Hallazgos de la edad tardía
He descubierto el valor y las ventajas de ciertas palabras que hasta hace poco las felices orejeras de la juventud me impedían apreciar
Carmen Posadas:
Todos los años, a medida que se acerca mi cumpleaños, suelo ‘infligirles’ a ustedes algún artículo en el que hablo del tempus fugit, de lo latoso que es envejecer y otras jeremiadas. Y es verdad que el tiempo se escapa y que envejecer no tiene la menor gracia, pero en esta ocasión, en vez de ponerme dramática, me ha dado por ver el lado bueno de la vejez, esa horrible etapa que nadie quiere ver asociada a su persona.
Vivimos en una sociedad en la que la juventud se ha convertido en tal imperativo que nos hacemos trampas en el solitario sin pensar que, por mucho que a uno le dé por hacer triatlón extremo a los cincuenta, tatuarse un haiku en la espalda a los sesenta o echarse una novia (o novio) treinta años más joven a los setenta, el reloj no se detiene. Al contrario, se acelera, y lo más probable es que el triatlón extremo acabe en artrosis, el tatuaje en patético borrón y del novio/a de treinta no hace falta hablar, que ya se sabe en qué acaban espejismos semejantes.
He descubierto el valor y las ventajas de ciertas palabras que hasta hace poco las felices orejeras de la juventud me impedían apreciar
Como este año cumplo sesenta y nueve –una edad que es como un precio de saldo en unos grandes almacenes o, peor aún, una cuesta abajo y sin frenos–, he decidido hacerle caso a mi tío Fernando y prepararme para afrontar esa palabra con uve que tanto aterra. Mi tío, que era un sabio, decía que uno se prepara para todas las etapas de la vida. De niño y adolescente estudia, luego planea qué será de adulto, busca primero un trabajo, a continuación pareja, después tiene hijos. Más adelante, cuando esta base afectiva y monetaria es ya sólida, se apronta para disfrutar de lo que ha logrado y refina gustos, perfila aficiones.
Para la vejez, en cambio, nadie se prepara, tal vez porque le pasa como en la fábula de la hormiga y la cigarra. En vez de prever para el invierno, continúa cantando hasta que llegan el frío y la escarcha. Para que no me pase, aquí me tienen haciendo de hormiga y preparándome para la maldita ‘uve’ que se me viene encima. ¿Y saben lo que me ha pasado? Que al empezar a sentar las bases para mi inminente futuro he descubierto lo que, en honor de mi amigo y siempre admirado Luis Landero, llamaré ‘hallazgos de la edad tardía’. O, lo que es lo mismo, he descubierto el valor y las ventajas de ciertas palabras que hasta hace poco las felices orejeras de la juventud me impedían apreciar.
La primera de todas es ‘ternura’. Cuando uno es joven, busca sensaciones fuertes, relaciones apasionadas, encuentros turbulentos y otros arrebatos a los que se suele llamar ‘amor’, aunque la mayoría de las veces sean ardores pasajeros. En la edad tardía, en cambio, aprende uno que las relaciones basadas en la ternura son más templadas, sí, pero también más plenas y duraderas. Otra palabra que uno aprende a apreciar es ‘rutina’. En la edad temprana, ¿quién quiere ser rutinario? Suena a asno en una noria, a imperdonable falta de libertad. Con la edad descubre uno, en cambio, que la rutina no solo da orden y equilibrio, sino que es mucho más útil que la fuerza de voluntad a la hora de hacer lo que no hay más remedio que hacer, ya sea gimnasia, un trabajo ineludible o una tediosa obligación.
Otra palabra que he aprendido a valorar es ‘sosiego’. De joven uno se despiporra tratando de atrapar la felicidad, esa tonta zanahoria imposible de alcanzar porque nunca está donde uno la busca. Con los años uno aprende, en cambio, que está al alcance de la mano, pues consiste en valorar lo que uno tiene, no en perseguir quimeras. Eso es el sosiego.
Está luego la palabra ‘templanza’, que muchos confunden con censura, con sacrificio o resignación, pero que, como saben los orientales, es el arte de disciplinarse para encontrar contento en la contención. Y lo hay, y mucho, porque nada proporciona tanto placer como ganar la batalla que libramos a diario contra los demonios propios.
Se me ocurren otras muchas palabras más que han supuesto para mí un hallazgo, pero supongo que cada uno ha de buscar las que más paz le produzcan. Y así, casi sin querer, llegamos a la más importante de todas. Cuando uno es joven, la palabra ‘paz’ suena a ñoco, a inacción, a aburrimiento supino. Pero esperen a llegar a mis sesenta y nueve añazos y entonces verán cómo se convierte en sinónima de esa tonta zanahoria inasible de la que antes les hablaba y que, para mi sorpresa, la edad tardía también me ha regalado.