el 60 por ciento de las solicitudes de patentes. En 2020, los gobiernos y empresas en estos países invirtieron 9 billones de dólares en maquinaria, equipos, infraestructura y similares, mientras que los países democráticos invirtieron 12 billones de dólares. Si las cosas van bien, los gobiernos autoritarios pueden gozar de un sorprendente apoyo popular.
Lo que estoy describiendo aquí es una divergencia en una variedad de frentes. Como indican los investigadores Heather Berry, Mauro F. Guillén y Arun S. Hendi en un estudio sobre la convergencia internacional: “A lo largo del último medio siglo, las naciones-Estado del sistema global no han evolucionado de manera significativa hacia un mayor acercamiento (o mayor semejanza) entre sí en varios aspectos”. En Occidente, suscribimos una serie de valores universales sobre la libertad, la democracia y la dignidad de la persona. El problema es que estos valores universales no son universalmente aceptados, y al parecer lo son cada vez menos.
A continuación, voy a describir un mundo en el que la divergencia se convierte en conflicto, en especial cuando las potencias compiten por los recursos y el dominio. Es obvio que China y Rusia quieren establecer zonas regionales que ellas dominen. En parte este es el tipo de conflicto que ha existido a lo largo de la historia entre sistemas políticos opuestos, de modo similar a lo que vimos durante la Guerra Fría. Esta es la lucha global entre las fuerzas del autoritarismo y las fuerzas de la democratización. Los regímenes iliberales están construyendo alianzas más estrechas entre sí. Los unos están invirtiendo más en las economías de los otros. En el otro extremo, los gobiernos democráticos están construyendo alianzas más estrechas entre sí. Se están erigiendo muros. Corea fue el primer gran campo de batalla de la Guerra Fría. Ucrania podría ser el primer campo de batalla en lo que resulta ser una larga lucha entre sistemas políticos diametralmente opuestos.
Pero está sucediendo algo de mayor profundidad, diferente de las grandes luchas de poder del pasado, diferente de la Guerra Fría. Esto no es solo un conflicto político o económico. Es un conflicto que atañe a la política, la economía, la cultura, el estatus, la psicología, la moral y la religión, todo al mismo tiempo. Más concretamente, es un rechazo de cientos de millones de personas en muy variados frentes del estilo occidental de hacer las cosas.
Por definir este conflicto de la forma más generosa, diría que se trata de la diferencia entre el énfasis de Occidente en la dignidad de la persona y el énfasis del resto del mundo en la cohesión de la comunidad. Pero eso no es lo único que sucede. Lo importante es cómo estas inveteradas diferencias culturales normales están siendo atizadas por los autócratas que quieren expandir su poder y sembrar el caos en el mundo democrático. Ahora, los gobernantes autoritarios a menudo utilizan las diferencias culturales, las tensiones religiosas y el resentimiento por el estatus como herramientas para movilizar a sus simpatizantes, atraer aliados y expandir su propio poder. Esto es una diferencia cultural que el resentimiento por el estatus ha transformado en guerra cultural.
Algunas personas han resucitado la teoría del choque de civilizaciones de Samuel Huntington para plasmar lo que está sucediendo. Huntington tenía razón en que las ideas, la psicología y los valores impulsan la historia tanto como los intereses materiales. Pero estas divisiones no se desglosan en los criterios civilizatorios nítidos que Huntington describió.
De hecho, lo que más me obsesiona es que este rechazo del liberalismo de Occidente, de su individualismo, su pluralismo, su igualdad de género y todo lo demás, no se esté produciendo solo entre diferentes países, sino también dentro de ellos.
El resentimiento por el estatus contra las élites culturales, económicas y políticas de Washington que sale de la boca de dirigentes iliberales como Putin y Modi y Jair Bolsonaro en Brasil se parece mucho al resentimiento por el estatus que sale de la boca de la derecha trumpista, de la derecha francesa, de las derechas italiana y húngara.
