Sobre la indiferencia
La relación entre los estadounidenses y la democracia es una cuestión de fe, que ha confundido la política con la moral interior, sostiene Mark Lilla en este ensayo publicado originalmente en Liberties, la revista de cultura y política editada por Leon Wieseltier, cuya reciente aparición merece celebrarse
Mark Lilla:
¿Qué alarde es este de la virtud y del vicio?
El mal me impulsa y la reforma del mal me impulsa;
permanezco indiferente,
a mi paso ni censuro ni rechazo,
humedezco las raíces de todo lo que crece.
Walt Whitman
Los dioses olímpicos no son nuestros amigos. Zeus nos habría destruido hace mucho si Prometeo no nos hubiera traído fuego y otras cosas útiles. Pero Prometeo no era benevolente. Estaba enfadado con Zeus porque había encerrado a los titanes y luego se volvió contra él después de que Prometeo le hubiera ayudado a asegurar su gobierno. Los humanos somos solo peones de su juego. Los mitos nos enseñan que hemos venido a sufrir, y que el mejor destino es ser ignorado por esas divinidades desastrosas. De su indiferencia depende nuestra felicidad. Afortunadamente, solo tenemos deberes mínimos hacia ellos, así que una vez que las cenizas de los sacrificios se han barrido, las libaciones se han limpiado y las guirnaldas de los festivales se han reciclado, somos libres para partir.
El Dios bíblico requiere más atención. Aunque a veces resulta petulante, su mano providencial siempre funciona para quienes eligen ser elegidos. La providencia, sin embargo, tiene un precio. Estamos obligados a temer al Señor, a obedecer sus mandamientos y a interiorizar el código moral con el que nos ha bendecido. Para los puristas, esto puede significar que prácticamente cada hora de cada día está regulada. Pero no es así como parecen vivir los protagonistas de la Biblia. Aman, luchan, gobiernan reinos, tocan la lira y solo cuando desean a la mujer de alguien y organizan su muerte en la batalla detiene Dios la música y les pide cuentas. Y una vez se produce el arrepentimiento, la banda empieza de nuevo. La alianza limita la libertad humana, pero también autolimita a Dios. Nuestra lista de tareas no es infinita. En cuanto hemos cumplido nuestros deberes, podemos explorar el mundo. ¿Hemos terminado? Sí, hemos terminado.
¡Vaya, vaya, niña! Todo tiene una moraleja, solo hay que encontrarla.
Reina de corazones, Alicia en el país de las maravillas
Pero como cristiano mi trabajo nunca está terminado. Debo tener el vago ideal de la imitatio Christi ante los ojos todo el tiempo y debo intentar resolver el enigma –¿qué haría Jesús?– en cada situación, y arrastrar la culpa de equivocarme en la respuesta. Kierkegaard no exageraba cuando decía que la tarea de convertirse en cristiano es infinita. Puede ser también brutal. Jesucristo les dijo a sus discípulos que debían estar listos en todo momento para dejarlo todo si llegaba la llamada, y añadió: Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío.
El Dios de san Pablo tiene problemas con los límites. Más entrometido que el flautista de Hamelín, siempre está mirando en nuestro corazón, analizando nuestras intenciones y exigiendo que lo amemos más de lo que nos amamos a nosotros mismos. El maestro de las metáforas san Agustín encontró una poderosa imagen para describir el nuevo régimen: Dos ciudades han sido formadas por dos amores: la ciudad terrenal fue creada por el amor a uno mismo hasta llegar al desprecio de Dios, y la Ciudad Celestial por el amor de Dios hasta el punto de despreciar a uno mismo. Se apresuró a añadir que la ciudad terrenal desempeña un papel necesario en la vida mortal, porque ofrece paz y comodidad en el mejor de los tiempos. Pero a lo largo de siglos –ese es el poder de la metáfora sobre la razón– los fanáticos que cubren sus apuestas han concluido que si vamos a errar, es mejor caer en el autoodio que descubrir cualquier rastro de orgullo interior. Un examen moral siempre muestra algo. Y así se encierran en panópticos donde actúan como sus propios guardianes y donde nada es materia de indiferencia espiritual.
