El Papa invita a los nuevos cardenales a buscar “el secreto del fuego de Dios” en la escuela de Foucauld, Casaroli o Van Thuan
"Jesús nos llama por nuestro nombre, nos mira a los ojos y nos pregunta: ¿Puedo contar contigo? "
Cardenal Roche: “No merecemos este honor”
«De usted, Santo Padre, aprendemos a resistir la tentación de cualquier estrechez de mente y de corazón»
«Le ofrecemos nuestro profundo respeto y nuestra obediencia que será, si el Señor quiere, usque ad sanguinis effusionem»
«Orar por los Cardenales, de modo particular por ustedes, que precisamente en esta celebración reciben dicha dignidad y responsabilidad»
«Un Cardenal ama a la Iglesia, siempre con el mismo fuego espiritual, ya sea tratando las grandes cuestiones, como ocupándose de las más pequeñas; ya sea encontrándose con los grandes de este mundo, como con los pequeños, que son grandes delante de Dios»
En una solemne ceremonia en la basílica de San Pedro, el Papa Francisco invitó a los nuevos 19 cardenales a buscar “el secreto del fuego de Dios”. Ese fuego que consume a tantos misioneros, laicos, matrimoniso y curas. Un fuego que tiene que llevar a los cardenales a tratar las grandes cuestiones o las cosas más pequeñas. Y para aterrizar en lo concreto, como le gusta hacer, Bergoglio los invitó a la escuela de un santo, Charles de Foucauld, y de dos cardenales: el que fuera Secretario de Estado, Casoroli, o el que sufrió presecución y cárcel en Vietnam, el cardenal Van Thuan.
El Papa Francisco preside el Consistorio ordinario público, el octavo de su pontificado, en el cual crea 19 nuevos cardenales, 16 de ellos menores de ochenta años, y por tanto electores en un futuro Cónclave, y cuatro no electores, al haber superado este umbral de edad.
Una característica de este Consistorio es que fue «mixto», es decir, en él se crearán 19 nuevos cardenales y, al mismo tiempo, se votarán las causas de canonización de dos beatos: el fundador de los Scalabrinianos, Juan Bautista Scalabrini, y del laico salesiano Artemide Zatti.
Otra particularidad es que este Consistorio se celebra en un periodo inusual como el de agosto, que no termina en una ceremonia, sino que, continúa la próxima semana con el encuentro de los Purpurados y el Papa para reflexionar sobre la “Praedicate Evangelium”, la Constitución Apostólica que reforma la Curia Romana.
Los 20 nuevos cardenales son los siguientes: S.E. Mons. Arthur Roche, Arcivescovo-Vescovo emerito di Leeds, Prefetto del Dicastero per il Culto Divino e la Disciplina dei Sacramenti; S.E. Mons. Lazzaro You Heung-sik, Arcivescovo-Vescovo emerito di Daejeon, Prefetto del Dicastero per il Clero; S.E. Mons. Fernando Vérgez Alzaga, L.C., Arcivescovo tit. di Villamagna di Proconsolare, Presidente della Pontificia Commissione per lo Stato della Città del Vaticano e Presidente del Governatorato dello Stato della Città del Vaticano; S.E. Mons. Jean-Marc Aveline, Arcivescovo di Marseille (Francia); S.E. Mons. Peter Ebere Okpaleke, Vescovo di Ekwulobia (Nigeria); S.E. Mons. Leonardo Ulrich Steiner, O.F.M., Arcivescovo di Manaus (Brasile); S.E. Mons. Filipe Neri António Sebastião do Rosário Ferrão, Arcivescovo di Goa e Damão (India); S.E. Mons. Robert Walter McElroy, Vescovo di San Diego (U.S.A.); S.E. Mons. Virgilio do Carmo da Silva, S.D.B., Arcivescovo di Díli (Timor Orientale); S.E. Mons. Oscar Cantoni, Vescovo di Como (Italia); S.E. Mons. Anthony Poola, Arcivescovo di Hyderabad (India); S.E. Mons. Paulo Cezar Costa, Arcivescovo di Brasília (Brasile); S.E. Mons. Richard Kuuia Baawobr, M. Afr., Vescovo di Wa (Ghana); S.E. Mons. William Seng Chye GOH, Arcivescovo di Singapore (Singapore); S.E. Mons. Adalberto Martínez Flores, Arcivescovo di Asunción (Paraguay); S.E. Mons. Giorgio Marengo, I.M.C., Vescovo tit. di Castra severiana; Prefetto Apostolico di Ulaanbaatar (Mongolia); S.E. Mons. Jorge Enrique Jiménez Carvajal, C.I.M., Arcivescovo emerito di Cartagena (Colombia); S.E. Mons. Arrigo Miglio, Arcivescovo emerito di Cagliari (Italia); P. Gianfranco Ghirlanda, S.I., già Rettore de la Pontificia Università Gregoriana; S.E. Mons. Fortunato Frezza, Arcivescovo tit. di Treba.
