San Benjamín de Argol, el diácono que predicó en una prisión de Persia
Cada 31 de marzo, la Iglesia celebra a San Benjamín de Argol, diácono y mártir.
San Benjamín de Persia, como también es conocido, vivió entre los siglos IV y V, en tiempos del Imperio sasánida, ubicado en el actual territorio de Irán, en Asia occidental.
Bajo el yugo de la persecución
A inicios del siglo V, dos reyes persas, primero, Yazdegerd I (Isdegerd) y, después, su hijo y sucesor, Varanes V, mantuvieron una cruel persecución contra los cristianos que duró alrededor de 40 años.
Fueron décadas penosas en las que creer en Cristo conllevaba un riesgo tremendo. Ya años antes de iniciada esta persecución, el rey Sapor II había echado mano de la comunidad cristiana, sacrificando muchas vidas y dejando a la Iglesia local en escombros.
Cuando parecía que la hostilidad era cosa del pasado, Yazdegerd -sucesor de Bahram IV- dio la orden de acabar con las manifestaciones cristianas y exigir que todo seguidor de la religión de Jesús de Nazaret apostatara públicamente so pena de muerte.
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Benjamín, quien había nacido alrededor del año 329, era en los días de Yazdegerd un joven diácono de gran celo apostólico y notable elocuencia, conocido por su espíritu caritativo con los más débiles.
El diácono, a pesar de los peligros, había continuado con su servicio y llegó a hacerse de una extensa fama de santidad; había logrado muchas conversiones y, para cuando ya vestía canas, tuvo éxito incluso entre los sacerdotes de Zaratustra, el profeta fundador del mazdeísmo.
El Señor es luz en todo lugar
Si bien el rey Yazdegerd I había detenido temporalmente la persecución iniciada por su abuelo, Sapor II, montó en cólera cuando un sacerdote cristiano de nombre Hasu y sus allegados incendiaron el “Templo del fuego”, principal objeto del culto de los persas.
Acusados de sacrilegio, fueron arrestados el obispo Abdas, los presbíteros Hasu e Isaac, un diácono y dos fieles laicos. Estos fueron condenados a muerte por negarse a reconstruir el templo destruido. La afrenta contra los persas dio inicio a la nueva persecución, esta vez , por orden de Yazdegerd.
Dentro del grupo de hombres apresados estaba Benjamín, quien sería golpeado y luego enviado a prisión. El futuro mártir pasaría encerrado por un año, pese a no haber participado en el incendio. Ni los barrotes ni las paredes fueron excusa para dejar de hablar de Cristo. Benjamín no se arredró y siguió predicando, aun cuando fuese puesto en el más oscuro lugar de la prisión. Para él, la luz de Cristo era siempre capaz de iluminar las almas.
Es imposible callar a Dios
Gracias a la buena fama de Benjamín, el emperador romano de Oriente, Teodosio II, envió un embajador desde Constantinopla para que intercediera por su libertad.
El diácono fue liberado, pero a condición de abstenerse de predicar la religión, algo que para él era imposible cumplir. Benjamín continuó sirviendo a la comunidad cristiana hasta que fue nuevamente detenido. Llevado a la presencia del rey, se determinó que fuera torturado y luego decapitado. Benjamín rechazó la apostasía y no negó a Jesús a pesar de la tortura. Le sacaron las uñas de pies y manos; luego le cortaron la cabeza.
Se cree que su ejecución se produjo en el año 420.
Solo dos años más tarde, con la victoria de Teodosio II sobre Varanes V, quedaría establecida la libertad de culto para los cristianos de Persia.-
Aciprensa