Teólogos cristianos posteriores presentaron dudas sobre esta imagen rigorista de la vida moral cristiana. En la Edad Media debatían sobre si podía existir algo como los “actos indiferentes”, es decir, actos que no tienen significado moral o espiritual. Rascarse la barba era un ejemplo habitual de los partidarios de la laxitud. Tomás de Aquino se mostraba de acuerdo en cuanto a la barba, pero por lo demás declaraba que si una acción implica en algún sentido una deliberación racional no puede ser indiferente, puesto que la razón siempre se dirige hacia unos fines, que pueden ser buenos o malos. q.e.d. Así que la clase de actos genuinamente indiferentes resultó bastante pequeña en la enseñanza católica oficial. Eso era perfecto para una élite monástica y conventual que dedicaba su vida a abnegados ejercicios espirituales, acompañados de angustiosas dudas sobre si esos ejercicios eran una muestra de soberbia. Pero eran una clase aparte. Los funcionarios clericales normales llevaban vidas más permisivas, y así tuvimos cardenales con concubinas y con retratos de Tiziano colgados sobre la chimenea. La vigilancia no era su vocación.
En la visión protestante, ese era precisamente el problema. El protestantismo, y en particular el calvinismo, devolvió el rigorismo moral y después lo democratizó. Ahora todos los vecinos debían registrarse a sí mismos mientras meditaban sobre el aterrador misterio de la predestinación. La ansiedad no hacía más que crecer cuando los protestantes afrontaban una elección entre denominaciones diferentes y hostiles. ¿Solo había una iglesia verdadera? ¿O algunas disputas dogmáticas entre denominaciones entre iglesias eran indiferentes para Dios? Los combatientes de las guerras de religión decían que no: los verdaderos cristianos no solo deben andar por el buen camino, deben pronunciar las palabras adecuadas. Pero, con el tiempo, a medida que las denominaciones proliferaban como renacuajos en una charca, y las diferencias doctrinales entre ellas se volvían más abstrusas, la línea rigorista resultó más difícil de mantener. Quizá la casa del Señor tenía múltiples moradas después de todo.
Esa idea es exactamente lo que preocupaba a los críticos católicos de la Reforma. Si concedemos que hay muchos caminos cristianos hacia la salvación, la gente se preguntará si no hay también caminos religiosos no cristianos, y después se preguntará si hay caminos no religiosos decentes y admirables para la perfección moral. Y si concedemos que los hay –este es el salto crucial– se sentirán tentados de preguntar si también puede haber formas de vida decentes y admirables que no giren en torno a la perfección moral. El peligro no será que la gente abandone la moralidad por completo: ningún antimoralista autodefinido, ni siquiera Nietzsche, ha renunciado nunca a las palabras debe y debería. El peligro sería que empezaran a pensar que la moralidad es una dimensión de la vida entre otras igualmente dignas de consideración. Eso significaría el fin de la pretensión de la moralidad de ser el árbitro final de lo que constituye una vida bien vivida.
El gradiente en esta pendiente de cuestionamiento es pronunciado. Montaigne se deslizó al fondo durante las guerras de religión y ha arrastrado a lectores incautos consigo desde entonces. No presentó abiertamente el caso contra el imperialismo de la conciencia; era un bon vivant y no tenía prisa por ser un bon mourant. En vez de eso, escribió ensayos aparentemente ligeros llenos de anécdotas que mostraban con sutileza el aspecto ridículo o repugnante de la vida rigorista e implicaban que debe haber una mejor forma de vida, sin especificar exactamente cuál podría ser. Solo se señaló a sí mismo como un cordial, e irresistible, ejemplo de satisfacción tolerante y sofisticada.