Hay mucha complejidad en esto —los trumpistas, como es obvio, no sienten ningún aprecio por China—, pero a veces, al mirar los asuntos mundiales, veo una versión gigante, global, maximalista, de la familiar disputa entre republicanos y demócratas en Estados Unidos. En Estados Unidos nos hemos dividido por criterios regionales, educativos, religiosos, culturales, generacionales y urbanos/rurales, y ahora el mundo se está fragmentando de un modo que muchas veces parece imitar el nuestro. Puede que los líderes populistas difieran en qué camino prefieren, y que sus pasiones nacionalistas a menudo entren en conflicto, pero contra lo que se están rebelando suele ser lo mismo.
¿Cómo ganas una guerra cultural donde los distintos puntos de vista sobre el laicismo y los desfiles por los derechos de las personas gay se entrelazan con las armas nucleares, los flujos del comercio mundial, los resentimientos por el estatus, la masculinidad tóxica y las tomas de poder autoritarias? Ese es el embrollo en el que hoy nos encontramos.
Echo la vista atrás, a esas pocas décadas pasadas de pensamiento social, con comprensión. Era demasiado joven para experimentar la tensión de la Guerra Fría, pero debió de ser tremenda. Comprendo por qué tantas personas, cuando colapsó la Unión Soviética, se aferraron a una visión del futuro que prometía poner fin al conflicto existencial.
Contemplo la situación actual con humildad. Las críticas que muchas personas hacen a Occidente, y a la cultura estadounidense —por ser demasiado individualista, demasiado materialista, demasiado condescendiente— no son críticas equivocadas. Tenemos mucho trabajo que hacer si queremos tener la suficiente fuerza social para hacer frente a los desafíos que se acercan en los próximos años; si queremos convencer a la gente de todos esos países indecisos en África, América Latina y el resto del mundo de que deberían unir su suerte a la de la democracia, y no a la de los autoritarios; de que nuestro estilo de vida es el mejor estilo de vida.
Y contemplo la situación actual con confianza. Básicamente, las personas quieren destacar y encajar. Quieren sentir que sus vidas poseen dignidad, que son respetadas por quiénes son. También quieren sentirse integrantes de las comunidades morales. Ahora mismo, muchas personas sienten que Occidente les falta el respeto. Están uniendo su suerte a la de líderes autoritarios que apelan a su resentimiento y a su orgullo nacional. Pero, en realidad, esos líderes no les conceden ningún reconocimiento. Para esos autoritarios —desde Trump a Putin—, sus adeptos son solo instrumentos en su búsqueda del autoengrandecimiento.
A fin de cuentas, solo la democracia y el liberalismo se basan en el respeto a la dignidad de cada persona. A fin de cuentas, solo estos sistemas y nuestras cosmovisiones permiten la realización suprema de los impulsos y deseos que he intentado describir aquí.
He perdido la confianza en nuestra capacidad de predecir adónde se dirige la historia y en la idea de que, a medida que los países se “modernizan”, su evolución obedece a algún criterio predecible. Supongo que es el momento de que estemos abiertos a la posibilidad de que el futuro podría ser muy distinto a lo que esperábamos.
Los chinos parecen muy seguros de que nuestra coalición contra Putin se derrumbará. Los consumidores occidentales no serán capaces de tolerar el sacrificio económico. Nuestras alianzas se fragmentarán. Los chinos también parecen convencidos de que enterrarán nuestros sistemas decadentes dentro de no mucho tiempo. Estas son posibilidades que no se pueden descartar.
Sin embargo, tengo fe en las ideas y en los sistemas morales que hemos heredado. Eso que llamamos “Occidente” no es una denominación étnica ni un club de campo elitista. Los héroes de Ucrania están demostrando que, en sus mejores momentos, es un logro moral y que, a diferencia de sus rivales, aspira a extender la dignidad, los derechos humanos y la autodeterminación a todas las personas. Eso es lo que merece la pena reformar y trabajar y defender y compartir en las próximas décadas.-
David Brooks ha sido columnista del Times desde 2003. Es autor de The Road to Character y, más recientemente, The Second Mountain. @nytdavidbrooks