Nadie experimenta en cabeza ajena
Este viejo refrán encierra una gran verdad, y los venezolanos somos hoy día testigos sufrientes de tal aserto si lo aplicamos a la indiferencia y estolidez de muchos foráneos frente a nuestra tragedia, quedando aún unos cuantos que todavía no han terminado de entenderla
Este viejo refrán encierra una gran verdad, y los venezolanos somos hoy día testigos sufrientes de tal aserto si lo aplicamos a la indiferencia y estolidez de muchos foráneos frente a nuestra tragedia, quedando aún unos cuantos que todavía no han terminado de entenderla.
El dicho en cuestión pudiera significar que los humanos sólo aprendemos de nuestras propias experiencias y nunca de las de los demás, y que estas –por ser ajenas– no nos sirven como enseñanzas. Sea como fuere, lo cierto es que los dramas que han vivido o viven otros pueblos no nos escandalizan como debería y no pocas veces los tratamos con indolencia y hasta desinterés.
Allí está, por ejemplo, el caso de la denominada Revolución Cubana, una larga pesadilla que durante mucho tiempo fue ensalzada, elogiada y señalada como la utopía posible por gente de izquierda –autocalificados de “progresistas”–, intelectuales y artistas de renombre mundial, muchos de los cuales nunca habían pisado el suelo cubano, pero que, sin embargo, se atrevían a poner todo su prestigio en la defensa y enaltecimiento de una de las peores dictaduras latinoamericanas.
Solo después que los terribles datos de la realidad cubana se colaron por los intersticios que lentamente comenzaron a abrirse fue cuando algunos de estos intelectuales y antiguos propagandistas comenzaron admitir que aquel “paraíso comunista” era una gigantesca mentira, sostenida con los recursos de un Estado manejado por la familia Castro y sus protegidos, que nada han hecho por superar las difíciles condiciones de vida en aquella isla. Mario Vargas Llosa fue uno de los primeros en denunciar tal pesadilla y, poco a poco, algunos lo fueron secundando hasta que comenzó a consolidarse la opinión mayoritaria de que en Cuba nunca se produjo una transformación verdadera en beneficio de su pueblo y que, en realidad, lo que sus gentes han sufrido en estos sesenta largos años constituye un capítulo insólito de pobreza, esclavitud y hambre.
Si traigo a colación el caso de la Cuba castrocomunista es porque, definitivamente, resulta muy cierto aquello de que “nadie experimenta en cabeza ajena”. Y es que, durante varias décadas, como queda dicho, a muchos de esos intelectuales y artistas no les conmovía el sufrimiento y la opresión del pueblo cubano. Hoy, cuando Venezuela padece una experiencia que tiene algunas similitudes –y donde aparece como poderoso elemento la indudable influencia de la cúpula castrocomunista sobre el régimen venezolano–, a varios de ellos sí parece ahora importarles nuestro caso, como es natural porque lo sufren en carne propia y no “lo experimentan en cabeza ajena”. Sin embargo, todavía existen muchos izquierdistas de otras latitudes que niegan nuestra gravísima crisis y hablan maravillas del actual proceso venezolano. Allí están, por ejemplo, los voceros de Podemos en España, financiados desde su origen por el chavomadurismo, a quienes –por supuesto– no les duele en modo alguno lo que sufrimos los venezolanos, como no les importa tampoco la tragedia de Cuba ni antes ni ahora.
Esa misma situación ya se había producido antes con los casos de las revoluciones soviética y china, sin faltar también lo sucedido en Europa Oriental y en Corea del Norte. También entonces se cantaron loas a aquellas experiencias y se desplegaron redes de propaganda y apoyo a nivel mundial, algo en lo que siempre han sido expertos los regímenes comunistas. Aquella empresa llegó a niveles paroxísticos que incluyeron una lamentable y pésima jaculatoria “poética” de Pablo Neruda al “padrecito” Stalin, entre otras actuaciones que hoy pertenecen a la historia universal de la infamia. Al final, la “modélica” Unión Soviética se derrumbó como un castillo de naipes y la China maoísta adoptó un capitalismo salvaje en lo económico, sin renunciar al sistema político comunista, injerto que, al parecer, le ha funcionado.
Se podría decir que todo lo señalado forma parte de la solidaridad automática de cierta izquierda mundial con las dictaduras que asumen tal etiqueta, por lo cual nunca aceptan que son asesinas, ni empobrecen al pueblo, ni violan los derechos humanos, ni son corruptas y siempre son mejores que las democracias “burguesas”, todo ello en virtud de que su carácter izquierdista las dota de una supuesta “superioridad moral” por el sólo hecho de serlo. Todo lo cual concluye siempre en que sus críticos sean juzgados como derechistas, fascistas, imperialistas, reaccionarios, oligarcas, etc., etcétera.
También ocurría lo mismo –hay que decirlo en aras de la verdad histórica– con el nazismo y el fascismo cuando estaban en su esplendor en los años veinte y treinta del siglo pasado. Entonces hubo un importante aparato propagandístico de ambos movimientos en América Latina y surgieron partidos y grupos que elogiaban a Hitler y Mussolini. Sólo que, al perder la guerra el eje alemán-italiano, el entusiasmo nazifascista se vino a pique en estas tierras y desaparecería casi totalmente en los años siguientes.
Estas reflexiones surgen a propósito del triunfo del candidato Gustavo Petro en Colombia, a quien muchos señalan como pupilo del teniente coronel Chávez y temen que su próximo gobierno pueda ser una copia del que padecemos en Venezuela desde hace 23 años. No estoy en capacidad de asegurar que eso vaya a ser así, pero tampoco tengo hasta ahora elementos para negarlo. Habrá que esperar el curso de los acontecimientos y ojalá no se cumplan los malos pronósticos que algunos vienen haciendo al respecto.
Lo que sí debe quedar claro –insisto– es que “nadie experimenta en cabeza ajena”. Una mayoría electoral de los colombianos ha decidido, al elegir a Petro, que este señor no es una amenaza para su futuro, tal como lo hizo una porción importante de venezolanos con Chávez en 1998, 2000, 2006 y 2012. Por lo tanto, quienes votaron por Petro no tienen por qué experimentar en su cabeza una tragedia que les puede resultar ajena, aunque no tanto, en realidad.
Tampoco nuestro drama nos autoriza a afirmar que a ellos les ocurrirá lo mismo, pero siempre quedan algunas dudas razonables, entre ellas la amistad que unió al hoy presidente electo de Colombia con Chávez, alguna que otra declaración anterior de apoyo a Maduro y hasta ciertas burlas que hizo años atrás en las redes sociales sobre nuestra difícil situación. Todo eso, por supuesto, Petro lo pretendió desvirtuar en la reciente campaña electoral con opiniones críticas frente al régimen venezolano. Habría que esperar que se mantenga en esa posición una vez que tome el poder.
En nuestro caso está suficientemente comprobado que afuera hay gente que todavía no se da por enterada de la opresión que sufrimos, lo que en modo alguno los autoriza a negarla. Pero el drama venezolano tampoco puede impedir que los demócratas del mundo no alerten sobre la posibilidad de que pueda reproducirse en otros países, ni que tales advertencias signifiquen que nos creemos “el ombligo del mundo”.
Las cosas hay que analizarlas con el realismo que ameritan, lo que también quiere decir que no es exagerado temer que este desastre pueda trasplantarse en otros países.-