Pascal, el mejor lector de Montaigne, distinguió de inmediato la amenaza que los Ensayos suponían para el edificio moral cristiano: Montaigne inspira la indiferencia con respecto a la salvación, sin temor y sin arrepentimiento. El debate escolástico sobre los actos indiferentes había presumido un deseo de poner en orden nuestras casas morales. Los debates de la Reforma y la Contrarreforma sobre la justificación presumían un deseo de poner en orden nuestras casas teológicas. El indiferentismo de Montaigne, como se le acabó llamando, hacía que todas las casas bien ordenadas parecieran amenazadoras o levemente ridículas. Por eso en 1864 el papa Pío IX condenó en su Syllabus errorum el indiferentismo, junto al liberalismo, como “plagas” modernas. Entendió que no hay nada más devastador para el dogma que un encogimiento de hombros.
Pensar que los muchos pueden equivocarse es una idea absurda y anticuada. Lo que los muchos pueden hacer es la voluntad de Dios. Ante esta visión todo el mundo se ha inclinado hasta hoy: reyes, emperadores y excelencias. Hasta ahora todo nuestro ganado ha recibido ánimos por este conocimiento. Así que Dios tendrá que aprender a inclinarse también.
Søren Kierkegaard
La relación de los estadounidenses con la democracia nunca ha sido de indiferencia, ni tampoco razonada. Para nosotros es una cuestión de fe dogmática, y por tanto una cuestión de pasiones. Consideramos que estas verdades son evidentes: ¿se ha hecho una afirmación más debatible y decisiva desde el Sermón de la Montaña? Pero para los estadounidenses no es una tesis que se podría someter a examen y enmienda: incluso los ateos estadounidenses se saltan la parte de otorgados por su Creador en reverencial silencio. Somos cautivos de un mito fundacional tan sólido e imponente como un templo antiguo, que nos turnamos para purificar como si fuéramos vestales. Debatimos libremente cómo debe interpretarse el mysterium tremendum y qué rituales impone sobre nosotros. Pero el oráculo ha hablado y no acepta nuevas preguntas.
Lo que es en general algo bueno. Hace no mucho tiempo se hablaba despreocupadamente de una transición histórico-mundial a la democracia, como si fuera lo más fácil y natural del mundo conseguirlo. Establece un pays légal democrático, se pensaba, y un pays réel democrático brotará espontáneamente dentro de sus límites. Hoy, cuando en todo el globo se construyen templos a crueles deidades locales, nos recuerdan lo rara que es una sociedad democrática. Así que apreciemos el vínculo no razonado y dogmático de los estadounidenses con la suya. No todo lo no razonado carece de sabiduría.
Pero tampoco son todas las cosas buenas completamente buenas. Eso es lo que le cuesta entender a la mente dogmática. Si algún fin –el gobierno de los santos, digamos, o la dictadura del proletariado– se considera digno de ser perseguido, el dogmático necesita creer que es el bien único y perfecto, exento de desventajas inherentes. Las imperfecciones deben ignorarse para no distraer al equipo. Pero cuando resulta imposible ignorar los problemas, como ocurre de manera inevitable, deben explicarse. Y así se atribuirán a fuerzas ajenas y retrógradas que han infiltrado el paraíso, o al insuficiente celo de los creyentes cuando persiguen el bien. A la mente dogmática la atormentan dos espectros: los diferentes y los indiferentes.
El dogmatismo de los estadounidenses sobre la democracia refuerza su vínculo con ella, pero debilita su comprensión. Para nosotros lo más difícil es establecer suficiente distancia intelectual desde la democracia moderna como para verla en perspectiva histórica. (Mientras virtualmente cada universidad estadounidense tiene cursos sobre “valores democráticos”, no conozco ninguna que ofrezca uno de “valores antidemocráticos”, pese al hecho de que desde el principio de los tiempos la mayoría de las sociedades han estado gobernadas por ellos.) Los Padres Fundadores tenían experiencia con la monarquía y habían estudiado las repúblicas fallidas del pasado europeo. Miraban la democracia como una forma política entre otras, con fortalezas y debilidades como cualquier otra disposición política. Pero una vez que los estadounidenses de generaciones posteriores llegaron a ignorar todo lo que no fuera la vida democrática, la democracia se convirtió en el fin mismo, el summum bonum del que deben fluir todas las discusiones y debates. Cuando los estadounidenses preguntan ¿cómo podemos mejorar nuestra democracia? lo que realmente preguntan es ¿cómo podemos hacer nuestra democracia más democrática?: una diferencia sutil pero profunda.
