Entrevistas

Andrés Eloy Blanco, hijo: memorias del exilio adeco

Hijo del poeta y fundador de Acción Democrática, fue criado entre el exilio y la lucha por la democracia. En esta entrevista cuenta parte de las vivencias de sus padres y de otros protagonistas de aquellos tiempos agitados que marcaron su propia vida

Tony Frangie Mawad/El Estímulo:

Dice ser adeco desde el día de su nacimiento: el 15 de octubre de 1947, cuando se debatía uno de los puntos finales de la primera Constitución plenamente democrática de Venezuela, sonó el teléfono en la Asamblea Constituyente. Su presidente, el poeta Andrés Eloy Blanco, recibió la llamada, escuchó, colgó y sonó el timbre: “Se suspende la sesión”, anunció. Siguió el estruendo de los diputados, incluyendo quejas de un joven Rafael Caldera. “¿Por qué presidente?”, preguntaron, “¿Por qué va a suspender la sesión?”. “Porque me ha nacido un hijo”, respondió Blanco: “Y voy a inscribirlo en Acción Democrática”.

Con el primer respiro de la democracia en Venezuela, nació Andrés Eloy Blanco Iturbe.

75 años después, Andrés Eloy –tomando un café en un vasito, con las calles de Santa Rosa como fondo– rememora siete décadas sacudidas por los vaivenes del orden democrático en Venezuela: un hombre, hijo de uno de los poetas más icónicos del siglo XX venezolano, que transitó en las aguas de la democracia verdiblanca para enfrentarse contra CAP I en el caso del Sierra Nevada en el Congreso y luego –por reversas de los humores perecistas– terminó como ministro de aquel segundo gobierno tecnocrático de Pérez. Desde lo más profundo de la memoria, desde cisternas que guardan postales de una Caracas con ínfulas de utopía, Andrés Eloy revive los primeros años de vida: de una diáspora adeca, de gigantes del intelecto y de la política que definirán el transcurso de Venezuela durante el resto de aquel siglo.

andrés eloy
(Fotos: Daniel Hernández)

“En noviembre de 1948, mi familia se va al exilio en México”, explica: “Mi papá está representando a Venezuela en Naciones Unidas, que se reunía en el Palais de Chaillot en París porque no existía la torre de Naciones Unidas en Nueva York. Ahí lo agarra el golpe [militar a Rómulo Gallegos]. El embajador de Venezuela, Juan Oropeza, un hombre con recursos, es el que logra financiar a mi papá para que se vaya de Francia con su esposa y su hijo pequeño Luis Felipe, mi hermano, que estaba allá de tres años. Se van vía Cuba. Ahí se inicia la diáspora de los venezolanos que logran huir. Al enterarse de que Andrés Eloy Blanco se fue a Cuba, ellos también se fueron a Cuba. A Gallegos lo apresan, lo meten en un avión y lo mandan a Cuba”.

“Hay un solo detalle: el hijo menor de Andrés Eloy Blanco, llamado Andrés estaba en Venezuela”, dice, hablando en tercera persona: “Con mis tías, las hermanas de mi papá. Al caer el gobierno de Gallegos, mis papás les piden a mis tías que me manden para Cuba. La Seguridad Nacional tendió un cerco en la casa de mis tías, en El Paraíso, y no me dejó salir. Lo que me convierte en el preso político más joven en la historia de Venezuela. Tenía yo un año y un mes. Al cabo de dos meses, por la intervención de mi tío Penzini Hernández, muy afecto al nuevo régimen, y mi tío Juan José Palacios, hombre poderoso económicamente, una tía mía logra sacarme y me lleva a La Habana”.

Antes de cumplir el año, la familia decidió dejar Cuba: debido al calor, el pequeño Andrés Eloy se acostumbró a desnudarse donde veía un ventilador. “Mi papá le dijo a mi mama: nos vamos a tener que ir de Cuba, Lilina, porque este niñito va a terminar loco”.

