Lecturas recomendadas

El fracaso posconciliar

P. Santiago Martin FDM:

Se han cumplido sesenta años de la inauguración del Concilio Vaticano II y, con este motivo, han sido muchos los artículos que se han escrito en estos días sobre el asunto, además de importantes mensajes, como el pronunciado por el Papa Francisco en la Santa Misa que se celebró en San Pedro para conmemorarlo.

Como la inmensa mayoría de los sacerdotes que estamos vivos, soy un “hijo del Concilio”, en el sentido de haber recibido mi formación desde la infancia en una época posconciliar. La formación recibida en el seminario en Mallorca la considero bastante buena y, sobre el resto, hay sus más y sus menos. Tuve como maestro a José Luis Martín Descalzo, sacerdote y periodista, autor del imprescindible “Un periodista en el Concilio”. Algo sé, por lo tanto, de cómo se gestaron los documentos conciliares, que terminaron viendo la luz casi como un pacto de mínimos, tutelado por Pablo VI, que no estaba dispuesto a firmar herejías, pero que tuvo que aceptar ambigüedades. Creo que son esas ambigüedades, propias de todo documento de consenso, las que han sido explotadas por un sector para hacer una lectura del Concilio en ruptura con todo lo anterior, amparados por la cobertura de lo que se llamó el “espíritu del Concilio”. Tanto San Juan Pablo II como Benedicto XVI alertaron de este peligro y ambos, como participantes en el evento, lucharon para que el Vaticano II fuera entendido y aplicado en continuidad con la Escritura y la Tradición. A la vista de lo que está pasando, hay que decir que sus esfuerzos no tuvieron mucho éxito y que, como mucho, sirvieron para retrasar temporalmente la ruptura que se empezó a aplicar incluso antes de que el Concilio fuera clausurado. Los documentos se convirtieron, en buena medida, en “papel mojado”, que casi nadie conoce y a los que sólo se acude para seleccionar alguna cita con que ilustrar homilías o conferencias. Si el Vaticano II ha muerto, ha sido a manos de los que lo leyeron y aplicaron como si todo lo anterior dejara de tener importancia y la Iglesia tuviera que empezar desde cero. El “espíritu del Concilio” no fue el Espíritu Santo, sino que ha sido el espíritu de la confusión y de la división. Si esto era inherente a la naturaleza misma de los textos conciliares, aprobados como frutos de consenso, o si se debió a la falta de fidelidad a lo que dicen esos mismos textos, es algo sobre lo que se discute y se discutirá, aunque en el fondo lo que importa es que cada día que pasa lo que enseña el Vaticano II tiene menos importancia y ha sucumbido a manos de las interpretaciones radicales que se hicieron de él.

Pero lo más triste para mí es que se ha traicionado el objetivo por el que San Juan XXIII convocó el Concilio. Se trataba de “aggiornar” a la Iglesia, de ponerla al día, pero no sólo sin olvidar sus raíces, sino volviendo a ellas. Esas raíces, esos inicios, esa “Iglesia primitiva” eran una mujer y un hombre. La mujer se llamaba María y era un ama de casa, esposa de un carpintero. El hombre se llamaba Jesús y era el hijo de María. Ella era la siempre Virgen, la Inmaculada. Él era la segunda persona de la Santísima Trinidad, Dios de Dios, Luz de Luz. En el seno de María, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Ese es el origen de la Iglesia y a ese origen debemos volver una y otra vez para que el “aggiornamento” no se convierta en mundanización y para que podamos seguir estando en el mundo sin ser del mundo. La aplicación del Concilio habrá sido un éxito o un fracaso si se ha vuelto o no a esa Iglesia primitiva. Desde el punto de vista espiritual, lo que debería preocuparnos es cómo amar más y no cómo buscar la manera para darle gusto al cuerpo con la conciencia tranquila. Desde el punto de vista dogmático, en lo que se debería insistir es en reafirmar la divinidad de Cristo y, como consecuencia, la perennidad de su mensaje, que no puede estar sometido a las modas o a los intereses de los poderosos. El centro de ese mensaje es la resurrección del Señor, como certificado de autenticidad de su persona y de su enseñanza. ¿Se habla hoy de la vida eterna, se tiene fe en su existencia? Por desgracia, la auténtica esperanza ha sucumbido y ya nadie le ofrece a los hombres este maravilloso regalo que nos dio Cristo. Sin la fe en la divinidad de Cristo, sin la esperanza que se desprende de ella, la caridad -entendida como amor a Dios y, por amor a Dios, amor al prójimo- también ha sucumbido para ser sustituida por un sentimentalismo vagamente compasivo, frecuentemente demagógico, que ni siquiera merece llamarse solidaridad. El objetivo del Concilio fue hacer volver a la Iglesia a sus orígenes. Si hay más espiritualidad y deseo de amar al Dios que tanto nos ha amado, si hay más esperanza y si hay más auténtica caridad, el posconcilio habrá sido un éxito. Si en sesenta años esto no ha ocurrido, hay que decir que ha sido un rotundo fracaso. Y esa es, precisamente, nuestra tragedia.

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