Nuestro dogmatismo se muestra también de otras maneras. Si pasas un tiempo en el extranjero empiezas a ver que los estadounidenses pocas veces expresan sentimientos contradictorios con respecto a su país como hacen otros con respecto al suyo. Oscilamos sin humor entre la promoción defensiva y la autoflagelación, especialmente la última durante el último medio siglo. En la actualidad no hay nada más estadounidense que condenar la democracia estadounidense o declarar que nos sentimos alienados en ella. Pero la única acusación que podemos presentar contra ella es que no es lo bastante democrática. Nadie aprecia la paradoja salvo el atento observador extranjero con sentido del humor, como la divina señora Trollope. El sentimiento estadounidense extranjero siempre es, en algún nivel, antidemocrático, y por eso podemos hacer que resulte iluminador y útil para nosotros. El sentimiento antiestadounidense de los estadounidenses es hiperestadounidense y serio como el polvo. Nos parece prácticamente imposible salir de nosotros mismos. No producimos Tocquevilles, necesitamos importarlos.
Otros países afirman reverenciar la democracia, y muchos lo hacen. Pero pocos piensan en la democracia como un proyecto moral interminable, una época de escala histórica mundial. Y ninguno ha considerado que su deber divino sea llevar la democracia a los no bautizados. El sello protestante de la mente estadounidense es tan profundo que colectivamente tomamos la divisa de la Iglesia Peregrina en marcha hacia una redención donde todas las cosas serán creadas de nuevo. Durante gran parte de nuestra historia la tarea sagrada e individual de convertirse en un cristiano más cristiano circuló en paralelo con la tarea colectiva de convertirse en una democracia más democrática. Observa que no digo democracia liberal. Porque no hay nada liberal en los estadounidenses cuando se ponen en marcha. Por eso cuando empieza el reclutamiento forzoso, los indiferentes, que por alguna razón no tienen ganas de desfilar ahora o tienen otros destinos en mente, se retiran. Algunos han buscado refugio en la soledad rural, otros en la metrópolis estadounidense, otros en las capitales extranjeras. En cualquier sitio donde pudieran ser libres del imperativo incesante de convertirse en una mejor persona o un mejor estadounidense. En cualquier sitio donde pudieran convertirse sencillamente en ellos mismos.
La tesis de que grandes cantidades de jabón son un testimonio de nuestra mayor pulcritud no se aplica a la vida moral, donde el principio más reciente parece más preciso: una fuerte compulsión de lavarse sugiere un estado dudoso de higiene moral.
Robert Musil
Se levanta una mano entre el público: ¡Pero ya no somos un país protestante! Somos un país laico que ha superado el conformismo religioso. ¿De qué demonios hablas?
Le agradezco que me haga esa pregunta. En un aspecto decisivo hemos avanzado con respecto al protestantismo: ya no creemos que seamos criaturas caídas y pecadoras. La teología protestante era severa con su rebaño y a veces con su país, pero también era severa consigo misma. Era una entrometida porque su Dios era un entrometido que ponía a todo el mundo, incluyendo a la clerecía, bajo escrutinio divino. Ninguno es justo, ninguno, dice san Pablo. Qué terrible manera de empezar el día.
Pero en otros aspectos hemos retenido vestigios de nuestro legado protestante e incluso lo hemos exagerado. Hegel lo anticipó. Al considerar la psicodinámica moral y religiosa de su época, observó que la Dialéctica tiene sentido del humor: tira a Calvino por la puerta delantera y Kant se cuela por la puerta de atrás. El empirismo y el escepticismo de la Ilustración acababan de desencantar la naturaleza y de vaciarla de su propósito moral cuando el idealismo alemán restableció subrepticiamente los principios de la moralidad cristiana a partir de motivos filosóficos abstractos. Y Kant apenas había contribuido a ese renacimiento cuando el impulso moral flotó libre de sus estructuras universalistas y se hizo más subjetivo, menos sutil, más excitable, menos basado en la existencia ordinaria. En una palabra, se hizo romántico. Los santos han muerto; larga vida a las “almas bellas”.
