La guerra de sucesión
Sobre el escrito de George Weigel en el National Catholic Register
P. Santaigo Martin, FM:
George Weigel, uno de los principales escritores católicos vivos, ha publicado un artículo en el National Catholic Register, dedicado a rebatir la acusación de que los que quieren ser fieles a la Palabra de Dios y a la Tradición son enemigos del Concilio Vaticano II. Los acusadores utilizan los influyentes puestos que ocupan en la Iglesia para acusar de anticonciliares a todos los que no se pliegan a su interpretación rupturista del Vaticano II. Según ellos, estarían en el mismo grupo los seguidores de monseñor Lefebvre y cardenales como Müller, Sarah o Burke, por no citar a cientos de obispos y miles de sacerdotes.
Weigel ha calificado esta situación como una “lucha de sucesión conciliar”. El escritor norteamericano recuerda que, incluso durante el Concilio, ya se produjo la división entre los que querían las reformas; mientras que unos, con Ratzinger a la cabeza, querían una auténtica reforma sin ruptura, otros, con Rahner, Schillebeeck y Hans Küng, opinaban que no era ni posible ni útil la reforma y buscaban la ruptura. Eso fraguó en dos revistas teológicas que produjeron interpretaciones cada vez más distantes de los textos conciliares. Una fue Concilium y la otra, la de Ratzinger y compañía, Communio.
Los primeros dejaron de referirse muy pronto a los documentos aprobados por los padres conciliares, pues los consideraron frutos mediocres de un pacto con los conservadores, y empezaron a referirse a un etéreo “espíritu del Concilio”, no escrito en ninguna parte, pero que enseguida empezó a ser utilizado como un elemento de interpretación para hacer una Iglesia muy diferente a la católica, con la excusa de que eso era en realidad lo que el Concilio quería. Benedicto XVI, que había vivido en primera línea esta batalla, se refirió a ello en un memorable discurso a la Curia vaticana, recordando que lo que contaban eran los textos conciliares y exhortando a hacer una interpretación de los mismos en continuidad y no en ruptura con la Palabra de Dios, con la Tradición y con el Magisterio.
Weigel, en su artículo, expone algunos de los grandes temas en debate, con las interpretaciones que dan unos y otros. Con respecto a la doctrina, tanto en lo concerniente al dogma como a la moral, ¿es la Revelación, contenida en la Escritura y en la Tradición, vinculante a lo largo del tiempo o la Iglesia puede modificar lo que Dios ha declarado como verdadero y han creído los católicos durante dos mil años? Esto afectaría, por ejemplo, a la naturaleza del sacerdocio, a las relaciones sexuales e incluso a la definición de la persona.
Otra cuestión es si la Iglesia es una federación de Iglesias locales, que pueden darse a sí mismas normas litúrgicas, doctrinales y morales, o si en toda la Iglesia hay que profesar una misma fe. Incluso hay diferencia de opiniones entre ambos bandos con respecto a la figura de Jesucristo; para el sector rupturista, éste no sería más que un gran hombre enviado por Dios para ayudar a los hombres, mientras que para los que interpretan el Concilio en continuidad con la Palabra de Dios, Jesucristo es Dios hecho hombre y es el único salvador del mundo. Aunque Weigel no lo dice, la diferencia entre ambas posturas es aún más profunda y afecta al núcleo mismo de la fe cristiana y no sólo de la fe católica; una vez que se niega la divinidad de Cristo, se niega también su resurrección y, como consecuencia, se rechaza la existencia de la vida eterna -tanto el cielo como el infierno- como un mito inventado para aliviar a los hombres de la angustia de la muerte.
Yendo, por lo tanto, al fondo de la cuestión, la lucha entre los partidarios de aplicar el Concilio con una hermenéutica de continuidad y los partidarios de aplicarlo con una hermenéutica de ruptura, no es más que la lucha entre los que tienen fe y los que no la tienen. Es posible que los segundos no fuera conscientes de lo que podría suceder y a dónde conduciría su “espíritu del Concilio”, pero hoy lo que tenemos es un sector de la Iglesia que ha perdido la fe, al menos en la divinidad de Jesucristo, y posiblemente en la propia existencia de Dios, y que quiere a toda costa echar de la Iglesia a los que no quieren renunciar ni a la Palabra de Dios ni a la Tradición.
Acusar a estos últimos de ser enemigos del Concilio es una estrategia ruin, equivalente a lo que hacía Stalin con los que mandaba a los campos de concentración de Siberia, que eran acusados de ser enemigos del pueblo, cuando el enemigo era él. No estamos luchando por una interpretación u otra del Concilio, estamos luchando, en esta “guerra de sucesión”, por mantener la fe en Dios, en la divinidad de Cristo y en la existencia de la vida eterna.-