El viaje en tren al Himalaya que cambió la vida de la Madre Teresa
Hace 25 años falleció la Madre Teresa. Tenía 87 años y era un icono, pero fue un viaje que hizo a los 36 años, con su fe intacta, pero también dudas sobre cómo servir mejor a Dios, lo que la convirtió en referente religioso y social. Iba de camino a un retiro espiritual, en 1946, a bordo de un tren casi de juguete. Al bajar del vagón, ya no era la misma: había ‘nacido’ la Madre Teresa. ¿Qué pasó en el trayecto?
La mañana del 10 de septiembre de 1946, la hermana Teresa Bojaxhiu, una monja joven de aspecto insignificante, nacida en Albania y enrolada en las Damas Irlandesas, profesora de geografía para niñas pijas en la India, que entonces todavía formaba parte del Imperio británico, emprendió un viaje en tren que cambió su vida para siempre y la convirtió en la Madre Teresa de Calcuta, fundadora de las Misioneras de la Caridad, ángel de la guarda de los miserables, santa de las cloacas, los vertederos, las leproserías y los morideros. Probablemente, la persona que más hizo por sus semejantes en el siglo XX. ¿Qué sucedió en aquel tren? Aquella monja más bien despistada, de la que sus alumnas se reían a escondidas, sintió que Dios le hablaba. «El mensaje era muy claro: tenía que dejar el convento y trabajar con los pobres, viviendo en medio de ellos. Era una orden. Supe adónde tenía que dirigirme. Ignoraba cómo llegar.»
La hermana Teresa tenía entonces 36 años. Siguiendo la costumbre de la congregación, había salido de Calcuta para pasar ocho días de retiro espiritual en la montañosa Darjeeling una vez terminado el curso escolar. Allí, en las estribaciones del Himalaya, había pasado los dos años de noviciado y volvía cada otoño. Noches frías y aire liviano, más fácil de respirar que el pesado ambiente de la ciudad, opresivo por el sofocante monzón y las nubes que se empachan de lluvia en el delta del Ganges.
En la estación de Howrah tomó el tren que se dirigía a las llanuras de Bengala occidental. Cuando llegó a Siliguri hizo transbordo al llamado toy train (‘tren de juguete’), un convoy liliputiense enganchado a una locomotora de vapor que circula por una vía estrechísima: sesenta centímetros. Si no es el tren más lento del mundo, le falta poco. Tarda seis horas en recorrer unos 80 kilómetros, pues debe encaramarse hasta los 1.500 metros de altitud. Ingenieros británicos dibujaron un trazado mareante que lleva hacia las plantaciones de té. Atraviesa 500 puentes y una maraña de arrozales, bosques, cortados y precipicios. Mientras la locomotora resopla, la hermana Teresa mira por la ventanilla.
Para sus alumnas era «estrafalaria» y no encajaba en un colegio de élite. «Quizá sea cierto –decía ella– ¿Pero dónde encajo…?»
La mente de los pasajeros se adapta al ritmo de la marcha. Muchos dormitan, pero la monja tiene bastante en qué pensar. Sus alumnas la ven como «una profesora un poco estrafalaria» que no encaja en un colegio de élite. Con unas pocas, sin embargo, ha simpatizado. Pero el arzobispo la tiene enfilada. Quizá sea cierto que no encaja. ¿Pero dónde, entonces? Ha seguido su vocación. Está donde se supone que quiere estar. Siendo muy joven se montó en un vagón de tercera y recorrió en tren los Balcanes y media Europa, desde Albania hasta Irlanda, para ingresar en la orden de las Hermanas de Loreto.