¿Qué es un alma bella? Para Schiller, que acuñó el término, era una persona en quien la vieja tensión entre ley moral e instinto humano se había superado. En un alma bella, escribió, las hazañas individuales no son lo que es moral. Más bien, todo el carácter lo es […] el alma bella no tiene otro mérito que existir. Schiller imaginó a individuos que encarnan de manera tan plena la ley moral que no tienen necesidad de razonamiento moral y que no sufren ninguna lucha para dominar las pasiones. Esta alma bella no quiere actuar moralmente, solo se comporta de forma instintiva y ese comportamiento es bueno. (¿Te suena? Vio Dios cuanto había hecho y todo estaba bien.) Discípulo de Kant, Schiller consideraba que la ley moral era universal por definición. Lo que no había previsto era que la noción de alma bella podía inspirar una insolencia radical en cualquier convencido de su belleza interior. ¿Quién no querría ser coronado como Roi Soleil moral, absuelto de antemano de la culpa, la duda, el arrepentimiento y las expresiones de humildad? ¿Quién no querría aprender que la definición de rectitud es la superioridad moral?
Así, para responder a la pregunta: sí, en cierto sentido Estados Unidos es una nación posprotestante. La rígida farfolla que aporreaba la Biblia ha sido expulsada de la plaza pública, pero solo para hacer sitio a redes de almas bellas cargadas de superioridad moral que sientan cátedra desde sus Vaticanos interiores. Lo que nadie parece reconocer es que son un atavismo, un estallido del pasado, no una brisa que llega desde un futuro de progreso. Como sus antepasados, son propensos a los cismas y entran en guerras civiles con la ligereza de los caballeros templarios que atacaban Palestina. Pero los une la vieja e inquebrantable creencia de que cuando se trata de hacer del mundo un lugar mejor no hay actos ni palabras ni pensamientos indiferentes, y no hay descanso para los virtuosos. Nuestras almas bellas son cristianos conversos, tan radicales como san Pablo. Solo que no lo saben. Sí, la Dialéctica tiene sentido del humor.
“Ah”, suspiró la señorita Gostrey, “¡el nombre del buen estadounidense se da con la misma facilidad con que se quita! ¿Qué significa, para empezar, serlo? ¿Y por qué esa prisa extraordinaria?”
Henry James
Estados Unidos opera sobre sí mismo. Casi siempre está actuando sobre sí mismo porque los estadounidenses creen que la vida es un proyecto, para individuos y naciones. Ningún otro pueblo cree que esto sea así del mismo modo. No hay un proyecto belga, ni keniano, ni ecuatoriano, ni filipino o canadiense. Pero hay un proyecto estadounidense, o más bien una caja negra para proyectos que cambian con el tiempo. Siempre estamos derribando los muros de nuestra casa colectiva, haciendo ampliaciones, construyendo plataformas, aplicando un martillo neumático sobre el camino de entrada y añadiendo nuevo asfalto. Pocas veces estamos quietos y nunca tranquilos. Y cuando nos ponemos a trabajar esperamos que todo el mundo participe. Y eso significa tú.
Eso te puede poner en una posición incómoda. Digamos que no te gusta el proyecto de nuestro momento. O que lo apruebas pero crees que se debería manejar de otro modo. O que aprecias la forma en que se está manejando pero no te sientes particularmente inclinado a participar en él ahora. O incluso que quieres participar pero no te gusta que te arrastren a hacerlo o enterarte de que se castiga a otros porque no quieren unirse. O digamos que simplemente quieres que te dejen en paz. En cualquier otro país se considerarían posturas totalmente razonables. Pero no en Estados Unidos cuando opera sobre sí mismo.
Los proyectos de nuestra época pueden parecer radicales pero solo son extensiones de los viejos principios de libertad, igualdad y justicia. Eso sin duda habla en su favor. Lo que es nuevo, gracias a nuestras almas bellas, es que la tarea de hacer de esto unos Estados Unidos mejores se ha mezclado con la tarea de hacer de ti una mejor persona. En la era protestante, la promoción de la virtud cristiana circulaba en paralelo con la promoción de la democracia, pero normalmente se podía distinguir. Aceptar a Jesús como tu salvador personal no tenía necesariamente nada que ver con que aceptaras a William Howard Taft como tu salvador nacional. Lo primero afectaba a tu persona, lo segundo a tu país.
