¿Felices de verdad?
Es preciso levantar la mirada por encima de las vicisitudes de la vida en este mundo, todas ellas pasajeras, sean gratas o dolorosas. La esperanza sostiene al caminante
Rafael María de Balbín:
Todos los hombres aspiramos a la felicidad. Y si ésta es fácil de desear, para uno mismo y para los demás, en cambio no es tan fácil de alcanzar. Hay en el corazón humano un deseo profundo y natural de ser felices, pero los bienes limitados que hay a nuestro alcance no acaban de satisfacernos: nos ilusionan por un tiempo, pero después, cuando los hemos alcanzado, deseamos más y mejores bienes. Realmente, en esta vida no es posible alcanzar la plena y completa felicidad, por más que continuamente se busque. Incluso contando, no ya simplemente con las fuerzas humanas, que son escasas, sino con la ayuda generosa de Dios y de su gracia, tampoco podemos en esta vida pasajera ser completamente felices.
Hay un permanente estímulo y nostalgia de una plenitud aún no lograda. Es sólo tras el umbral de la muerte que Dios nos ha prometido una felicidad sin resquicios, que se nos ofrece a la vez como un regalo y como una meta a conseguir. Es la eterna y perfecta felicidad del cielo.
“Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven «tal cual es», cara a cara” (CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1023). Esta es la esperanza de los cristianos, basada en las promesas divinas. Prometer una felicidad terrena, por muy vivos colores con que se la describa, no deja de ser un mezquino engaño. “Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama «el cielo». El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha. Vivir en el cielo es «estar con Cristo» (Cfr. Juan 14, 3; Filipenses 1, 23; 1 Tesalonicenses 4, 17).
La felicidad eterna aparece así como un auténtico don o regalo. No para uno solo, sino para todos. Nos exige, por eso, la acogida del don, salir de los límites estrechos del egocentrismo y abrirnos a la inmensidad del amor divino. No en vano el resumen de los mandamientos de Dios, camino de auténtica realización humana, es el doble precepto del amor incondicionado a Dios y por Él a nuestro prójimo. “Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha «abierto» el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él” (CATECISMO…, n. 1026).
Cuando pensamos en el Cielo, advertimos enseguida la enorme limitación de la imaginación y la inteligencia humanas: es mucho más fácil imaginarse el infierno que el cielo. Y es que éste último es la participación en la vida divina, que tiene una infinita perfección. “Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni la corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman». A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia «la visión beatífica»” (CATECISMO…, nn. 1027-1028).
Esa expresión teológica quiere decir visión que hace feliz, ya que el gozo principal del cielo consiste en ella, junto con el amor que llena a los bienaventurados y todos comparten. Lo cual no obsta para que se den en ellos todos los demás bienes sin mezcla de mal alguno.
Es preciso levantar la mirada por encima de las vicisitudes de la vida en este mundo, todas ellas pasajeras, sean gratas o dolorosas. La esperanza sostiene al caminante, y le proporciona la confianza de alcanzar una meta que se halla enteramente por encima de nuestros sueños. “En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él «ellos reinarán por los siglos de los siglos»” (CATECISMO…, n. 1029).-
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