Trabajos especiales

Las palabras de la guerra

Habría que ser muy cínico para no ver en la actitud y la voz de Zelenski una de las razones de la supervivencia de Ucrania. Frente a él, Putin parece cada vez más una bestia herida, un matón de barrio de pecho tan desnudo como su lenguaje, incapaz de comunicarse con nadie y aislado de las comunicaciones con los demás

Juan Gabriel Vásquez / Polis:

En febrero de este año, cuando Putin lanzó su agresión criminal contra Ucrania, pocos pensaban que la guerra iba a durar tanto, y muchos menos habrán previsto lo que estamos viendo: que Rusia puede ser derrotada. Para todos los que repudiamos la invasión, que en sus inicios parecía ser una mera reedición de Georgia en 2008 y Crimea en 2014, esto es una buena noticia que llega desde nuestro atribulado presente. Pero a la vez es un mal augurio de lo porvenir, pues un hombre desesperado, aislado y paranoico (educado en la paranoia sin fin de la KGB) resulta siempre peligroso; y es más peligroso cuando la inseguridad y el desespero y la paranoia vienen con un arsenal nuclear; y es más peligroso todavía cuando el tiempo pasa y se va haciendo real la metáfora de Churchill: “Los dictadores andan de aquí para allá montados sobre tigres que no se atreven a desmontar; y los tigres tienen cada vez más hambre”. Con cada mes que pasa, Putin va comprendiendo que la única manera de bajarse del tigre es la victoria total. De cualquier otra forma, corre serios riesgos de que el tigre se lo coma.

Ha sido una guerra extraña. Todas las guerras están hechas en parte de palabras, porque es con palabras como se monta la propaganda, y en el arsenal de Putin eran tan importantes los tanques como las mentiras en Facebook. Pero en esta guerra han tenido un papel impredecible. Recuerden ustedes el enloquecido discurso de Putin en el Kremlin, cuando sostuvo que Ucrania no era un pueblo, sino una mera extensión de Rusia o del “Mundo ruso”; cuando habló de la necesidad de desnazificar Ucrania, un país tan nazi que estaba gobernado por un judío elegido por más de dos terceras partes de los votantes; cuando bautizó la invasión o la agresión, en fin, con ese eufemismo orwelliano: “Operación militar especial”. Ese día quedó claro que parte de su estrategia era construir un elaborado relato para acompañar o justificar la agresión; no quedó claro, o no me lo quedó a mí, por qué le parecía necesario. La superioridad militar de Putin era avasalladora, y en sus anteriores aventuras militares nunca le pareció necesario acudir a estos efectos retóricos. ¿Por qué ahora sí? ¿Y por qué así, con ese relato tan flagrantemente mentiroso?

El discurso de Putin me hizo pensar en esa anécdota que tanto le gustaba a Hannah Arendt: terminada la guerra de 1914, le preguntaron al presidente francés Georges Clemenceau cómo creía que el mundo juzgaría lo ocurrido. “No lo sé”, dijo Clemenceau. “Pero estoy seguro de que nadie dirá que Bélgica invadió Alemania”. Hannah Arendt notó que Clemenceau, evidentemente, no conocía los totalitarismos que vinieron después, que convirtieron la guerra contra la verdad (o por el dominio de la historia) en una manera de ser. Decir que Ucrania está en manos de un grupo de nazis, y que hay que invadirla para liberarla, es decir que Bélgica invadió Alemania; es, también, añadir una página al manual del autócrata perfecto, que tiene siempre que erigirse en historiador, pues la mentira sobre el presente está, en el mundo de Putin, ligada íntimamente a su obsesión narrativa con lo que llama la Gran Guerra Patriótica: la victoria de la Unión Soviética en la guerra contra los nazis. Ese relato es el que Putin trata de prolongar, pues remite a tiempos heroicos. Make Russia Great Again.