Inicia la procesión de entrada con los neocardenales. El Papa sentado en su sede les espera. Tras la bendición, el cardenal Roche, prefecto del Culto Divino, da las gracias a Francisco en nombre de todos los nuevos purpurados.
Gracias del cardenal Roche
Santísimo Padre,
En nombre de todos los cardenales electos, deseo expresar la alegría con la que nos presentamos hoy ante usted, no porque merezcamos este honor, sino porque nos ha llamado a estar al servicio de su «misión de Obispo de Roma, para el bien de todo el pueblo de Dios» (cf. Ángelus, 29 de mayo de 2022).
Todos nosotros, procedentes de diferentes partes del mundo, con nuestras historias personales y diferentes situaciones vitales, desempeñamos nuestro ministerio en la viña del Señor. Como sacerdotes diocesanos y religiosos, estamos al servicio de la predicación del Evangelio de muy diversas maneras y en diferentes culturas, pero siempre unidos en la única fe y en la única Iglesia.
Ahora, manifestando su confianza en nosotros, nos llama a este nuevo servicio, en colaboración aún más estrecha con su ministerio, dentro del amplio horizonte de la Iglesia universal. Dios conoce el polvo del que todos estamos hechos, y sabemos bien que sin Él no podemos hacer nada. Como escribió San Gregorio Magno a un obispo: «Todos somos débiles, pero es más débil quien no tiene en cuenta su debilidad» (cf. PL 77, 858-859).
Sin embargo, sacamos fuerzas de usted, Santidad, de su testimonio, de su espíritu de servicio y de su llamada a toda la Iglesia a seguir al Señor con mayor fidelidad, viviendo la alegría del Evangelio con discernimiento, con valentía y, sobre todo, con una apertura de corazón que se manifiesta en la acogida de todos, especialmente de los que sufren la injusticia de la pobreza que margina, la prueba del dolor que busca una respuesta de sentido, la violencia de las guerras que convierten a los hermanos en enemigos.
Compartimos con usted el deseo y el compromiso de comunión en la Iglesia. De usted, Santo Padre, aprendemos a resistir la tentación de cualquier estrechez de mente y de corazón, que lleva a encerrarse en la dimensión estrecha del propio yo en lugar de expandirse «a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).
La Iglesia, por su propia naturaleza, siempre está saliendo, y necesita no sólo afirmarse, sino también ser vista como realmente es: una madre con un corazón inmenso y tierno. Hoy, a pesar de nuestra fragilidad, nos alegramos y le damos gracias porque, respondiendo a su llamada, deseamos con Ella estar cada vez más al servicio del Evangelio.
A orillas del Mar de Galilea, Pedro profesó su profundo y contrito amor por el Señor. Fue un momento importante e íntimo. Sin embargo, Jesús le dijo a Pedro que, a partir de ese momento, la cruz nunca estaría lejos del que había elegido como roca sobre la que construir la Iglesia. Esto -nos dice el Evangelio- era para indicar cómo Pedro glorificaría a Dios (cf. Jn 21,19).
Nuestra misión hoy es ayudarle a llevar esta cruz y no aumentar su peso. Con gran alegría deseamos caminar a tu lado sabiendo que se le han confiado las llaves del Reino. Con gratitud y temor, por tanto, Santo Padre, le ofrecemos nuestro profundo respeto y nuestra obediencia que será, si el Señor quiere, usque ad sanguinis effusionem.
Tras el abrazo del Papa al cardenal Roche, la lectura del evangelio de Lucas: “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (12,49) y, a continuación la homilía del Papa.
Homilía del Papa
Estas palabras de Jesús, que se encuentran justo en el centro del Evangelio de Lucas, son como una flecha que nos alcanza: «Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!» (12,49).
