«Ni una bomba atómica es capaz de acallar a Dios»: Nagai, el converso que sobrevivió a Nagasaki
Conoció la fe leyendo a Pascal: el dolor, la muerte y la enfermedad no pudieron frenar su caridad
Eran las 11:00 de la mañana del 9 de agosto de 1945 cuando el bombardero Bockscar arrojó sobre Nakasaki a Fat Man, una bomba de 3 metros de largo, más de 4 toneladas de peso y con un poder de destrucción equivalente a 22.000 toneladas de explosivos convencionales. Fat Man no dejo ni las cenizas de unas 72.000 personas.
La de Nagasaki era, como en Hiroshima, una población civil, desmilitarizada y que conformaba una de las mayores comunidades católicas de Japón para la que todo cambio en segundos.
Fue el caso del radiólogo Takashi Nagai y su esposa Midori, separados aquella noche por algunos cientos de metros. Tras estallar la bomba, el panorama fue desolador. Ella murió pulverizada en el acto, agarrada a su rosario. Él fue lanzado a varios metros de distancia. La luz del sol se oscureció, y cuando se disipó la polvareda, conocidos adultos y niños de Nagai se vieron a sí mismos desollados, sin piel y gimiendo, con el cuerpo en carne viva y no pocos con los dedos colgando de las manos.
La noche anterior no fue distinta a muchas otras en las que el católico Nagai pasó por alto los graves dolores de su leucemia incurable por entregarse caritativamente a sus pacientes, con una actitud muy lejana a la que mostraba durante sus estudios universitarios, según relata Paul Glynn en Réquiem por Nagasaki (Palabra).
Del sintoísmo al «ateísmo convencido»
Entonces se definía a sí mismo como «un ateo convencido«, para quien el alma no era más que «un fantasma inventado por unos impostores para engañar a la gente sencilla». Sus aspiraciones se limitaban a graduarse como doctor y regodearse en que las vidas de sus pacientes «estarían en sus manos» y solo «sus decisiones y experiencia» serían las que les salvarían de la muerte.
Su visión, una amalgama del agnosticismo y ateísmo con raíces sintoístas comenzó a tambalearse con la muerte de su madre Tsune, momento en el que recordó tener una extraña «intuición».
«Ahora la muerte se lleva a tu madre, pero su espíritu seguirá vivo junto a su pequeño Takashi», le dijo. «Y me lo decía a mí, tan convencido de que el espíritu no existía. No me quedó más remedio que creer. Los ojos de mi madre me hicieron ver que el espíritu del hombre continua viviendo después de la muerte», diría tiempo después.
La muerte de su madre le hizo retomar las lecturas del filósofo Blaise Pascal, especialmente sus Pensamientos, con los que comenzó a indagar sobre la «Verdad absoluta».
«Yo insistía obstinadamente en seguir el desalentador razonamiento de un buen numero de modernos que acaban concluyendo que la vida es ininteligible. Pero cuanto más pensaba por mí mismo, más claro empezaba a ver que el nacimiento, la vida y la muerte no pueden ni deben ser complicados», pensó.
Una vida cumpliendo «los mandamientos del demonio»
Los Pensamientos de Pascal acompañarían los del mismo Takashi durante gran parte de su vida. Especialmente a los 24 años, cuando Sadakichi, el padre de la familia Moriyama y con quien se alojaba en Nagasaki, le invitó a ir a Misa el día de Navidad.
Al responder que él no era cristiano, el padre de familia le dijo que «los pastores que acudieron al portal tampoco lo eran, pero que al verle a Él fueron capaces de creer». Una sentencia que le recordó mucho a la del filósofo francés: «Aunque no seáis capaces de creer, no descuidéis la oración ni la misa«.
Descubre toda la historia de Takashi Nagai en «Réquiem por Nagasaki» (Palabra).
Una vez graduado, Nagai empezó a destacar como radiólogo hasta que en 1933 fue reclutado para combatir en la guerra de Manchuria. En plena guerra, leyendo un catecismo que le envió Midori, la hija de Sadakichi y comenzó a reflexionar sobre la fe que, años después, les uniría para siempre.
«Si había un Dios y un demonio, yo llevaba toda la vida cumpliendo los mandamientos del segundo: orgullo, lujuria, codicia, ira, gula…», pensó mientras leía el catecismo. Pero a miles de kilómetros, Midori cumplía su promesa y rezaba por él todos los días.
Pablo Miki, el mártir que le abrió las puertas a una nueva vida
Casi sin darse cuenta, la oración sustituyó sus dudas e indiferencia religiosa y en 1934 se preparaba para su bautismo, siendo su padrino el primo de Midori.
Al principio, durante la ceremonia, las consecuencias de su promesa y las renuncias que implicaba le parecieron irrealizables, pero con el paso del tiempo recobró la paz y el latín dejó de sonarle extraño para convertirse en una armoniosa lengua universal. Se bautizó con el nombre del mártir Pablo Miki, uno de los 26 crucificados en Nagasaki en 1597 acusados de «contaminar» la cultura nipona con dioses extranjeros.
