Opinión

Tierra arrasada

Casos como el de Chile -al igual que el de Venezuela, Nicaragua, las débiles democracias centroamericanas, Colombia, Brasil, Argentina, o Perú- están convirtiendo las instituciones democráticas y plurales en tierra arrasada

Marcos Villasmil:

Cuando se analizan las idas y venidas de la realidad política de cada país latinoamericano hay una guía conductora muy similar: un sistema de partidos cada vez más numeroso, y con liderazgos en su mayoría mediocres; una constitución que probablemente es consecuencia de muchas enmiendas y reemplazos desde la independencia del país hasta hoy; una división de poderes más teórica que práctica; un modelo político presidencialista, con un sistema electoral con telarañas; la noción, mezcla de ingenuidad y ceguera, de que en el juego político pueden, incluso deben, participar los enemigos del sistema; escándalos de corrupción de todo tipo.

Nadie se hace, por ejemplo, dos preguntas que parecerían obvias: ¿Se vislumbra, se prevé la posibilidad, en un periodo de tiempo determinado, de alcanzar cotas de desarrollo sustancialmente superiores, la posibilidad futura de brindarle a los ciudadanos el salto cualitativo y cuantitativo al desarrollo? ¿Qué debe hacerse, como sociedad, como sistema político, para establecer metas y objetivos realistas para ello, a mediano y largo plazo?

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Tomemos con ejemplo al nuevo presidente colombiano, Gustavo Petro. Su ministra del trabajo, Gloria Ramírez, apenas asumiendo el cargo, alabó “las ideas de Chávez, Evo, y Rafael Correa”.

Se están estableciendo todo tipo de analogías entre Petro y cuanto líder izquierdista ha existido o existe en el continente, e incluso más allá.

Lo cierto es que no hay que ir tan lejos. Basta con quedarse en la biografía de Petro, y en esos datos fundamentales de su carácter que no pueden cambiarse a voluntad, y que no pueden ser substituidos por mensajes llenos de “wishful thinking”, de optimismo a rajatabla, del esperar “que salga lo mejor para el país”. ¿Hay acaso algún ejemplo de un izquierdista que gobernó alguna vez en América Latina pensando en “lo mejor para su país”?

Petro fue guerrillero. Petro posee rasgos autoritarios. Es una persona que debe tener una lista de deudas por cobrar del tamaño de la guía telefónica de Bogotá. Y es un presidente de un país latinoamericano, o sea que posee otros dos rasgos imperdibles: el “adanismo”, o sea la noción de que la nación nace de nuevo con él, que el pasado -sobre todo el reciente- debe descartarse casi completamente, y el concepto de Louis XIV, “el Estado soy yo”, y por ello mando a que me traigan la espada de Bolívar, carajo.

Un rasgo que por desgracia le va a favorecer es que la institucionalidad política colombiana está en el suelo; y los restos de los viejos -ya no venerables- liberales y conservadores, se han apresurado, en loca carrera oportunista, a meterse en la foto, a buscar retratarse con el nuevo jefe, a ofrecerle su apoyo parlamentario.

¿Cometerá Petro los errores de Pedro Castillo y de Gabriel Boric, cuyas lunas de miel duraron apenas un suspiro? No creo que las palabras bisoño, o ignorante puedan aplicarse al nuevo presidente colombiano. Al contrario, es un hombre que medita cada paso, tiene un talante analítico. Suponemos que repartirá, con criterio populista, dosis de pan y de circo, para mantener algo que sabe trascendental: una base social de apoyo incondicional, similar a la que su amigo Hugo Chávez construyera durante sus primeros años en el poder. Veremos.

Merece recordarse, con el periodista e historiador isaraelí Gershom Gorenberg, que “la historia no se repite, pero emite ecos”. Y toda ese salón de la fama de la iniquidad del liderazgo latinoamericano de izquierda no está formado por copias exactas, pero son ecos muy claros que vienen desde la casa matriz habanera, siguiendo el mensaje fundamental: mantener el poder a toda costa, destruyendo, si es necesario, toda la institucionalidad que se oponga.

Casos como el de Chile -al igual que el de Venezuela, Nicaragua, las débiles democracias centroamericanas, Colombia, Brasil, Argentina, o Perú- están convirtiendo las instituciones democráticas y plurales en tierra arrasada.

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The Economist llama la atención al carácter utópico de la política latinoamericana. Claro, ¿qué más pensar?

Desde hace mucho tiempo las palabras “Utopía” y “América Latina” riman muy bien. Brasil siempre ha sido considerado “el país del futuro”; al parecer, Charles de Gaulle le agregó: “y siempre lo será”. Tantas riquezas, y tantos fracasos. Lo mismo puede decirse de su vecino Argentina, por citar otro ejemplo.

Dice The Economist: Esta racha continúa hasta hoy en la política latinoamericana. El impulso utópico es el de «refundar» más que reformar los países, expresado en nuevas constituciones o en la descalificación de los opositores políticos. A menudo va en contra de los objetivos más modestos, pero alcanzables, del buen gobierno y el progreso constante”.

Los latinoamericanos, cada país a su manera, parecemos atrapados en una tela de araña utópica. «Nos hemos aferrado a la utopía porque fuimos fundados como una utopía, porque el recuerdo de la buena sociedad está en nuestros orígenes y también al final del camino, como el cumplimiento de nuestras esperanzas», escribió el novelista mexicano Carlos Fuentes.

El problema es que las esperanzas no solo no se cumplen; se están desvaneciendo. ¿Buen gobierno, progreso constante, sostenido? En América Latina ello suena a mongol medieval.

No es que los latinoamericanos hayamos perdido el tren de la historia. Ni siquiera sabíamos que había pasado, estábamos muy ocupados en nuestras tristes utopías, oyendo a mesías y salvadores, arrullados algunos de ellos por el castrismo y por ende envidiosamente enemigos de los gringos.

Finalicemos con The Economist: Como ha explicado el ensayista colombiano Carlos Granés en «Delirio Americano», una monumental exploración de la cultura y la política en América Latina en el siglo XX publicada recientemente, el encaprichamiento utópico de los intelectuales de la región con el nacionalismo y la revolución les llevó a despreciar la democracia liberal y a abrazar a líderes autoritarios de derecha o de izquierda. Estos impulsos se han convertido en una marca política latinoamericana. «Si renunciamos a la utopía y a la revolución, ¿qué lugar tendría América Latina en el concierto de las naciones?».

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