Antropología Trinitaria
Hablar de una antropología trinitaria equivale a reflexionar, por tanto, sobre el ser humano a la luz de la noción de Dios comunión, amor
Mons Ovidio Pérez Morales:
Antropología etimológicamente significa estudio o tratado acerca del hombre. Éste, por su pluridimensionalidad -se lo ha calificado de microcosmos- puede considerarse desde una amplia variedad de ángulos, desde el físico y biológico hasta el más espiritual y trascendente, como lo testimonia la historia del pensamiento. El término trinitario se emplea aquí en referencia directa a la afirmación (misterio) central de la fe cristiana: la tripersonalidad del Dios uno y único. Hablar de una antropología trinitaria equivale a reflexionar, por tanto, sobre el ser humano a la luz de la noción de Dios comunión, amor.
Como eje estructural de una antropología cristiana se pueden tomar los tres primeros capítulos del Génesis, cuya afirmación central es la de que Dios creó al ser humano “a su imagen y semejanza” (ver Gn 1, 26). El cristiano interpreta el Génesis, como el Antiguo Testamento en general, a la luz del Nuevo, es decir de la plena revelación de Cristo. Así el misterio de Dios, que para la religión de Israel significaba un firme monoteísmo unipersonal, para la fe cristiana, en cambio, Dios es el Unitrino, en base a la revelación del Hijo de Dios encarnado, Jesucristo. Monoteísmo también, pero como comunión divina, tejido relacional interpersonal. Lo trinitario en cuanto tal se percibe en el Antiguo Testamento sólo como insinuado o prefigurado.
Como líneas maestras de una antropología cristiana, trinitaria, se pueden formular las siguientes. El ser humano es a) creado libremente por Dios Amor; b) corpóreo-racional, consciente y libre, sujeto de tareas, normas y responsabilidades; c) “ser para la comunicación y la comunión”, social, de lo cual la diferenciación sexual es dinámica expresión); d) habitante en un variado cosmos puesto a su cuidado, desarrollo y servicio; e) ético-espiritual, responsable moralmente y en apertura trascendente a Dios; f) histórico, como peregrino laborioso en el tiempo, hacia su plenitud más allá de éste; g) con un deber ser de su libertad, que es vivir en comunión (amar) con Dios y prójimo. A estas notas estructurales se unen otras, históricas: g) es, no sólo limitado y frágil, sino también pecador, por abuso de su libertad (ruptura de comunión), pero h) también beneficiario de una liberación por Cristo (insinuada ya en Gn 3, 15).
Como elementos trinitarios particularmente iluminadores para la comprensión del ser, y del humano en concreto, pueden destacarse: el perfeccionamiento del ser va en el sentido de lo vital y lo personal, y el de éste en la línea de lo comunional; una comunión genuina implica una firme consistencia de la identidad personal, no diluye ni homogeneiza las personas pero tampoco las encierra en celdas de incomunicabilidad. El ser de las personas divinas es relación desde lo propio de cada una. Así la unidad de Dios no es superficial, ni su pluralidad personal sólo aparente. Lo “misterioso” de la comunión divina es que la pluralidad se da en la unidad de una misma naturaleza o esencia divina (exclusión de toda forma de politeísmo). La ortodoxia cristiana se afinó progresivamente, por cierto, no en un ambiente tranquilo, sino en medio de controversias y herejías, que radicalizaban hacia uno u otro lado -singular o común- del péndulo.
En ámbito contemporáneo se ha tendido a radicalizar lo individual y lo común como excluyentes y contrastantes (ideologías liberales y socialistas). Desafío ineludible es conjugar y sintetizar elementos llamados a integrarse en conjuntos, que habrán de ser siempre revisables y perfeccionables. Logrando solidaridad en un mundo aguijoneado por los egoísmos individuales y grupales; y “centralidad de la persona” en globalizaciones tendientes a colectivizar y masificar.
La fe en Dios como Trinidad es necesariamente interpelante. Plantea la comunión como horizonte siempre activo y obligante, sociedad de rostros y convivencia fraterna siempre en construcción. Tiene sentido entonces plantearse, como retos, una economía, una política, una cultura de comunión. No como simple fantasía el Papa Pablo VI habló, a propósito de una nueva sociedad, de la “civilización del amor”.