Reflexiones y recuerdos que se solapan con los bucles del trazado, tirabuzones de hierro que la máquina acomete a veces con el motor en reversa, marcha atrás. En las inmediaciones de la estación de Kurseong, el tren atraviesa un bazar. Tiendas y vendedores ambulantes, vaharadas de curry y cilantro, humanidad que comercia y que mendiga. Puedes alargar la mano y comprar una fruta o un cuenco de basmati sin bajar del vagón. Y pobres. Pobres arrimados a las vías. Viviendo, defecando, durmiendo y muriéndose. Y entonces la hermana Teresa comprende. Ve. Antes miraba, ahora ve. Y lo que ve es una metáfora visual de la vida a la que aspira. El tren sigue trepando hacia los cielos del Himalaya, ajeno al bullicio, la pestilencia y las desdichas, pero si ella quiere subir al cielo de su fe debe bajarse de ese vagón y mezclarse con los pobres. Acompañarlos. Mimarlos. Darles un hogar, aunque sólo sea para morir con dignidad.
Fue una experiencia tan extraordinaria y a la vez sencilla que sobrecoge. Mística humilde. Una revelación de la que la Madre Teresa, pudorosa, casi nunca quiso hablar. «Durante décadas, sólo contaría que había recibido una ‘llamada dentro de una llamada’, el mandato divino de dejar el convento y salir fuera a servir a los pobres en los barrios miserables», explica el padre Joseph Langford, autor de El fuego secreto de la Madre Teresa (Planeta), un libro que indaga en ese viaje trascendental y en los durísimos comienzos de su nueva vida. «Ahora sabemos, gracias a los primeros indicios hallados en sus cartas y conversaciones, así como por su propia admisión posterior, que había sido agraciada con una experiencia de Dios abrumadora, una experiencia de tal fuerza y profundidad, de una ‘luz y amor tan intensos’, como más adelante la describiría, que cuando el tren llegó a la estación de Darjeeling, Madre Teresa ya no era la misma. Aunque nadie lo supo en aquel momento, la hermana Teresa se acababa de convertir en Madre Teresa».
Al principio fue una odisea
La Madre Teresa no era consciente del lío en que se estaba metiendo y lo difícil que sería convencer a la jerarquía eclesiástica para que la dejasen hacer. Una vez que hubo regresado a Calcuta tras su retiro, consultó con su director espiritual. Éste le aconsejó que se pusiera en comunicación con el arzobispo y le pidiera permiso para dejar la orden y trabajar sola, sin ayuda, pero sin impedimentos. El arzobispo se puso hecho un basilisco. «¡Conozco a esta mujer! Tiene pocas luces. No sabe ni encender un cirio». Después de largos meses de tira y afloja, cruces de cartas y arduas deliberaciones vaticanas, se le otorgó repentinamente la autorización. En fin, allá ella… La dejaban por imposible. Se marchó del convento con lo puesto. Pero estaba feliz. Para servir a los pobres hay que ser pobre. ¡Y vaya si lo era! Una vez libre, la Madre Teresa hizo un curso de primeros auxilios y enfermería básica. En diciembre de 1948 regresó a Calcuta, vestida por primera vez con el humilde sari de algodón blanco que se convertiría en su emblema. Sola y contando apenas con cinco rupias (menos de un euro), buscó la hospitalidad de las Hermanitas de los Pobres, desde cuyo convento empezó a acudir cada día a los barrios marginales.
Entonces, la hermana Teresa comprende. Ve. Antes miraba, ahora ve. Y lo que ve es una metáfora visual de la vida a la que aspira
«Primero regresó a Moti Jhil, la vasta barriada que estaba acostumbrada a ver al otro lado del muro de su convento. Como tenía formación de maestra, empezó abriendo una escuela para los hijos de los pobres en la que utilizaba el suelo como pizarra y un árbol como techo y refugio. Como recompensa por la asistencia, daba barras de jabón, pues los andrajos y las condiciones poco higiénicas de sus alumnos eran invitaciones a la enfermedad y la muerte temprana», relata el padre Langford. En febrero de 1949, un católico bengalí llamado Michael Gomes le prestó una habitación en su casa de Creek Lane. Se trasladó a ella con una maletita y dispuso de un espacio para dormir y trabajar, empleando una caja de embalaje como silla y otra como escritorio.