Nagai no tardó en contraer matrimonio con Midori, con la única objeción de que al ser radiólogo, tenía muchas probabilidades de contraer cáncer debido a la radiación. «Para mí será un honor compartir su viaje con él, me lleve donde me lleve y ocurra lo que ocurra en el camino», respondió ella.
Mientras Nagai progresaba en su dedicación a la radiología, también lo hacía en su fe. Al ser consciente de que él también había encontrado a Dios en la oración pero que no ayudaba a otros a encontrarse con Él, comenzó a dedicarse a los más necesitados de ayuda médica, material y también espiritual, convencido de que «la ayuda es autentica cuando sirve para que alguien recupere su dignidad».
Apasionado por su profesión y por ayudar al prójimo, Nagai se entregó también como médico a sus pacientes y dirá.
«La labor del médico consiste en sufrir y en alegrarse con sus pacientes, en ingeniárselas para disminuir los sufrimientos como si fueran los suyos propios. Hay que simpatizar con su dolor. A fin de cuentas, no obstante, quien cura al enfermo no es el médico sino la complacencia divina. Una vez se ha comprendido eso, el diagnóstico médico engendra la oración«, mencionaba.
Simpatizando con el dolor: del cáncer a la bomba atómica
No tardó en poder simpatizar con el dolor de sus pacientes cuando comenzó a observar extraños síntomas en sus manos, un cansancio extremo y fuertes temblores con solo subir una escalera. Los rayos gamma le habían generado, año tras año y radiografía tras radiografía, una leucemia incurable con un pronóstico desolador: la muerte sería lenta y dolorosa y llegaría, como tarde, en tres años desde que fue confirmada en 1945.
Lo más duró para Nagai fue trasladar la noticia a Midori. No esperó su elevada respuesta: «Si se vive para la gloria de Dios, tanto nuestra vida como nuestra muerte tendrán valor. Tú has dado todo lo que tenías por un trabajo importantísimo, y lo has hecho por Su Gloria».
El 9 de agosto de 1945 Midori y Nagai se encontraban separados, pues aunque la enfermedad del radiólogo empeoraba por momentos, no paró de trabajar por sus pacientes hasta el mismo día de su muerte.
Cuando estalló la bomba, Nagai preparaba una clase que impartir a sus alumnos en el hospital. Repentinamente salió despedido seis metros en su despacho, acribillado por cristales debido a la onda expansiva y rodeado de llamas.
«Esto es el fin Midori. Me muero«, pensó. Nagai siempre sospechó que, debido a su pronóstico, sería su esposa la que lloraría su muerte. Sin embargo, tres días después del estallido pudo visitar los escombros de su hogar. Todo lo que encontró de ella fue un fragmento de vértebra junto a un rosario con la cruz intacta.
Entre el dolor, Nagai también sintió paz: «Dios mío, te doy las gracias por haberle permitido morir rezando. María, Madre de los Dolores, gracias por haberla acompañado en la hora de la muerte».
Tampoco a él parecía quedarle mucho tiempo de vida. La radiación empeoró gravemente los síntomas de su leucemia y una herida infectada parecía acercar inminentemente al radiólogo a sus últimas horas, hasta el punto que recibió la confesión y la Eucaristía convencido de la proximidad de su muerte.
Sanado milagrosamente por el padre Kolbe
«¡Se ha detenido la hemorragia!», exclamó su doctor, Tomito. Milagrosamente, Nagai había superado las afecciones agravadas por la explosión, hecho que atribuyó al padre Kolbe, mártir del nazismo.
Tras la sanación milagrosa de la hemorragia, Nagai escribió Las Campanas de Nagasaki, pretendiendo según Glynn emitir «el convencimiento de que ni si quiera una bomba atómica es capaz de acallar las campanas de Dios«, en referencia a la recuperación de la campana de la catedral.
Desde entonces, y pese al avance imparable del cáncer, no solo se dedicó a reconstruir la catedral de Nagasaki, sino que continuó impartiendo sus clases de medicina y ayudando a quienes necesitaban su consejo médico, pero también espiritual. Su fama era tal que el mismo Glynn llega a remarcar su fama de santidad.
Durante el día, el número creciente de visitantes mantenía a Nagai cada vez más ocupado. Los que tenían problemas y leían algún escrito por él o acerca de él, acudían a aquel hombre santo en busca de consejo, y durante sus últimos cuatro años de vida llegó a escribir cinco cartas diarias en respuesta a todas las que recibía y a recibir la visita del mismo Emperador.
Tras meses de agonía, los 390.000 leucocitos por milímetro cúbico en sangre comenzaron a anunciar su inminente final pero no impidieron que se entregase a enfermos y heridos hasta la muerte. Tendría lugar el 1 de mayo de 1951, habiendo recibido los sacramentos, rodeado de amigos, un sacerdote, y con un rosario del Papa Pío XII en sus manos.
Nagai, junto a sus hijos, poco antes de morir de una leucemia agravada por la radiación nuclear.