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Militante de AD con pañales

Así, en el barco de carga Andrea Gritti, abandonaron la Cuba pre-Batista: “refugio de las democracias perseguidas de América”, como decía Andrés Eloy padre. En aquel barco también iba Carlos Eduardo Misle “Caremis”, el legendario cronista de Caracas conocido por su “Corototeca”. Llegaron a Ciudad México, por la gentileza y generosidad “de un mexicano cuyo nombre se me escapa”, y pasaron por varias casas alquiladas. “Pero donde fuera que estuviéramos, allá iban los venezolanos”, dice: “Mi papá era un polo de atracción. Yo siempre he dicho que los venezolanos en el exilio iban por tres razones: en primer lugar para estar con mi papá, en segundo lugar para comer y en tercer lugar para sentirse que estaban cerca uno de otro, para sentirse en Venezuela”.

Poco después, llegó Rómulo Gallegos. También se reunían el futuro rector de la Universidad de Oriente, Luis Manuel Peñalver; el gobernador del Distrito Capital, Alberto López Gallegos; los fundadores del Partido Comunista de Venezuela Gustavo y Eduardo Machado y ocasionalmente el fundador de El Nacional, Miguel Otero Silva: que nunca fue exiliado, pero visitaba constantemente.

Por esa comunidad, dice Andrés Eloy “no es lo mismo el exilio en México que en otra parte de América. Hubo exiliados en Costa Rica, Perú, Ecuador y Colombia, siempre y cuando no hubiese dictadura en esos países porque había solidaridad entre esas dictaduras. América Latina era un mapa de dictaduras”. Por el doctor cardiólogo Ignacio Chávez, que recomendó un clima más tropical para la salud de Andrés Eloy padre, se mudaron “a un pueblo delicioso llamado Cuernavaca”.

“Compró una casa”, dice: “Mi papá pensó que la dictadura iba a ser más duradera. Ahí se fue desarrollando todo, hasta el 21 de mayo de 1955 cuando va a Ciudad de México para ser orador en un acto de homenaje a Alberto Carnevali, muerto en prisión (donde había sido encarcelado por la dictadura). Esa noche muere mi papá en un accidente. Venía manejando Leopoldo Gil y fue embestido por un carro manejado por un hombre poderoso vinculado a la televisión y el cine en México. Estaba rascado. Mi papá desafortunadamente salió del carro y pegó al cabeza en la cera y muere”.

-¿Crees, como se ha rumorado, que el accidente fue orquestado por la dictadura?

-No, no, eso fue un accidente. Nos cuidamos mucho. No había una tal venganza. No podían organizar un atentado sin tener la más mínima idea, sin ninguna planificación. Mis papás fueron a un acto. El acto se celebró. Al salir del acto tenían que haberse ido a donde estábamos durmiendo en Ciudad de México. Fue mi papa quien dijo “vamos a aprovechar y vamos a casa de Rafael José Neri”, un joven brillante que estaba haciendo un posgrado en medicina –fue después rector de la Universidad Central de Venezuela– y pariente de mi papá. Fue un desvío del destino donde iban.

Rafael le hizo el chequeo, le dijo “estás como una chompa”. No me preguntes qué es eso, pero “estás muy bien”. Es más, se tomaron un trago. Y parece que se fueron por otra vía. Mi mamá estaba ahí, quedó muy herida. Iba Cecilia Olavarría, a quien llamaban la novia de Gonzalo Barrios, se fracturó una pierna. Al que iba manejando, Leopoldo Gil, no le pasó nada, una mano. María Gil, su esposa, quedó estropeada. Mi mamá muy herida porque atravesó el vidrio. Y el golpe de choque, que fue en el lado del copiloto, supongo que mi papá iba así [Andrés Eloy se pone en posición lateral] para no darle la espalda a las señoras. Entonces el choque le da un golpe y le fractura una costilla, eso es todo. Pero el carro pierde el control, choca contra un árbol y se le abre la puerta. Se sale del carro y le pega la cabeza en la acera. La supervivencia de mi mamá fue un milagro.

-¿Te acuerdas de ese día?

