Beata Alejandrina da Costa, testigo de la Pasión de Cristo
Cada 13 de octubre, la Iglesia Católica recuerda a la Beata portuguesa Alejandrina María da Costa (1904-1955), laica y mística, cuyo paso por este mundo fue un testimonio fehaciente del poder y del amor de Dios presente en la Eucaristía, alimento perfecto.
“¿Quieres encontrarme, hija mía? Búscame en tu corazón y en tu alma, ahí habito, en tu corazón como en mi tabernáculo. ¡Si supieras cuánto me consuelas y cuánto socorres a los pecadores al ofrecerte como víctima!”, le dijo Jesús, Nuestro Señor, a la Beata Alejandrina, mientras esta permanecía en éxtasis, sufriendo los dolores de la Pasión de Cristo.
Nacida en cuna pobre
Alejandrina nació en Balazar (Portugal) en 1904. Fue educada cristianamente y permaneció con su familia hasta los 7 años, cuando fue enviada a la ciudad cercana de Póvoa de Varzim para que asista a la escuela. En aquella ciudad costera hizo su primera comunión a los 11 años y, un año después, su confirmación.
Luego, forzada por las circunstancias, regresó a Balazar, a la casa familiar, donde volvió a vivir con su madre y su hermana. Alejandrina tuvo que abandonar la escuela -la que nunca terminó-, ya que su familia requería que trabaje en el campo y ayude en los quehaceres del hogar.
Víctima de la insanía
El Sábado Santo de 1918 sucedió un hecho que la marcaría para el resto de su vida. Alejandrina -en ese momento con unos 14 años- se encontraba ocupada en sus tareas de costura, acompañada de su hermana y una amiga, cuando tres hombres forzaron la puerta de la habitación donde estaban e ingresaron violentamente, sin ocultar sus perversas intenciones.
Alejandrina, aterrorizada, saltó por la ventana para evitar ser violada. Si algo tenía en mente en ese momento era preservar su pureza y virginidad. Lamentablemente, la ventana estaba a unos cuatro metros del suelo, de manera que la caída le provocó graves lesiones.
Poco a poco, desde ese trágico día, la pequeña Alejandrina se fue deteriorando físicamente: empezó a desarrollar una parálisis que la dejaría postrada hasta el final de sus días.
“Víctima” por la expiación de los pecados
En medio de esas difíciles circunstancias, Alejandrina empezó a profundizar en el mensaje de la Virgen de Fátima: se ofreció a Cristo como “víctima” de expiación por la conversión de los pecadores, por amor a la Eucaristía y por la consagración del mundo al Inmaculado Corazón de María.
Los últimos 13 años de su vida los pasó postrada en cama. Durante todo ese tiempo su único alimento fue la Eucaristía, que recibía a diario.
Entregada a una vida de oración y ayuno total, de acuerdo a los testimonios recogidos, experimentó místicamente la Pasión de Cristo, con mucho sufrimiento, cada viernes por la tarde, hasta en 180 ocasiones. Muchísimas personas durante ese periodo acudieron a su casa para visitarla y recibir de ella alguna palabra de consuelo o compartir un tiempo de oración.
Por recomendación de su director espiritual, Alejandrina, que entendía que su estado de vida era un apostolado, pidió ser cooperadora salesiana.
“Reciban la Comunión; recen el Rosario todos los días” (Beata Alejandrina)
El 13 de octubre de 1955, aniversario del “milagro del sol”, acontecido en Fátima treinta y ocho años antes, la Beata Alejandrina Da Costa partió al encuentro definitivo con Dios. Antes de morir, alcanzó a decir: “No pequen más. Los placeres de esta vida no valen nada. Reciban la Comunión; recen el Rosario todos los días. Esto lo resume todo”.
La Beata Alejandrina pidió que, a manera de epitafio, su tumba quede grabada con la siguiente inscripción: “Pecador: si las cenizas de mi cuerpo pueden ser útiles para salvarte, acércate. Si es necesario pisotéalas hasta que desaparezcan, pero no peques nunca más. No ofendas más a nuestro amado Señor. Conviértete. No pierdas a Jesús para toda la Eternidad. ¡Él es tan bueno!”.
Sacrificar la propia vida por amor
El Papa San Juan Pablo II beatificó a Alejandrina da Costa en una hermosa ceremonia celebrada en el año 2004.
En la homilía el Pontífice señaló: “En el ejemplo de la Beata Alejandrina, expresado en la trilogía ‘sufrir, amar y reparar’, los cristianos pueden encontrar estímulo y motivación para ennoblecer todo lo que la vida tiene de doloroso y triste con la mayor prueba de amor: sacrificar la vida por quien se ama”.-