Mientras el Señor iba con los discípulos hacia Jerusalén, hizo un anuncio con un estilo típicamente profético, usando dos imágenes: el fuego y el bautismo (cf. 12,49-50). El fuego ha de llevarlo al mundo; el bautismo habrá de recibirlo Él mismo. Tomo sólo la imagen del fuego, que en este caso es la llama poderosa del Espíritu de Dios, es Dios mismo como «fuego devorador» (Dt 4,24; Hb 12,29), Amor apasionado que todo lo purifica, lo regenera y lo transforma. Este fuego –igual que el “bautismo”– se revela plenamente en el misterio pascual de Cristo, cuando Él, como columna ardiente, abre el camino de la vida a través del mar tenebroso del pecado y de la muerte.
Sin embargo, también hay otro fuego, el de las brasas. Lo encontramos en Juan, en el pasaje de la tercera y última aparición de Jesús resucitado a los discípulos, en el lago de Galilea (cf. 21,9- 14). Jesús mismo encendió esta pequeña fogata, cerca de la orilla, mientras los discípulos estaban en las barcas y sacaban las redes repletas de pescados. Y Simón Pedro llegó primero, nadando, lleno de alegría (cf. v. 7). El fuego de las brasas es manso, escondido, pero permanece encendido por un largo rato y sirve para cocinar. Y ahí, en la orilla del lago, crea un ambiente familiar en donde los discípulos disfrutan de la intimidad con su Señor, sorprendidos y conmovidos.
Nos hará bien, queridos hermanos y hermanas, meditar juntos el día de hoy, a partir de la imagen del fuego, considerando estas dos formas que asume; y, a la luz de la misma, orar por los Cardenales, de modo particular por ustedes, que precisamente en esta celebración reciben dicha dignidad y responsabilidad.
Con las palabras que nos llegan por medio del Evangelio de Lucas, el Señor nos llama nuevamente a ponernos detrás de Él, a seguirlo por el camino de su misión. Una misión de fuego – como aquella de Elías–, ya sea por lo que ha venido a hacer, ya sea por cómo lo ha hecho. Y a nosotros, que en la Iglesia hemos sido tomados de entre el pueblo para un ministerio de servicio especial, es como si Jesús nos entregara la antorcha encendida, diciendo: Tomen, «como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» (Jn 20,21).
Así el Señor quiere comunicarnos su valentía apostólica, su celo por la salvación de cada ser humano, sin excluir a nadie. Quiere comunicarnos su magnanimidad, su amor sin límites, sin reservas, sin condiciones, porque en su corazón arde la misericordia del Padre. Y dentro de este fuego se encuentra también la tensión misteriosa, propia de la misión de Cristo, entre la fidelidad a su pueblo, a la tierra de las promesas, a aquellos que el Padre le ha dado y, al mismo tiempo, a la apertura a todos los pueblos, al horizonte del mundo, a las periferias aún desconocidas.
Este fuego potente es el que animó al apóstol Pablo en su servicio incansable al Evangelio, en su “carrera” misionera, que fue siempre conducida, impulsada hacia adelante por el Espíritu y por la Palabra. También es el fuego de tantos misioneros y misioneras que han sentido la alegría dulce y extenuante de evangelizar, y cuyas vidas se han convertido en evangelio, porque ante todo han sido testigos.
Hermanos y hermanas, este es el fuego que Jesús ha venido a “traer sobre la tierra”, y que el Espíritu enciende también en los corazones, en las manos y en los pies de quienes lo siguen. Después tenemos el otro fuego, el de las brasas. También esto quiere transmitirnos el Señor para que, como Él, con mansedumbre, con fidelidad, con cercanía y ternura, podamos hacer que muchos disfruten de la presencia de Jesús vivo en medio de nosotros.
Una presencia tan evidente, incluso en el misterio, que ni siquiera es necesario preguntar: “¿Quién eres?”, porque el mismo corazón nos dice que es Él, el Señor. Este fuego arde, de modo particular, en la oración de adoración, cuando estamos en silencio cerca de la Eucaristía y saboreamos la presencia humilde, discreta, escondida del Señor, como un fuego en ascuas, de manera que esta misma presencia se convierte en alimento para nuestra vida diaria.