En la era del alma bella nuestras pasiones evangélicas han sobrevivido y han sido transferidas al proyecto nacional, personalizándolo. Las almas bellas creen que las ideas políticas que tiene una persona emanan de un estado moral interior, no de un proceso de razonamiento y diálogo con otros. A partir de esa asunción, concluyen razonablemente que establecer una mejor política requiere producir una transformación interna en los demás o condenarlos al ostracismo. Y gracias a las maravillas de la tecnología, examinar las almas de los demás resulta más fácil que nunca.
Esas maravillas también nos han transportado a un panóptico virtual y global. No tiene presencia física, solo existe en nuestras cabezas. Pero eso es suficiente para mantener una presión sutil y demostrar que todos estamos plenamente comprometidos con los más modernos proyectos estadounidenses. En periodos de entusiasmo cristiano en el pasado, las élites hacían gestos ostentosos de fe para evitar el escrutinio. Financiaban una cruzada, encargaban un retablo, hacían una peregrinación, se unían a una cofradía o daban dinero para una obra de apología teológica. La exhibición de la virtud es una vieja práctica humana. Los gestos que se requieren hoy son de naturaleza más política que espiritual. Todos, individuos e instituciones, hemos aprendido cómo hacerlos adaptando nuestra forma de hablar, de escribir, de presentarnos ante el mundo y –de manera más insidiosa– de presentar el mundo ante nosotros. Ahora apenas nos damos cuenta de que estamos haciendo esos gestos. Pero sin duda nos damos cuenta de cuando se violan los códigos, aunque sea sin querer: la reacción es rápida e inmisericorde. Esa falta de propósito, aunque se deba al temperamento o la sensibilidad, se lee como indiferencia ante la idea de construir un Estados Unidos más democrático, y eso está muy arriba en el nuevo Syllabus.
Es de vital importancia para el arte que aquellos que se han convertido en sus mensajeros no solo mantengan su mensaje incorrupto sino que se presenten ante los demás hombres con el atuendo más incuestionable.
The Crayon (1855)
Las aristocracias son altivas y serenas. La democracia estadounidense está llena de demandas y ansiedades. Quiere ser amada. Es como un cachorro que nunca tiene suficientes caricias y caprichos. ¿Quién es un chico bueno? ¿Quién es un chico muy bueno? Y si lo repites con suficiente frecuencia, al final el perro te lame la cara, como si quisiera decir: ¡y tú también eres un buen chico! Las recompensas por satisfacer esta necesidad, y los castigos por no lograr satisfacerla, son poderosos incentivos a la conformidad en prácticamente todas las esferas de la vida estadounidense, y no tiene allí más consecuencia que en asuntos intelectuales y artísticos. Cada sociedad, cada religión, cada forma de gobierno ofrecen esos incentivos. Desde los tiempos antiguos los intelectuales y artistas mundanos han entendido que nunca son totalmente libres de la obligación de arrodillarse de vez en cuando, y los inteligentes aprenden a guiñar el ojo sutilmente ante su público para que sepa qué es exactamente lo que hacen. El arte bien vale una misa. El Romanticismo del siglo XIX fue el primer movimiento que alimentó la fantasía de la completa autonomía del artista con respecto a la sociedad, solo para convertirse en un dogma que se esperaba que profesaran todos los pensadores y artistas.
