Alicia Álamo Bartolomé:
Hay muchas majestades. Los soberanos de los países monárquicos suelen ser tratados como “su majestad” cuando se dirigen a ellos o son nombrados. Hasta las reinas de belleza u otros eventos, como el carnaval, por analogía, son llamadas su majestad.
Hay majestad en la naturaleza ante la grandiosidad impactante de sus manifestaciones. Podemos decir con propiedad su majestad el Ávila, su majestad las Cataratas del Niágara, su majestad el Himalaya, su majestad el Salto Ángel y lo mismo para los ríos Amazonas y Orinoco.
Y no sólo hay majestad en la grandiosidad de la creación de Dios, sino también en aquella del hombre en el arte. Bien cabe este título a la Victoria de Samotracia, la Venus de Milo, las pirámides de Egipto y México, el Juicio Final de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, su David, su Moisés o La Gioconda de Leonardo Da Vinci. Hay majestad en otras disciplinas artísticas, como en la música, ¿qué otro tratamiento habría para las sinfonías de Beethoven? En la arquitectura, tenemos a su majestad la catedral de Colonia. Y así podríamos seguir enumerando porque maravillas hay en toda la redondez del planeta.
Aunque suene extraño, hay majestad en la verdadera democracia. La división de poderes que la caracteriza significa que cada uno tiene su propia majestad. Cuando sus ejecutores lo olvidan, cometen un crimen de ilegitimidad. Hay cargos públicos que comportan la dignidad de lo que representan, que en cierta forma es majestad. Un canciller de la República lleva consigo la dignidad y majestad de la representación de su país. Por eso me espanté cuando una persona que ejercía como tal se metió por una ventana en una reunión donde no había sido invitada. No sólo faltó a la dignidad de su cargo sino a la propia como persona. Una devaluación voluntaria por malacrianza.
Cuál no sería mi asombro hace unos días, cuando interrumpieron un programa de televisión para meter un avance noticioso y vi desfilar sobre una alfombra roja, ante unos guardias vistosamente uniformados que me recodaron los suizos del Vaticano, un disparejo par de casi facinerosos, uno alto y el otro bajo, igualados en el vestir con sendas camisas -más o menos blancas y arrugadas- de meseros de posada pueblerina. Y esto, ¡frente al Palacio de Miraflores! Para colmos, el bajo con una sonrisita irónica, como burlándose de la ceremonia, con cara de renacuajo. Ambos, fungiendo de presidentes de las repúblicas Venezuela y Colombia. En el suelo, tirada como basura, ¡la majestad de la presidencia!
En este país no se había visto cosa igual. Ni los tiranos, ni los demócratas más o menos folclóricos, como el saltarín Carlos Andrés Pérez y el refranero Luis Herrera Campíns, faltaron jamás a la majestad de su cargo como primeros ciudadanos al frente de la nación. Hay una responsabilidad ante el pueblo al ser presidente de la república y parecerlo. Nadie quiere verse representado ante el mundo por un fantoche.
Hay soberanos de naciones, con herencia centenaria de realeza, que a veces cometen un desliz y echan por tierra su reputación majestuosa. Tal le pasó al gallardo y bien plantado Juan Carlos I de España en su malhadada cacería de elefantes en África. Sin embargo, se lo perdono, porque es el autor de una inmortal frase del siglo: ¿Por qué no te callas? Lanzada con precisión de bola de strike para ponchar al irreverente Hugo Chávez en aquella reunión al sur del continente. Un desliz trágico, sin majestad de futura reina, fue el de Diana de Gales para vengar con la misma moneda la infidelidad de su consorte. Le faltó clase, majestad, lo que nunca falló en su suegra Isabel II. Más majestuosa de presencia y actitud fue la demócrata Hillary Clinton, cuando su esposo, el presidente de los Estados Unidos, se vio envuelto en aquel escandaloso episodio de faldas que explotaron los republicanos adversarios. Ni un comentario, ni una actitud en desacuerdo con su posición de Primera Dama. Los que llegan a altos cargos públicos, si no saben la responsabilidad que acarrean, deben aprenderla por consulta y consejo, para no echar por tierra la majestad que conllevan.
La manipulada democracia no es pasaporte para la chabacanería. Si bien dicen que, aunque la mona se vista de seda, mona se queda; es muy digna también una pulcra sencillez en el vestir. No desentonar es el secreto.
La democracia auténtica se cimienta en la libertad de sus poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Mientras estas tres columnas se mantengan libres, vivas y fuertes, hay democracia y, por lo tanto, esperanza para salir de las crisis que enfrenta una nación. Cada uno de estos tres poderes tiene su majestad. En la Venezuela actual no sólo ha sido cercenada la libertad de los poderos asumidos por el mal habido poderío de uno, el ejecutivo, sino que también se han pisoteado sus majestades: una asamblea legislativa impuesta sobre la legítima y sumisa a la presidencia de la república; un poder judicial presidido -no sé si todavía- por un delincuente con doble prontuario por asesinato. Venezuela agoniza.
Tengo un recuerdo, muy anterior a estos desmanes actuales, ya éramos erráticos. Terminaba el tercer cuarto del siglo XX y vino a conocer el país, con el ahorro de su sueldo de muchos años de servicio, el Juez de Nazaret, Israel. Estaba casado con una judía venezolana y yo era amiga de su familia política, por eso tuve el honor de conocerlo. Un culto caballero encantador. Él y su esposa nos proporcionaron un primer bochorno a quienes estábamos en una cena íntima: querían saber y visitar un famoso y conocido mundialmente acuario en nuestra ciudad de Valencia, ¡todos lo ignorábamos! Peor el segundo bochorno. El ilustre juez quiso conocer un tribunal en Caracas. Lo llevaron a uno. Silencioso estuvo en la visita, pero cuando salía exclamó: ¡Aquí no se puede ejercer justicia: falta la majestad de la justicia!
*Alicia Álamo Bartolomé es decana fundadora de la Universidad Monteávila
Posted By Pluma on 11/11/2022