El fuego en las brasas nos hace pensar, por ejemplo, en san Carlos de Foucald, quien, al haberse encontrado por mucho tiempo en un ambiente no cristiano, en la soledad del desierto, centró toda su atención en la presencia, tanto la presencia de Jesús vivo en la Palabra y en la Eucaristía, como la propia presencia del santo, que era fraterna, amigable y caritativa. También nos hace pensar en los hermanos y hermanas que viven la consagración secular, en el mundo, alimentando el fuego bajo y duradero en los ambientes laborales, en las relaciones interpersonales, en los encuentros de pequeñas fraternidades; o también como sacerdotes, en un ministerio perseverante y generoso, sin hacer alarde, en medio de la gente de la parroquia. Hay un párroco de tres parroquias en Italia. ¿Eres capaz? ¿Conoces a todos? Sí, incluso el nombre de los perros de las familias.
Y, además, ¿no es acaso un fuego en ascuas aquel que diariamente caldea la vida de tantos esposos cristianos? Este se reaviva con una oración sencilla, “hecha en casa”, con gestos y miradas de ternura, y con el amor que acompaña pacientemente a los hijos en su crecimiento. Y no nos olvidemos del fuego en ascuas custodiado por los ancianos, que son el hogar de la memoria en el ambiente familiar, social y civil. ¡Qué importante es este brasero de los mayores! En torno a él se reúnen las familias, permitiendo leer el presente a la luz de las experiencias del pasado y tomar decisiones sabias.
Queridos hermanos Cardenales, a la luz y con la fuerza de este fuego camina el Pueblo santo y fiel, del cual hemos sido convocados y al que hemos sido enviados como ministros de Cristo, el Señor. ¿Qué me dice a mí y a ustedes, en particular, este doble fuego de Jesús? A mí me parece que nos recuerda que el fuego del Espíritu mueve al hombre lleno de celo apostólico a cuidar con valentía tanto las cosas grandes como las pequeñas, porque “non coerceri a maximo, contineri tamen a minimo, divinum est”. No olvidar esto de Santo Tomás.
Un Cardenal ama a la Iglesia, siempre con el mismo fuego espiritual, ya sea tratando las grandes cuestiones, como ocupándose de las más pequeñas; ya sea encontrándose con los grandes de este mundo, como con los pequeños, que son grandes delante de Dios. Pienso, por ejemplo, en el Cardenal Casaroli, quien destacó por su perspectiva abierta para apoyar, con un diálogo sabio, los nuevos horizontes de Europa después de la guerra fría. ¡Y Dios no quiera que la miopía del ser humano cierre de nuevo aquellos horizontes que Él abrió! Pero a los ojos de Dios, igualmente tuvieron gran valor las visitas que regularmente hacía a los jóvenes detenidos en una cárcel para menores de Roma, donde lo llamaban “Don Agostino”. ¡Y cuántos ejemplos de este tipo se podrían mencionar!
Se me ocurre el Cardenal Van Thuân, llamado a pastorear el Pueblo de Dios en otro escenario crucial del siglo XX, y al mismo tiempo estaba animado por el fuego del amor de Cristo para cuidar el alma del carcelero que vigilaba la puerta de su celda.
Queridos hermanos y hermanas, volvamos a mirar a Jesús: sólo Él conoce el secreto de esta magnanimidad humilde, de este poder manso, de esta universalidad atenta a los detalles. El secreto del fuego de Dios, que desciende del cielo, iluminando de un extremo al otro, y que cocina lentamente el alimento de las familias pobres, de los migrantes, o de quienes no tienen un hogar. También hoy Jesús quiere traer este fuego a la tierra; quiere encenderlo de nuevo en las orillas de nuestras historias diarias. Nos llama por nuestro nombre, nos mira a los ojos y nos pregunta: ¿Puedo contar contigo?
No quiere terminar sin un recuerdo al cardenal de Ghana, Richard Kuuia Baawobr, que debía estar aquí y, ayer, al llegar a Roma, se sintió indispuesto y está hospitalizado.
Tras la homilía, tiene lugar la creación de los nuevos cardenales. Primero el Papa lee sus nombres, mientras ellos se van levantando en sus asientos y todos juntos profesan el credo en voz alta. Y juran obediencia al Papa y a sus sucesores.
Tras lo cual, el Papa va imponiendo a los nuevos cardenales la birreta roja y entregando el tíulo y el anillo, mientras los nuevos purpurados se ponen de rodillas ante él. El cardenal Vergez no pudo arrodillarse por problemas de salud. El Papa habla algo más de tiempo con el nuevo cardenal nigeriano, con el cardenal de la Amazonía, con el primer cardenal dalit de la historia, con el arzobispo de Brasilia, con el arzobispo de Asunción, con el cardenal de Mongolia o con el cardenal Jiménez Carvajal y con el canónigo Frezza.-