El mes de la Biblia
Cardenal Baltazar Porras Cardozo:
El mes de septiembre es tradicionalmente el mes de la Biblia, uniendo la figura de San Jerónimo, santo y doctor de la Iglesia del siglo IV, quien dedicó buena parte de su vida a traducir los libros sagrados al latín para que la gente común y corriente tuviera acceso directo a los originales hebreo, arameo y griego. De allí el nombre de su traducción conocida como “la Vulgata”, no en sentido despectivo sino para darle carácter universal.
Hoy tenemos acceso a los libros sagrados en muchísimas lenguas, y en castellano son numerosas las traducciones, unas de carácter más científico o académico, y otras, más sencillas y acordes con los giros lingüísticos que permitan conectar las culturas iniciales con las actuales. Los leccionarios, libros que tienen los textos bíblicos que se proclaman en las celebraciones litúrgicas tienen la cadencia de lo que se recita con una cierta tonalidad propia de una lectura hecha para la meditación y la contemplación. Recordemos que los 73 libros de la Biblia, 46 del Antiguo Testamento y 27 de Nuevo, fueron escritos en un lapso de más de quince siglos, con las características propias de la cultura, el tiempo y la genialidad de cada autor.
El Papa Francisco nos recuerda que “No se anuncia el Evangelio para convencer con palabras sabias, sino con la humildad, porque la fuerza de la Palabra de Dios es Jesús mismo y sólo quien tiene un corazón abierto lo acoge”. Por eso toda celebración proclama algún trozo de la Escritura. La polémica surgida con la interpretación de Lutero llevó a la llamada Contrarreforma a restringir el acceso a la Biblia de parte de los católicos. Su lectura y estudio quedó reservada a los entendidos. Santa Teresa de Ávila, por ejemplo, rumió la Palabra de Dios a través de la predicación de los jesuitas y dominicos, sin tener acceso directo a la Biblia.
La reforma litúrgica que tomó auge a comienzos del siglo XX fue acercando de nuevo a los católicos a la lectura directa de la Biblia. El Concilio Vaticano II acercó el culto cristiano a los fieles a través de la constitución sobre la liturgia, y la constitución Dei Verbum, la Palabra de Dios, familiarizó la Biblia a los católicos. Son muchas las formas actuales de nutrirnos directamente de la Palabra. Para cualquier cristiano es primordial conocer más y más la revelación que nos llega por la Sagrada Escritura y por la gran Tradición de la Iglesia, con la interpretación auténtica del Magisterio eclesial. La Palabra de Dios se pronuncia y se escucha en el seno de la Iglesia como su lugar propio, pero con el fin de que la escuche el hombre y la mujer de cualquier parte y época e influya salvíficamente en la historia de la humanidad.
En la constitución conciliar sobre la Palabra de Dios se lee: «La Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras, como también ha venerado el Cuerpo mismo del Señor. Por ello, especialmente en la sagrada liturgia, nunca deja de tomar el pan de vida de la mesa, de alimentarse de él y de distribuirlo a los fieles, tanto el pan de la Palabra de Dios como el Cuerpo de Cristo.»
De nuevo el Papa Francisco en su exhortación programática, Evangelii gaudium nos recuerda: “Cuando la predicación es fiel al Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de algunas verdades y queda claro que la predicación moral cristiana no es una ética estoica, es más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y errores. El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe ensombrecer! Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de amor. Si esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener «olor a Evangelio”.
Aprovechemos, pues, este inicio de curso para retomar la Biblia como libro de cabecera.-