Una cosa, sin embargo, es arrodillarse conscientemente cuando es necesario y luego, de la misma manera consciente, ponerse en pie cuando la misa termina y vuelves al trabajo. Es distinto convencerte de que estar de rodillas es estar de pie. O de que también debes convertir tu lugar de trabajo en una capilla. Lo que Tocqueville quería decir con “tiranía de la mayoría” era exactamente esta infiltración del juicio público en nuestra conciencia individual, cambiando nuestras percepciones y asunciones sobre el mundo. No es en realidad la “falsa conciencia”, que consiste en albergar falsas creencias y aumentar el poder de aquellos que dominan a los demás. Más bien es una especie de conciencia de grupo que cambia y vuelve a cambiar arbitrariamente como los cúmulos: la falsa conciencia oscurece precisos intereses de clase. La tiranía de la mayoría oscurece los intereses, sentimientos, pensamientos e imaginaciones del yo.
Lo que resulta tan llamativo del actual momento cultural es cuántos estadounidenses que se ocupan de ideas y de la imaginación –escritores, editores, estudiosos, periodistas, cineastas, artistas, comisarios de exposiciones– parecen sufrir síndrome de Estocolmo. Apartados de sus destinos personales hacia unos Estados Unidos más democráticos y morales, están perdiendo el instinto de decidir su propio rumbo. No cabe duda de que creen en lo que hacen; la cuestión es si están lo bastante en contacto consigo mismos como para sentir cualquier tensión saludable entre sus supuestas obligaciones políticas y cualquier otro impulso o inclinación que puedan tener.
Habla con jóvenes creativos y prepárate para las arengas que celebran el nuevo viaje colectivo, que unen sin problemas a sus viajes personales, por cortos que sean. La retórica de la identidad es muy útil aquí porque deben tener un significado individual y psicológico y otro político, borrando la distinción entre la autoexpresión y el progreso moral colectivo. Por eso la jerga de la identidad se ha convertido en la lingua franca de todos los organismos que dan becas y entregan premios en Estados Unidos. Los comités se sienten mucho más cómodos ejerciendo juicios a partir de las características físicas y la historia personal de alguien que ejerciendo juicios estéticos e intelectuales a partir de la obra. Los jóvenes bienintencionados atraídos por este juego no sospechan que no avanzan hacia un siglo XXI más progresista. Simplemente han vuelto al siglo XIX, donde ahora deben satisfacer a una clase más nueva y a la moda de Babbitts.
O, peor aún, convertirse en sus propios Babbitts, convenciéndose de que sus viajes creativos son y deberían ser parte de un viaje moral colectivo.
Eso no significa que el arte no tenga nada que ver con la moralidad. La moralidad en su sentido más amplio, el destino de tener que elegir entre fines en conflicto y medios cuestionables, es uno de los grandes temas del arte, y en particular de las artes literarias. Pero el arte del novelista no es plantear juicios morales categóricos sobre la acción humana: ese es el trabajo del profeta. Es proyectar sombras sobre ella para explorar todos los trucos del razonamiento moral. La literatura y el arte no son sustento para la marcha hacia la redención nacional. No tienen nada que ver con “dar voz” o “contar nuestras historias” o “celebrar” a nadie o ningún grupo de nadie. Eso es confundir el arte con la escritura publicitaria. La contribución de la literatura y el arte a la moralidad es indirecta. Tienen el poder de recordarnos la verdad de que somos misterios para nosotros mismos, como dijo san Agustín. La literatura no es para mentecatos. Billy Budd no se escribió para Billy Budds. Se escribió para adultos, o para aquellos que se harían adultos. Por eso el estatus de la literatura y las otras artes nunca ha sido muy seguro en la tierra del puer aeternus.
En el terreno americano dominan lo gregario, la sospecha de la intimidad, un rechazo terapéutico a la distancia personal y el autoexilio. En el nuevo Edén, las criaturas de Dios se mueven en rebaños.
George Steiner
Para algunos, el arte y la reflexión siempre han servido como refugio del mundo. En Estados Unidos, el mundo sirve a menudo como refugio del arte y la reflexión. Estamos encantados cuando la conversación se aparta de esos asuntos hacia otros que pueden ser más prácticos, pedagógicos, éticamente alentadores o más terapéuticos. La historia del antiintelectualismo en Estados Unidos es menos la historia de los esfuerzos por extinguir la vida de la mente que de apartarla hacia fines superfluos. (Ver On the usefulness of the humanities for electrical engineering [Sobre la utilidad de las humanidades para la ingeniería eléctrica], 3 vols.) Esos esfuerzos reflejan una perversa sublimación del eros tras toda actividad creativa, redirigiéndola desde la vida interior de la persona creativa hacia alguna actividad que puedan juzgar en público comités. El resultado, en términos intelectuales y artísticos, es o propaganda o kitsch. Y nos estamos ahogando en los dos.