-No, porque nunca nos enteramos. Nos habíamos quedado en el apartamento de Juan Pablo Pérez Alfonzo, padre de la OPEP, que es casado con una tía de mi mamá, Alicia Castillo. Pasamos esa noche ahí. A la mañana siguiente, “¿y mi papá y mi mamá?”. “No están” y nos montan en un carro y nos llevan a casa de Gustavo Escobar Llamozas, hombre muy poderoso económicamente. Recibió concesiones petroleras de Gómez, pero siempre fue amigo de los demócratas. Él se había mudado al Pedegral de San Ángel, a una casa espectacularísima construida dentro de roca volcánica. Nos dijeron, “su papá y su mamá salieron a un viaje cercano”. Mi hermano tenía siete u ocho años, yo seis. Mi hermano no se tragó el cuento: “¿Mis papás se fueron a un paseo y a nosotros nos dejaron aquí?”. Yo más joven, más ingenuo, lo que hice fue molestarme mucho. Al día siguiente: “No, no, es que se fueron a Acapulco”. Estaban dándole largas para ver si mi mamá sobrevivía.

Mi papá prácticamente murió al instante. Como a los tres, cuatro, días es que yo me entero. Porque Luis Felipe, mi hermano, al otro día de este suceso –nunca creyó la historia– se fue de la casa. María Lourdes Escobar, la segunda esposa de Gustavo, llamó a la policía y empezaron a buscar a Luis Felipe. Lo encontraron bastante lejos, ya venía caminando de regreso. Salió, llegó a un quiosco de periódicos y vio el periódico que decía “Muerto en accidente de tránsito el poeta venezolano Andrés Eloy Blanco”. Dio media vuelta y se regresó. No me dijo nada. Lloró en la noche, dijo que le dolía la barriga. Entonces yo me puse a llorar también, lo fui a acompañar en su dolor de barriga.

El poeta y político durante su exilio en México

Tres días después vienen María Lourdes Escobar y Alicia Castillo de Pérez Alfonzo y nos montan en un carro y nos llevan a un hospital. Luis Felipe ya estaba claro. Encontramos un cuarto oscuro, sin ventanas, iluminado solo por una luz tenue. En una cama literalmente amarrada, como una momia toda envuelta en cintas, y le dijeron: “¡Lilina! ¡Lilina! Tus hijos están aquí”. Yo recuerdo que en la cama hizo así [Andrés Eloy mueve la cabeza, como observando]. La recuperación de mi mamá fue milagrosa. Luego las familias Blanco e Iturbe en Caracas empezaron a ver para traerse a mi mamá, pero los mexicanos y los venezolanos en el exilio no querían.

El día 21 de mayo fue el accidente. Iba a ser el bautizo de César Miguel Rondón. Su papá, Cesar Rondón Llovera le había pedido a mi papá que lo apadrinara. Muere Andrés Eloy Blanco y se suspendió el bautizo. Unos días antes de venirnos a Caracas se hizo el bautizo. El padrino fue mi hermano Luis Felipe. Que le llevaba como cinco, seis años a Cesar Miguel.

-¿Entonces ustedes regresaron antes de que cayera Marcos Pérez Jiménez?

-Regresamos en junio de 1955. Regresamos un mes y medio después de la muerte de Andrés Eloy Blanco. Regresamos por la influencia de la familia. Mi mamá estaba más de allá que de aquí, consternada, golpeada, era como un zombie.

Nos montaron en un avión fletado por el gobierno de México, un DC-3. Venía la urna, pues el gobierno de México hizo un tratamiento al cadáver para que se mantuviera y estuvo treinta o cuarenta días en capilla ardiente con guardia presidencial del gobierno de Adolfo Ruiz Cortines. Para el acto que se iba a hacer en el aeropuerto se convocaron a los venezolanos exiliados. Pero un agente de seguridad mexicano logró penetrar en un núcleo de conspiradores que operaban en el Caribe para Chapita –entiéndase Rafael Leónidas Trujillo, el dictador de República Dominicana–, [Fulgencio] Batista de Cuba, [Anastasio] Somoza en Nicaragua y Pérez Jiménez en Venezuela. El plan era que iban a disparar en plena actividad para trasladar el cadáver de Andrés Eloy Blanco e iban a decir que los adecos y los comunistas se cayeron a tiros en el aeropuerto. El agente mexicano lo informó, razón por la cual Betancourt no se presentó al aeropuerto. Se montó en un avión y se fue para Nueva York.

