Los consejos de Dupuy
Ángel Oropeza/Signos de los Tiempos:
En momentos de oscuridad es cuando más se aprecia y se necesita la luz. De igual manera, en situaciones de confusión, desaliento y duda, es cuando más urgentes y necesarias resultan las reflexiones que nos ayudan a levantar la vista, recordar de dónde venimos, pero sobre todo, el por qué y norte de nuestro caminar como pueblo de Dios.
En el año 2005, el entonces arzobispo de Mérida, hoy cardenal Baltazar Porras Cardozo, se dedicó a recopilar algunos de los principales discursos y homilías del entonces nuncio apostólico de la Santa Sede en Venezuela, monseñor André Dupuy, quien dejaba su cargo en nuestro país después de cinco años de fructífera y trascendente labor entre nosotros. Esa recopilación fue plasmada en un libro (Palabras para tiempos difíciles, Editorial Escuela Técnica Popular Don Bosco, Caracas, 2005), que resulta de obligatoria lectura para los venezolanos de hoy, algunos de ellos víctimas de la desesperanza y el desaliento.
Los escritos de Dupuy, hechos hace más de 3 lustros -cuando el país estaba ya en las garras de un modelo político para muchos en ese momento seductor, pero generador de división, odio y violencia- son una reflexión profética que nos alerta sobre el peligro de la postración anímica y la rendición conductual como personas, al tiempo que nos impulsa a nunca cejar en la lucha por la dignidad y la liberación democrática de nuestro país.
Dupuy alertaba desde entonces a no descuidar dos de las virtudes sin las cuales la construcción de patria no era posible. No se refería, por supuesto, a la patria como el fetiche acomodaticio preferido siempre en la historia universal por los tiranos para ocultar su explotación sobre sus pueblos, sino al vínculo afectivo, histórico y cultural que une a las personas entre sí y con una tierra a la que aman y con la cual se identifican. Estas dos virtudes eran la esperanza y el buen juicio. Sobre la primera, nos pedía a los venezolanos tener la “valentía de esperar”, que no es otra cosa, lejos de una actitud de resignación o de aguardar soluciones mágicas, que asumir como causa de vida que las cosas injustas pueden y deben cambiar. Y sobre la última, advertía que la “pérdida del buen juicio” –no saber diferenciar la verdad de la mentira, lo justo de lo injusto, y vivir en un mundo de ilusiones y engaños- “es la peor de las calamidades que pueden acechar tanto a las personas como a una sociedad”.
Desde aquellas palabras de Dupuy, nuestro país no ha hecho otra cosa que involucionar y tribalizarse. El ambiente externo de depauperación constante de las condiciones de vida ha terminado generando un ambiente psicológico generalizado de desazón, angustia e incertidumbre, que puede peligrosamente conducirnos a la resignación y a la entrega. Es en estos momentos, justamente para atajar ese peligro, que el llamado a actuar desde la esperanza y el buen juicio cobra crucial importancia. Y esa es la necesaria actitud política que las difíciles circunstancias exigen de los venezolanos de hoy. La misma actitud política que Gandhi predicaba como indispensable cuando la lucha por la liberación de su país en ocasiones era amenazada por la desesperanza: «Voy a seguir creyendo, aun cuando la gente pierda la esperanza. Voy a seguir construyendo, aun cuando otros destruyan. Y seguiré sembrando, aunque otros pisen. Y seguiré gritando, aun cuando otros callen. Invitaré a caminar al que decidió quedarse, y levantaré los brazos a los que se han rendido”.
La actitud cristiana frente a la realidad de pecado social que nos rodea no es de sentarse a esperar que las cosas cambien, sino de organizarse y unirse para hacer que el cambio ocurra. Pero, además, es un asunto de atreverse a abrir los ojos a pesar de las lágrimas y el desánimo.
En otra de sus proféticas reflexiones, y hablando del desvanecimiento anímico que observaba en algunos venezolanos, Dupuy escribe: “Reflexionando sobre este desvanecimiento, tengo la impresión de que se está repitiendo el famoso episodio de los dos discípulos de Emaús, en la mañana de Pascua. Ellos se alejaban de Jerusalén para regresar a su aldea, con el rostro triste y el corazón invadido por el abatimiento. ¡Hermanos, cuantos ciudadanos, a imitación de estos discípulos anónimos, han regresado a su casa, a su cotidianidad, desconcertados, incluso escandalizados! Su desesperanza era tanto mayor cuanta más grande había sido su esperanza”. Esa desesperanza nublaba su juicio y eran incapaces de reconocer que aquel forastero que les hablaba y acompañaba en el camino no era otro que su Maestro resucitado, a quien creían muerto y, con él, perdida toda esperanza de redención. Su liberación estaba allí, cerca, tan cerca que caminaba junto a ellos. Pero su desaliento y confusión eran tan grandes que no la podían ver.
La Venezuela que la mayoría aspira y merece no llegará nunca si no asumimos, desde las virtudes de la esperanza y el juicio correcto, que sólo la unidad, la organización y la presión popular cívica constante y efectiva, imposible sin las dos primeras, constituyen la única estrategia con posibilidad de éxito. Y si además no abrimos los ojos y el ánimo para escapar de la trampa de la desesperanza, esa que engañosamente nos quiere hacer creer que no hay nada que hacer, y que la única opción es renunciar a la grandeza de los libres para resignarse a la indignidad de la esclavitud.