Cuando Putin habla de “genocidio” de los ucranios contra el pueblo ruso de Ucrania, cuando defiende su agresión apelando a las emociones profundas de tantos contra Occidente (la OTAN como humillación, un argumento que demasiados demócratas occidentales, patéticamente, le han comprado sin pestañear), lo que está haciendo es reeditar el relato del victimismo y el resentimiento que siempre les ha sido provechoso a los autócratas. Un analista militar, citado, si mal no recuerdo, por un periódico norteamericano, hablaba de los que creen que “se pueden limpiar los pies con Rusia”. En la retórica de los putinianos o putinitos, la idea de humillación aparece constantemente. Nos han humillado; nos han traicionado; somos el hazmerreír del otro (Occidente, la OTAN, los ganadores de la Guerra Fría). La estrategia no es nueva. Parte del éxito de Hitler fue el aprovechamiento de la leyenda de la “puñalada por la espalda” que surgió después de la Primera Guerra: en realidad, sostenía esta versión, la guerra no se perdió militarmente, sino que Alemania fue traicionada por la izquierda, los comunistas y los judíos, que persiguieron sus propios intereses en desmedro de los de la patria.

Hay que recordar, ahora que la muerte de Gorbachov todavía se siente y están en nuestra retina los desaires que le hizo Putin, que la razón principal del desprecio es esa acusación imprecisa: Gorbachov, según Putin, manchó la reputación de la Unión Soviética. ¿Cómo? Con sus esfuerzos por recuperar la verdad de la historia que el estalinismo había distorsionado o reescrito. Gorbachov se atrevió incluso a hablar de los pactos secretos entre Hitler y Stalin que permitieron, entre otras brutalidades, el ataque a Polonia; se atrevió a hablar de las decisiones secretas que condujeron al aplastamiento de la Primavera de Praga. No hay ninguna manera más resultona de desactivar los escepticismos de sus ciudadanos o de granjearse nuevas simpatías, pues siempre hay alguien que se siente humillado o pisoteado o ninguneado, y esas emociones etéreas son las que mueven el mundo. De eso se trató desde el primer día la campaña de Donald Trump: Make America Great Again hubiera sido imposible sin el rencor acumulado e impreciso de millones de votantes vulnerables, desinformados e incapaces de distinguir la verdad de la mentira.

Pero en su guerra de palabras, Putin no contaba con las de Zelenski. Son las palabras precisas y sencillas de un actor entrenado, un hombre que conoce los ritmos del lenguaje y los usa para lograr efectos meditados. El espectáculo sería fascinante incluso si las palabras de Zelenski no vinieran acompañadas de valentía genuina: incluso si no tuviera de su lado la razón y los valores de la libertad, la dignidad y la defensa de la vida. Pienso, por ejemplo, en las palabras que pronunció desde una pantalla frente a las Naciones Unidas: yo vi la transmisión por una cadena norteamericana, y ni siquiera la intérprete podía evitar que la voz se le quebrara. Impredeciblemente, este comediante (que llegó a la presidencia montado no sobre un tigre, sino sobre el unicornio de colores de la industria del entretenimiento) se ha convertido en un líder genuino. Por supuesto que una frase bien escogida, pronunciada con la emoción precisa, no defiende un centro comercial de un misil ruso, pero habría que ser muy cínico para no ver en la actitud y la voz de Zelenski una de las razones de la supervivencia de Ucrania.

Frente a él, Putin parece cada vez más una bestia herida, un matón de barrio de pecho tan desnudo como su lenguaje, incapaz de comunicarse con nadie y aislado de las comunicaciones con los demás. Acaba de decretar una movilización militar que implica el reclutamiento forzoso de miles de rusos, y lo que ve por la ventana es que los rusos —casi 300.000— huyen desesperados hacia otras partes, y los que no huyen, lanzan cócteles molotov contra los centros de reclutamiento. Se ve que el relato de patriotismo enseña graves grietas, y Putin lo resiente, o su silencio es resentido. Hace rato que no da declaraciones. Es como si se hubiera quedado sin palabras.

 

 

Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) es escritor. Considerado uno de los novelistas latinoamericanos más importantes de su generación, Vásquez también se ha destacado como periodista y traductor. Hasta la fecha ha publicado siete novelas, dos volúmenes de cuentos y dos libros de ensayos. Su novela más conocida es El ruido de las cosas al caer, por la que recibió, entre otras distinciones, el Premio Alfaguara de Novela y el Premio Literario Internacional IMPAC de Dublín. Otros importantes reconocimientos incluyen el Premio Roger Caillois, por el conjunto de su obra, y la condecoración de la Orden de Isabel la Católica, concedida por el Rey de España. Vásquez, quien reside en Bogotá, ha vivido en París, las Ardenas belgas y Barcelona. Sus novelas se publican actualmente en 28 lenguas.

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