San Juan Bautista Rossi nos recuerda que la confesión nos hace un gran bien
Hoy, 23 de mayo, la Iglesia celebra a San Juan Bautista Rossi, sacerdote italiano que consagró su vida a llevar el perdón y la misericordia de Dios a todas las gentes. Fue así que Juan Bautista entendió su sacerdocio, valiéndose, de manera particular, del sacramento de la reconciliación.
El P. Rossi -como se le conocía- se esforzó siempre en ser un buen confesor: cálido, amable y preciso en el consejo; virtudes imposibles de lograr si no se es dócil a la gracia y si no se es llano a escuchar a la persona que está enfrente. San Juan Bautista Rossi adquirió una sensibilidad especial para reconocer cuán paciente y misericordioso es el Señor, y quería compartir con todos -pecadores- la alegría inmensa que experimentaba él mismo al verse perdonado, reconciliado, vuelto a nacer.
Por eso uno de sus mayores deseos era estar disponible siempre para confesar a quien lo necesitara, especialmente enfermos, presos y aquellas personas que buscaban dejar atrás una vida de pecado.
Haber encarnado tan bien esos ideales propios del sacerdocio hizo que el P. Juan Bautista atraiga a mucha gente de todo tipo, quienes solían hacer largas colas para confesarse con él. Alguna vez el santo afirmó: «Antes yo me preguntaba cuál sería el camino para lograr llegar al cielo y salvar muchas almas. Y he descubierto que la ayuda que yo puedo dar a los que se quieren salvar es confesarlos. Es increíble el gran bien que se puede hacer en la confesión».
Dios nos alecciona con bondad
Juan Bautista Rossi nació en 1698, en un pueblo cerca de Génova, Italia. A la edad de 13 años se mudó a Roma, a la casa de un primo sacerdote, canónigo de Santa María en Cosmedin. Su deseo era estudiar en el famoso Colegio Romano, institución fundada por San Ignacio de Loyola en 1550. En 1714, con 16 años, empezó sus estudios eclesiásticos, que concluyó después con los dominicos, graduándose en Teología. Fue ordenado sacerdote a los 23, el 8 de marzo de 1721.
Antes de ordenarse, Juan Bautista ya había desarrollado un intenso apostolado. Los años de formación habían sido también años de actividad pastoral, como es natural, con algunas mortificaciones. Luego vendrían los primeros años de sacerdocio, llenos de aprendizajes. Juan Bautista descubrió en ellos la importancia espiritual de renunciar a ciertas cosas en el orden de las comodidades y los placeres -la comida, la bebida o el descanso-. sin darse cuenta de que a veces incurrió en ciertas exageraciones que dañaron su salud. Esa, quizás, fue la más grande lección: aprendió que la verdadera mortificación es la que se ejerce al aceptar los sufrimientos y trabajos de cada día; sí, con esfuerzo, pero considerando las reales posibilidades de uno mismo, pensando en que hay que liberarse de ciertas cosas para amar más, no para hacerse “invencible”.
El que ama a Dios acoge al hermano
El Papa le encargó a Juan Bautista el cuidado de un albergue para desamparados. En aquel recinto, el santo sirvió por muchos años a pobres y necesitados. Y, preocupado por el bienestar espiritual de los que acogía, combinaba la atención material con la enseñanza de la Palabra de Dios y el catecismo, de forma que la vida del albergue terminó girando en torno a la vida de la gracia y los sacramentos.
El 23 de mayo del año 1764, El P. Juan Bautista sufrió un ataque al corazón y murió a la edad de 66 años. Murió como vivió, siendo un pobre entre los pobres. Ni siquiera hubo dinero suficiente para costear el entierro, así que muchas personas caritativas dieron dinero para que fuera enterrado cristianamente. Su funeral fue una suerte de gran acontecimiento: asistieron 260 sacerdotes, un arzobispo, muchos religiosos, todos acompañados de una multitud de almas agradecidas.
Fue canonizado por el Papa León XIII el 8 de diciembre de 1881.-