Cuando se divulgó la noticia de su labor en solitario, algunas de sus antiguas alumnas en Loreto quisieron colaborar con ella. Primero, Subhashini Das (quien más adelante adoptó el nombre religioso de Agnes); unas semanas después, Magdalena Gomes (la hermana Gertrude). En Pascua ya había tres mujeres vestidas igual, con saris blancos ribeteados en azul. Cuando el grupo había aumentado a 12 y ya no cabían en su habitación prestada, la Madre Teresa recibió la invitación de ocupar un piso entero en la casa de los Gomes. Hoy son cinco mil y se han extendido a 120 países. Las monjas tenían que pasar ante los cuerpos de los indigentes que agonizaban en los caminos y callejuelas de la ciudad. Alquilaron una habitación con suelo de tierra donde podían lavar, alimentar y cuidar a unos pocos agonizantes hasta que se recuperaban o morían. Las autoridades de Calcuta les ofrecieron un edificio. Era un albergue para peregrinos al santuario de Kali, diosa hindú de la destrucción y la purificación. Las ambulancias de la ciudad empezaron a llevar indigentes al albergue. Debido a su proximidad al templo de Kali y a los ghats (‘crematorios’), se lo llamó Kalighat.
La Madre Teresa consideraba su experiencia del tren tan íntima e inefable que se resistía a hablar de ella en detalle. Su silencio prevalecería hasta los últimos años de su vida, cuando sintió la inclinación de levantar el velo. Y su interlocutor fue el padre Langford, cofundador en 1983 de los Padres Misioneros de la Caridad, la rama masculina de la orden creada por la monja albanesa, con el que conversó en Nueva York. «Mientras trabajaba en el Bronx, empecé a preguntarme si existiría alguna conexión entre la experiencia de Madre Teresa en el tren y las palabras de Jesús ‘Tengo sed’ que hay en todas las capillas de nuestra comunidad. ¿Era el encuentro de Madre Teresa en el tren un encuentro con la sed de Jesús? Se lo pregunté directamente. Ella bajó la cabeza un momento, luego miró hacia arriba: ‘Sí, es verdad’, dijo. Tras otra pausa añadió: ‘Y un día debes contárselo a los demás…’».
EL EXTRAÑO PODER DE LA MADRE TERESA
La Madre Teresa tenía un don para transformar la vida de las personas. Le sucedió al padre Joseph Langford: estudiaba Teología en Roma cuando la conoció. Sin pensárselo, cambió el estudio de los legajos del Vaticano por un hogar para pobres en el Bronx neoyorquino. Allí supo de una de las conversiones más extraordinarias que recuerda. «Un joven vino a nuestra comunidad y nos habló de su vida anterior como mensajero de la mafia, transportando armas y drogas. Un día, conduciendo por la autopista, en San Francisco, con mercancía ilegal, su emisora de música favorita interrumpió la programación. La Madre Teresa estaba en la ciudad y todas las emisoras retransmitían su discurso. El joven siguió conduciendo, enfadado sin su música, a la espera de que aquella mujer terminase de hablar. De pronto, sintió que lo invadía una extraña sensación y se encontró sollozando. Detuvo el coche y, fuera de la autopista, expulsó entre lágrimas todo el dolor y la oscuridad de su alma. Se sintió limpio y nuevo. Después llamó a la emisora y preguntó dónde podía encontrar a la monja. El joven se dirigió al convento de las Hermanas y, para su sorpresa, enseguida lo condujeron a conocer a la Madre Teresa». No es un caso aislado. En un experimento del que informó la prensa india, los voluntarios de un laboratorio registraron ondas alfa [las produce el cerebro en estados de relajación] sólo ante la mención de su nombre. El padre Joseph se convirtió en su amigo y confidente durante un vuelo transoceánico en el que se sentaron juntos. «Al aterrizar, un agente paquistaní de KLM nos escoltó y le dijo: «’Nosotros, los musulmanes, creemos cosas maravillosas de Jesús. Pero en 200 años nadie ha hecho lo que Jesús predica. Usted sí. Usted es el amor en acción’».-