Hoy se celebra a San Felipe Neri, el santo de la alegría, patrono de maestros y humoristas
Cada 25 de mayo la Iglesia universal celebra a San Felipe Neri, santo italiano del siglo XVI que impulsó una renovación espiritual en momentos en los que la sociedad italiana se alejaba paulatinamente de Dios.
Como respuesta a dicha situación, San Felipe Neri fundó el célebre “Oratorio” de Roma y posteriormente la Congregación del Oratorio, integrada por sacerdotes seculares (clérigos) y seglares unidos en la práctica de la caridad.
Hoy como ayer, Felipe Neri es fuente de inspiración para todos aquellos que desean vivir la alegría auténtica, esa que brota del Evangelio y que se traduce en amor a Dios y a los hermanos. ¿Cuál fue el “secreto” de San Felipe para conocer y vivir esa alegría? He aquí su respuesta:
“Quien quiera algo que no sea Cristo, no sabe lo que quiere; quien pida algo que no sea Cristo, no sabe lo que pide; quien no trabaje por Cristo, no sabe lo que hace”.
San Felipe Neri es patrono de educadores y humoristas.
El camino que conduce hacia Roma
Felipe Neri nació en Florencia (Italia) en 1515. Pronto quedaría huérfano de madre; sin embargo, sus hermanos y él encontrarían en la segunda esposa de su padre a una verdadera madre.
A los 17 años fue enviado a la comuna de San Germano para que aprendiera de negocios y otros asuntos terrenales. Paradójicamente, fue allí donde Felipe realizó otro tipo de aprendizaje: el santo tendría una experiencia profunda de encuentro con Dios que le cambiaría la vida. Tan importante fue esta experiencia para Felipe que en los años venideros se referiría a ella como el momento de su conversión. Dios quiso efectivamente que Felipe se ocupara de ciertos “negocios”, aunque estos no serían los de la tierra sino los del cielo.
Así, el joven florentino dejó San Germano y se fue a Roma en busca de su destino, sin dinero y sin un proyecto claro, aunque confiando en la Divina Providencia.
Asentado en la Ciudad Eterna, consiguió un trabajo como preceptor de los hijos de un aduanero florentino como él. Los chicos se sintieron muy a gusto bajo la dirección de Felipe, y por ello fue bien recompensado. Gracias al dinero que ganó pudo, más adelante, iniciar sus estudios de filosofía y teología. Hasta allí todo indicaba que se abría una brillante carrera para Felipe hasta que se descubrió llamado a algo distinto, entonces abandonó las aulas y se entregó de lleno al apostolado.
Felipe y su “gran corazón”
En la víspera de Pentecostés de 1544, mientras estaba en oración y pedía al Espíritu Santo que le concediera sus dones, del cielo descendió una bola de fuego que se posó sobre su pecho. San Felipe cayó al suelo y le rogó a Dios que se detenga. De pronto perdió la consciencia.
Cuando se recuperó, sintió algo extraño sobre el pecho: tenía un bulto del tamaño de un puño. Después entendería que había sido Dios el que le había “agrandado el corazón” como signo de que su Espíritu permanecería siempre con él. La milagrosa “deformación” permanecería con él el resto de su vida, sin causarle jamás dolor alguno.
Aquella grandeza de corazón -física y espiritual- se volcó en el servicio a la ciudad de Roma, aquejada por la decadencia moral y la indiferencia. En ese esfuerzo, su testimonio de santidad fue decisivo para renovar espiritualmente a la misma Iglesia, cuyos representantes habían cedido terreno, en muchos casos, a los intereses mundanos.
El buen Padre Felipe acompañó espiritualmente a los florentinos de la ciudad, sus paisanos, pero, como se sabe, extendió ese servicio a todos, especialmente a los niños abandonados, a los pobres y a los necesitados. No por gusto la historia recuerda a San Felipe con el título de “el Apóstol de Roma”.
Apacentando a las ovejas
Con el tiempo vendría la primera organización fundada por iniciativa de Felipe Neri: la Cofradía de la Santísima Trinidad, conocida como la Cofradía de los pobres.
El santo, embarcado en un apostolado fértil y cada vez más sólido, se preparó para el orden sacerdotal. Una vez consagrado, se convirtió en modelo de servicio a las almas a través de la confesión, a la que dedicaba largas horas del día. Con frecuencia caía en éxtasis mientras celebraba la Misa, y no son pocos los testimonios de quienes lo vieron levitar mientras sostenía a Cristo Eucaristía en las manos.
El Padre Felipe solía organizar conversaciones espirituales con jóvenes y niños, de carácter catequético, que concluían con la visita y la adoración al Santísimo Sacramento por parte de los asistentes. El santo tenía un carisma especial con los más pequeños, a quienes congregaba y protegía del abandono y los peligros que caracterizan a las grandes ciudades.
Aquellas reuniones comenzaron a hacerse muy conocidas entre los romanos que empezaron a llamar a sus concurrentes “oratorianos”, ya que San Felipe, tras convocar a los asistentes tocando una campana, los reunía a todos en un oratorio. El oratorio era el lugar para rezar juntos, para cantar, para conversar de la santidad y la vida cristiana. Esa sería la semilla de la que brotará la Congregación del Oratorio.
Entre lo ordinario y lo extraordinario: de la mano de María
Alguna vez, la Virgen María se le apareció para consolarlo en medio de una enfermedad que lo aquejaba, probablemente un mal de la vesícula.
La Madre de Dios le concedió el milagro de quedar definitivamente curado y, siendo él un hombre íntegro y sencillo, recibió de Dios el don de curar a otros, de leer los pensamientos en ocasiones y de profetizar. El santo nunca se ufanó de esos dones y más bien procuraba ocultarlos, a no ser que la necesidad lo obligase a interceder por alguien. La marca de Felipe fue siempre la humildad, de la que brotaba su serena y contagiante alegría.
La corona para quien amó con alegría
El 25 de mayo de 1595, día del Corpus Christi, a San Felipe Neri se le vió especialmente contento. Se sentó en el confesionario, administró el sacramento de la reconciliación durante todo el día y recibió a varios visitantes. Ese fue, sorprendentemente, el día de su muerte. Hacia la medianoche, ya más reposado, sufrió un ataque al corazón y partió al encuentro del Padre.
“¡Oh Señor que eres tan adorable y me has mandado a amarte!, ¿por qué me diste tan solo un corazón y este tan pequeño?”, decía San Felipe reconociéndose pequeño ante Dios, Aquel frente a quien toda grandeza resulta poca cosa. El Padre Felipe había muerto, sí, pero dejaba un tesoro a sus hijos: la prueba fehaciente de que “los últimos serán primeros y los primeros, últimos” (Mt 20, 16).
Años más tarde, al ser exhumados los restos de San Felipe, se descubrió que el santo tenía dos costillas rotas, y que estas se habían arqueado previamente como para dejar más sitio al corazón, símbolo del amor que dio a lo largo de su vida. Su cuerpo reposa hoy en la Chiesa Nuova, la Iglesia Nueva, hoy llamada Iglesia de Santa María de Vallicella, en Roma.-
Aciprensa