La marcha de AMLO: todo es posible, aunque nada sea cierto
La marcha del 27 de noviembre fue una celebración apoteósica que tuvo como su invitada más incómoda a la terca realidad.
Andrés Manuel López Obrador salió a las calles y marchó. AMLO marchó para convertir al “pueblo” que tanto invoca en un sujeto visible, una masa móvil, una fuerza real. Marchó para proyectar el tamaño de su movimiento político en el espacio físico y comparar su convicción con la de “ellos”, los que viven en el error y en la inferioridad moral porque no son el “pueblo”. Porque no es lo mismo salir a decir que “el INE no se toca” que ver a tanta gente desesperada por tratar de tocarlo a él a toda costa. Marchó para que, al ver, oír y sentir a la masa adoradora, los suyos solo puedan llegar a una conclusión: “este hombre no es de este mundo”.
Marchó para mostrarse como el único político capaz de convocar a tantos, porque él nunca ha creído ser minoría y quien es mayoría no puede estar equivocado, nunca, en nada. Marchó también para lanzar un mensaje a quienes no lo obedecen: “yo controlo al pueblo, hoy lo saqué a festejar a mi favor, pero mañana lo puedo sacar para pelear en su contra”. Y cuando en el “pueblo” hay muchos militares vestidos de civil, uno debe tomar el mensaje muy en serio.
Marchó para demostrar que la calle es su espacio, su territorio. AMLO marchó para desentumirse, para cargarse de energía, para romper la monotonía diaria de estar trajeado, hablando por horas tras el podio presidencial adentro de un palacio. Marchó porque, aunque parece, no es lo mismo responder las retadoras y objetivas preguntas de “Lord Molécula” que salir al encuentro de tantos y tan espontáneos seguidores.
Marchó y al final habló, y mucho. Más de hora y media de discurso. Muchos se enfocarán en la falta de veracidad de la inmensa mayoría de las cosas que dijo. No debemos olvidar que el poder del discurso de López Obrador no está en la verdad, sino en el uso del lenguaje como arma. Para el no creyente, cada frase es una mentira, una exageración, una fantasía o una falsa promesa. Para el creyente, cada frase refuerza la fe y aviva la emoción. “Ya no hay corrupción”. “Se acabaron las masacres”. “Ya no es como antes”. “No somos iguales”. “Manejamos adecuadamente la pandemia”. “Vamos muy bien”. Es lenguaje diseñado para que el creyente suspenda el juicio crítico, defienda al líder y ataque al escéptico. No se trata de sustituir a la verdad con la mentira, sino de debilitar y deformar a la verdad hasta volverla irrelevante. Que cada quién crea lo que quiera creer.
La invitada más incómoda en el evento fue la terca realidad. Porque sí, hay una adoración real de mucha gente a un hombre que ven realmente como el representante de “los de abajo”. Pero hasta al más convencido debió quedarle claro que no aplaudían a rabiar cuando el presidente les hablaba de los logros de su gestión. No se levantaban del asiento cuando escuchaban la retahíla de cifras económicas positivas. Tampoco reaccionaron con porras al escucharlo halagar su gestión de la pandemia. No está ahí el botón que los activa. Aplaudían y gritaban vivas, eso sí, cuando el presidente les recordaba lo que les había quitado a “los de arriba”, como autos de lujo, aviones y helicópteros, salarios elevados y prestaciones. Tal vez el presidente erró al llamarle “humanismo mexicano” a su modelo de gobierno. “Venganza redistributiva” hubiera sido más sincero y preciso.
Al final, la nota es que AMLO sigue convencido de que, si quisiera, podría quedarse en la presidencia. Pero elige no hacerlo y elige no heredarle el cargo a su esposa o a algún pariente, no por respeto a la Constitución, sino por su propia bondad y abnegación. Al hacer esta declaración, esta vez rodeado de cientos de miles de seguidores en un evento financiado y organizado desde el poder, nos manda otro mensaje: “el cargo y la silla son para gobernar, pero a mí me interesa mandar”. Seguramente, a la sombra de una palmera en su rancho, o desde su departamento en Copilco, intentará mandar, controlar, amenazar y cooptar aunque no gobierne, tal como lo ha hecho estos cuatro años.
AMLO marchó y habló. Fue la celebración apoteósica del fin de una presidencia fallida y el reinicio de un exitoso movimiento político autoritario y populista en el que todo es posible, aunque nada sea cierto.-