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Economía y Política: problema cultural

Mons Ovidio Pérez Morales:

La gravedad y globalidad de la crisis nacional, que cubre todo este siglo-milenio, invita a reflexionar sobre la íntima relación de lo económico y lo político con lo cultural, o mejor, la interpretación de éstos como un conjunto tridimensional, poniendo especial atención al caso venezolano.

El término cultura está cargado de muchas significaciones, que se pueden agrupar primordialmente en un binomio: sectorial y global. En este último sentido, cultura es una noción totalizante, integradora de todo lo social: económico, político y ético-espiritual. En sentido sectorial, se circunscribe a los campos de lo artístico y literario, de lo valorativo moral y la expresión religiosa, del relacionamiento ecológico y de lo peculiarmente tradicional y convivencial. Es comprensible que las fronteras de los sectores no son de precisión físico-matemática o cosa parecida. Lo cultural como sector puede ser denominado como ético-cultural o ético-espiritual.

Concretando a Venezuela, es patente que el desastre de la economía nacional (pensemos en la industria petrolera y las grandes empresas de Guayana) no ha sido fruto, principalmente, de cálculos financieros errados, de procesos técnicos desarticulados, de estrategias deficientes o cosas por el estilo, sino de: marcada ideologización gerencial, gigantesca y generalizada corrupción, partidización e irresponsabilidad administrativas.

De modo parecido, el deterioro político no ha sido efecto, primariamente, no de improvisación de cuadros directivos, anarquización de procedimientos, inflación burocrática y clientelar, sino de:  simbiosis ideológica de Estado y Partido generadora de hegemonías como la comunicacional y enmarcada en un proyecto totalitario de tipo comunista-castrista, conceptuado como Socialismo del Siglo XXI. La inexistencia de un estado de derecho no es simple producto de apetencias personales o grupales -lo sucedido repetidas veces en la historia venezolana- sino resultado de una concepción marxista de la persona y de la sociedad, según la cual el ciudadano y su convivencia son engullidos por un régimen colectivizante, para el cual la dignidad y los derechos humanos no tienen consistencia propia, pues todo es relativizado con respecto a un poder central sin límites. En este contexto, prisión y torturas para los disidentes políticos así como amedrentamiento sistemático de la ciudadanía se convierten en puntos ordinarios de la agenda oficial. El pueblo (soberano), que en una república democrática actúa como poder supremo, originario, es expropiado por un “Poder Popular” autosuficiente, con pretensiones de absolutez y perennidad. “Vinimos para quedarnos” y “por las buenas o por las malas”, son principios manejados como supremos e inapelables.

El desastre económico y político venezolano es resultado entonces de una teoría-praxis dominadora y masificante de la persona y de la sociedad, que el poder armado asegura y la hegemonía comunicacional-educativa busca introyectar en la población.

La urgente refundación nacional, que el episcopado patrio repetidamente plantea, no se reduce, por consiguiente, a una reconstrucción económica y política del país en términos sólo de racionalidad técnica, adecuados procedimientos, eficacia administrativa y factores semejantes. Esa refundación debe ir en mayor profundidad, a las raíces, comenzando por la concepción misma de la persona (propia o prójima), más allá de simple ente económico productor-consumidor-contribuyente y político ciudadano-votante-. Esa refundación exige asumir la desglosada en el Preámbulo de la Constitución e ir todavía más hondo. Los creyentes y los cristianos en particular tenemos en los mandamientos y virtudes exigencias y estímulos hacia un humanismo en continuo perfeccionamiento. Bastante hemos sufrido por la soberbia y la avaricia empoderados, por el afán de dominación y libertinismo desencadenados, para no entender que una “nueva sociedad”, perfectible siempre, es posible con un serio compromiso económico de solidaridad, político de servicio y cultural de calidad ética y espiritual.

“Nada son los castillos, nada los barcos, si ninguna persona hay en ellos”. Siglos antes de Cristo lo estampó Sófocles en su tragedia Edipo.

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