Pollos del corral
En la cumbre de la civilización o en la vida más primitiva, cavernícola, ésta nos hará siempre distinguir entre el bien y el mal
Alicia Álamo Bartolomé:
Siguiendo con mi nostálgico recuento de todo lo que ha ido desapareciendo de nuestra vida cotidiana, toca ahora a los manjares de antaño. Cuando era pequeña recuerdo el ponqué y la isla flotante que nos regalaba la tía Luisa Guánchez, viuda de Juan Manuel Álamo Dávila. Eran algo exquisito que no he vuelto a gustar igual, aunque hayan venido muchos ponqués e islas flotantes después. ¿Cuál era el secreto de la tía Luisa? No era de ella, era de los materiales: la leche era entera, de la vaca al fogón, ni pasteuriza ni pulverizada; también la mantequilla, pura nata de leche; y los huevos de aves de corral, criadas con maíz y las sobras de la comida casera. Este conjunto de condiciones cambia el sabor de la comida.
Mi cuñada Myriam Cupello (†) fascinada por el sabor del pato pekinés gustado en Londres, se trajo congelados un par y me invitó a probarlo no sin explicarme que su exquisitez dependía de cómo había sido criado en corrales. Apenas probé el plato exclamé: ¡Este es el pollo de mi infancia! Era todo el secreto del famoso pato pekinés: los corrales de su crianza. ¡Si conocía yo éstos! En nuestra casa de temperamento en Los Teques teníamos un corral de gallinas. Los insípidos pollos industriales vinieron después. Por ironías del destino, mi hermano Antonio, el esposo de Myriam, era el presidente de PROTINAL, máximo organismo del pollo industrializado.
Otro de mis sabores nostálgicos es el de los taquitos de azúcar que venían de Francia en cajas azules con muñequitos blancos; también otros muñequitos de azúcar, como almendras, imitando a recién nacidos envueltos a la usanza de la época, rellenos de almíbar; igualmente, la grajea, mínimas bolitas de colores para adornar tortas. Cuando ya, adulta, volví a probar estas golosinas, no me supieron lo mismo. ¿Qué había cambiado? ¿Mi paladar? No, el azúcar. Esos productos en mi infancia eran importados de Europa y estaban elaborados con azúcar de remolacha, los contemporáneos, ya hechos aquí, con azúcar de caña.
Varían los sabores al correr de los años, conforme pasa la historia. Si así sucede en el mundo material, en el de las cosas, ¿qué no pasará en el ámbito del espíritu? No en vano pasan los años. Tienes que ir adaptándote a los nuevos tiempos, no sólo en sabores, sino en costumbres, hasta en manera de hablar y apreciación de las diversas tendencias del ser. Antes se hablaba en voz baja de los homosexuales, que disimulaban su condición; hoy, “salen del closet” como dicen, exhiben su condición y se vanaglorian de ella. ¿Lo critico? No. Critico el exceso de exhibicionismo y el empeño en que se considere normal lo que no lo es.
Si en la mesa hacen falta los pollos de corral, en la conducta del ciudadano de hoy hace falta la moderación. Eso de que se aplaudan los desmanes a cuenta de ser “auténtico”, como dicen, no va conmigo. Me parece que en la mayoría de los casos es ser auténticamente vulgar. Como en eso de seguir la moda porque sí. Hoy en día, por ejemplo, vivimos el imperio del ombligo, porque entre falda o pantalón y blusa ahora se deja un espacio libre de tela y éste se exhibe, a veces hasta adornado. Para mí, el ombligo, hoy exaltado, es una de las partes más feas del cuerpo humano, ¡es una cicatriz!
Sé que es imposible volver atrás en muchos casos, como a los pollos de corral o la leche entera, por razones de higiene y de progreso. Los pollos industrializados y la leche tratada, impiden que pasen bacterias de los animales a los seres humanos. Es un avance y un bien, aunque signifique una pérdida de buenos sabores que, afortunadamente, no recordamos sino los muy añejos.
Pero en la vida moral no hay circunstancias sino principios. Los 10 mandamientos siguen en pie, firmes y explícitos. Jesucristo dijo que no dejará de cumplirse ni una coma ni una tilde de éstos. Aunque cambien los tiempos y las costumbres, el decálogo no cambia en nuestra conciencia. En la cumbre de la civilización o en la vida más primitiva, cavernícola, ésta nos hará siempre distinguir entre el bien y el mal.-
De su columna en El Impulso