La censura en Estados Unidos viene y va. La autocensura también, según el estado de ánimo público en cualquier momento particular. La amenaza más persistente a las artes y las letras en Estados Unidos es la amnesia, el olvido de justo lo que es cultivar una visión o punto de vista individual en un lugar donde el pensamiento, la escritura y la creación se juzgan necesariamente dirigidos hacia un fin externo. Nunca se deben infravalorar las barreras para convertirse en un individuo en los individualistas Estados Unidos. La observación más profunda de Tocqueville afectaba a las ansiedades de la vida democrática que producían la promesa y la realidad de la autonomía. La libertad es un abismo; el impulso de apartarse de ella es fuerte. La tiranía de la mayoría es menos una imposición violenta que la forma psicológicamente comprensible de servidumbre voluntaria.
En ese ambiente, mantener un estado de indiferencia interior es un logro. La indiferencia no es apatía. En absoluto. Es el fruto de un instinto de humedecer las raíces de todo lo que ha crecido, como escribió Whitman, y experimentar el propio ser y el mundo intensamente sin filtros, sin tener que considerar qué fines se buscan más allá de esa experiencia. Es un instinto de pulsar el botón de silenciar, para bloquear cualquier afirmación que se haga sobre la atención y preocupaciones que tengas, con la confianza de que el cielo puede esperar.
El liberalismo, escribió Judith Shklar, está monógama, fiel y permanentemente casado con la democracia, pero es un matrimonio de conveniencia. Eso es exacto. La indiferencia liberal de Montaigne era una declaración de independencia frente a los fanáticos religiosos de su época. Pero el fanatismo es el fanatismo, y la democracia tiene sus propios fanáticos. Podemos mirar con más amabilidad sus fines, pero no suponen una amenaza menor a las libertades internas que nuestros mesías domésticos. Los indiferentes aprecian la democracia en la medida en que garantiza esa libertad; desconfían y la resisten cuando se les invita al panóptico para charlar. No son antidemócratas, contrarios a la justicia o reaccionarios. Entienden que a veces una democracia liberal requiere solidaridad y sacrificio, y reformas, a veces radicales. Desean ser buenos ciudadanos pero no sienten obligación de echar las redes y unirse a la respectiva peregrinación. Su reino no es de este continente.
Es una paradoja de nuestro tiempo que cuanto más aprenden a tolerar la diferencia los estadounidenses, menos capaces son de tolerar la indiferencia. Pero es precisamente el derecho a la indiferencia lo que debemos afirmar ahora. El derecho de cada uno a escoger sus propias batallas, a encontrar el equilibrio entre lo Verdadero, lo Bueno y lo Hermoso. El derecho a resistir ante cualquier reptante Gleichschaltung que llevaría las ideas de un pensador, las palabras de un escritor o la obra de un artista o cineasta a un alineamiento con un catecismo. Maldito doctor Bowdler.
Estados Unidos trabaja sobre sí mismo. Que lo haga, y quizá salga algún bien de ello. Pero los indiferentes declinarán educadamente la invitación a sacudir los pompones en los laterales o unirse a una batalla por El Alma Estadounidense justo ahora. ¿Por qué ahora? Porque las pasiones iliberales del momento amenazan su autonomía y su autocultivo, y han formado a una generación que no ve el valor de esas posesiones. Esa es la parte más triste. Quizá otra posterior encuentre de nuevo inspirador descubrir lo que creían los tempranos escritores y artistas modernistas que huyeron del país: que la reclamación de Estados Unidos sobre nosotros nunca es más grande que la que tenemos sobre nosotros mismos. Que la democracia no lo es todo. Que la moralidad no lo es todo. Que nada lo es todo. ~
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en Liberties.
Letras Libres – Liberties/América 2.1