Los venezolanos fueron. No se enteraron porque hubo un cordón policial. Eso lo supe años después por mi tío Juan José Palacios, que me entregó la foto de los dos muchachos, abrazados con unas muchachas como en un Copacabana, que iban a iniciar el tiroteo. Decía “Agentes de la Seguridad Nacional que operan en el Caribe”. Fueron atrapados en México. Nos montamos en el avión y paramos en Jamaica o Trinidad, nos fumigaron el avión, horrible. Llegamos a Maiquetía y bajamos a la pista, alejados de la estación. Había automóviles cerca. Nos agarran a mi hermano y a mi unos tipotes, la Seguridad Nacional, y nos montan en un carro con un chofer. Iba mi tía Yolanda Iturbe de Penzini. Su esposo, muy perezjimenista. Y ¡Pum! Pa’ Caracas.

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Andrés Eloy, junto a la ex Miss Venezuela Judith Castillo

Mi mamá se fue con las hermanas de mi papa, las Blanco. Llevaron a mi mamá a la Avenida Trinidad de las Mercedes, exactamente a lo que hoy es La Castañuela. Ahí todavía dice “Quinta J.J.” – Juan José Palacios. Ahí llevaron el cadáver. A los jóvenes que iban a dar el pésame, los agentes de la Seguridad Nacional los metían en camionetas. Usaron el velorio de mi papá como una trampa para agarrar a los jóvenes que eran revolucionarios, que eran adecos. Algunos salieron después del 23 de enero por haber ido a dar el pésame. Los que no cayeron, como Moisés Moleiro y Américo Martin, fueron al Cementerio General del Sur donde se enterró a mi papa. A esos los agarraron ese día. Estuvieron unos cuantos presos, volteados de cabeza, uno fue torturado tanto que perdió el oído, la vista, no me acuerdo. Esa es la historia de la llegada. La crueldad. Ahí empezó nuestra vida en Venezuela.

Nosotros estábamos en casa de mi tío Juan Penzini Hernández (Ministro del Interior bajo Isaías Medina Angarita), muy protegidos. A los cinco, seis días, ya estábamos todos juntos en Las Mercedes. Eran la quinta J.J., la quinta San Andrés, la quinta Maricris, y la quinta Los Palacios. Todas eran mis tías. Yo llegué a la quinta Maricris, de mi madrina Rosario Blanco de Auseau, casada con un francés llamado Cirilo Auseau. Fue aviador en la Primera Guerra Mundial. Se vino a Venezuela, se enamoró de este país, aquí se hizo amigo de un personaje con el que salía en dos avionetas a recorrer Venezuela. Un día se enferma, no acompaña a su amigo, el amigo se perdió. Era Jimmy Angel. Al perderse descubrió el Salto Ángel. Cirilo decía que ese salto no debía llamarse Salto Ángel sino Salto Auseau, pero que él no pudo ir porque tenia intoxicación.

-¿Y dónde estabas el 23 de enero de 1958?

-Comenzando el año 57 aparece el nombre de mi mamá vinculado, quién sabe por qué razón, a un grupo pro-democracia en República Dominicana. Empezaron a hostigar a mi mamá.

Mi tío intervino: “¿Qué tiene que ver? Es una viuda”. Mi mama se arrechó y decidió que se iba pa’ México otra vez. Mis tíos, para no pelear con ella, decidieron ayudar. Pagar el pasaje. Pero nos inventó un tour. Logró evitar que llegáramos a nuestra casa en Cuernavaca. Que nos quedáramos en Ciudad de México en casa de los Escobar, de otros mexicanos y venezolanos. En septiembre, u octubre, preparó un viaje en el famoso tren mexicano el Águila Azteca. De Ciudad de México a Nueva York. En cabina, con cama. Al llegar a la frontera, en Laredo, cambias al Águila de Texas. Y de ahí hacia Nueva York. Un viaje de tres días. Llegamos, ya friísimo.

Llegó noviembre, diciembre. Todo eso lo costeaba mi tío Juan José, era impagable. Llegamos al hotel Savoy-Plaza. Estaba nevando. Mi mama nos anuncia que vamos a salir, “ustedes dos”, mi hermano y yo, con un señor que nos va a pasear por Nueva York: Jóvito Villalba [exiliado y fundador de Unión Republicana Democrática]. Yo tendría siete años. Fuimos con Jóvito, me compró un banderín de Nueva York, me brindo unas cosas y después regresamos.

Pasados dos días, vino otro personaje con el que íbamos a salir a conocer el Empire State: Rómulo Betancourt. Por alguna razón, no me preguntes por qué, yo quedé hechizado. Impactado. Yo le caí bien porque yo hablo mucho. Me regaló un perrito Pluto. Subimos a la punta del Empire State, bajamos y almorzamos con mi mama. Pasaron varios días y nos vino a buscar otro señor: Rafael Caldera. Me cayó muy bien, era un tipo amable, simpático. Nos lleva por el Parque Central, lleno de nieve. Quedaron en cenar esa noche en el hotel: Caldera y su secretario, el doctor Acevedo, mi tío Juan José Palacios, mi tía Lola y mi mamá. Nos llevan a dormir a los niños.

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Con la bendición de Carlos Andrés Pérez

A cierta hora nos despierta una negra puertorriqueña espectacular llamada Cruz, ella decía llamarse Celia Cruz, cantaba, era admiradora de Celia Cruz. Cuidaba el piso del hotel. Era enorme, una mujer maternal. Me levantó. Mi mamá gritaba: ¡La cachucha! ¡La cachucha! Me ponen el abrigo. Cuando bajamos había ochenta, noventa, venezolanos. Hubo una llamada de un exiliado llamado Ricardo Montilla, que fue gobernador del estado Guárico luego en democracia, y gritó: “¡Se dio el changazo!”. La llamada la recibió Ildegar Perez-Segnini [futuro gobernador de Aragua]. Changazo es “cayó el mono”. Cayó Pérez Jiménez. Era el 23 de enero del 58.

Al otro día, la reunión de Jóvito, Rómulo y Caldera decidiendo no solo el destino del país –ya habían hablado del proyecto de gobierno colegiado, es decir el Pacto de Puntofijo– sino además arreglándole la vida a la viuda de Andrés Eloy y a los hijos. El 27 nos montaron en un barco, en el Santa Paula, rumbo a Caracas. Paramos en Curazao. Amanecimos en La Guaira. Mi mama, bajita, vestida de negro y con velo, parada donde está la chimenea del bote; a un lado Luis Felipe y al otro lado yo. Recuerdo el afiche de Andrés Eloy Blanco, de 30 o 40 metros, fumando un cigarro en un poste. De resto una multitud, banderas de todos los colores, banderas de Venezuela.

***

En La Guaira, los Blanco se encontraron ante la euforia colectiva por el retorno de la democracia. “La preocupación de mi mamá era que al bajar no nos fuéramos a perder”, dice Andrés Eloy. Pero un hombre corpulento los sujetó, les hizo una seña y los montó en una camioneta. Era José de los Santos Gómez, “hombre de mayor confianza de Rómulo Betancourt” y fundador de la DIGEPOL, que en 1969 se volvería la DISIP.

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La señal de costumbre, en el Congreso

Marcharon a Caracas, iniciando su nueva vida en el país: una infancia, quizás soñando con los angelitos negros de su padre, que pronto daría paso a una juventud universitaria y militante –en pleno medio siglo democrático– que llevaría a Andrés Eloy al Congreso y más tarde a ser ministro de Información del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez.

Así, en los más altos escalones del mundo verdiblanco, Andrés Eloy viviría en carne propia los bombazos y las conspiraciones del 4 de febrero de 1992. Pero esas otras memorias, forjadas en pleno génesis de la Venezuela roja, se contarán en otra ocasión.

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